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Las paredes respiraban y se combaban. Se acercaban, poco a poco, cada vez más…

Empezó a temblar descontroladamente cuando oyó los gritos y sollozos de Sharon. Él guardaba silencio. Un silencio enfermizo. Pero Miranda sabía que volvía a violar a Sharon, oía el golpeteo asqueroso de su carne contra la de ella, chas, chas, chas, sobre su piel. El grito cuando él le retorcía los pezones con las tenazas…

Sí, ella sería la siguiente.

Las paredes se le echaron encima, como si quisieran chuparle la vida. Miranda se llevó la mano a la boca y salió corriendo de la choza, tropezó entre las ramas, hasta que encontró un árbol. Se apoyó en el tronco, intentando reprimir el terror que amenazaba con volverla loca.

Quinn tenía razón. Te vas a hundir.

No. No. ¡No!

Respirar hondo. Respirar para limpiarse. Los olores del sudor, de la violación infame y de la sangre se fueron desvaneciendo, reemplazados por la fragancia fresca de los pinos, la tierra húmeda y las hojas podridas. La savia pegajosa.

Inspirar. Espirar.

El corazón se le calmó y los latidos en el cuello perdieron su frenética pulsación. Abrió los ojos y se quedó mirando el árbol en que se había apoyado.

Abrazadora de árboles, pensó, y se dio cuenta de que reprimía una sonrisa.

Se separó del árbol, se secó las manos en los vaqueros e hizo acopio de coraje, recuperando la compostura.

Respira, Miranda. Respira.

Se incorporó y volvió a la choza, dispuesta a intentarlo una vez más. Lucharía contra la claustrofobia que se había convertido en su rémora desde aquella semana en el infierno, hacía doce años.

Quinn se la quedó mirando y ella aguantó la respiración.


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