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– Crecimos en la pobreza al pie de los Apalaches. Los únicos lugares favoritos que teníamos eran aquellos por los que podíamos caminar.

– Usted conocía la caverna.

– Porque durante un tiempo practiqué la espeleología. De todos los lugares que Frank ha elegido, ese es el que guarda una mayor relación con nuestra infancia.

– De modo que deberíamos buscar en los Apalaches, quedarnos en la zona.

Mac y Ennunzio movieron la cabeza hacia los lados.

– Puede que el pasado influya en la metodología de mi hermano -dijo Ennunzio-. Puede que incluso haya desencadenado su trauma por el calor, pero los lugares en los que deja a sus víctimas no guardan relación alguna con nuestra familia. Yo ni siquiera sabía que vivía en Georgia.

– Ennunzio tiene razón -replicó Mac-. Fuera cual fuera la obsesión que desencadenó su fiebre asesina, él ya ha dado un paso más. Se aferra a su plan de juego y, por lo tanto, necesita diversidad. Sin duda, esa muchacha se encuentra en el lugar más alejado posible de este.

– Necesitamos al equipo de Ray -dijo Kimberly.

– Iré a buscarles -se ofreció Mac.

Pero no fue necesario, pues Ray ya estaba cruzando el aparcamiento, de camino a la habitación de Mac.

– Tenemos un ganador -anunció con emoción el empleado del Instituto de Cartografía-. Las muestras de tierra que extrajo Lloyd contienen tres tipos de polen de tres tipos de árboles: ciprés calvo, túpelo y arce rojo. La planta encontrada es simplemente una hoja de helecho muy deteriorada. Y los zapatos estaban cubiertos de turba. Eso solo puede significar…

– ¿Que nos vamos a Disneylandia?

– Mucho mejor. Al pantano Dismal.

A las cuatro de la madrugada, el grupo volvió a optar por el «divide y vencerás». Quincy, como viejo estadista, recibió una vez más la responsabilidad deponerse en contacto con el equipo del FBI encargado del caso. Nora Ray se quedó con Rainie y con él, pues ya nadie confiaba en ella.

Los miembros del equipo del Instituto de Cartografía estaban empaquetando el material y cargándolo en sus vehículos. Según el interrogatorio de Kathy Levine, el pantano Dismal estaba formado por ciento cincuenta mil hectáreas de insectos, serpientes venenosas, osos pardos y gatos monteses. Los árboles alcanzaban alturas impresionantes y una densa espesura de zarzas y enredaderas salvajes hacía que ciertas secciones fueran impracticables.

Necesitaban agua. Necesitaban repelente de insectos. Necesitaban machetes. En otras palabras, necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir.

Mac y Kimberly llevarían a Ennunzio en su coche y seguirían al equipo de Ray hasta el pantano. Ellos siete tendrían que buscar a una muchacha desaparecida en un terreno que había intimidado incluso a George Washington. Mientras tanto, el sol empezaba a asomar una vez más por el horizonte y los mosquitos empezaban a congregarse.

– ¿Preparada? -preguntó Mac a Kimberly, cuando se montaron en el coche.

– Tanto como puedo estarlo.

Mac miró a Ennunzio por el retrovisor. El agente se frotaba las sienes, cansado. Parecía haber envejecido veinte años de golpe.

– ¿Por qué no detuvieron a su hermano después del incendio? -le preguntó.

– Supongo que nunca lo encontraron.

– ¿Le contó a alguien lo ocurrido?

– Por supuesto.

– Porque nunca ha escondido la verdad…

– Soy agente federal -espetó Ennunzio-. Sé lo que hay que hacer.

– Bien, porque encontrar a esa joven solo es la mitad de la batalla. Después iremos tras su hermano y no pararemos hasta encontrarlo.

– Nunca se rendirá. No es el tipo de persona que esté dispuesta a pasar el resto de su vida en la cárcel.

– En ese caso, será mejor que esté preparado -replicó Mac, sombrío-, porque nosotros no estamos dispuestos a dejarle escapar.


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