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Bueno, a ella no le iba a pasar lo mismo. Al menos, no del todo. Iba a reclamar su lado de la cama, un espacio donde pudiera tumbarse cómodamente y dormir. Pero lo haría en cuanto dejara de seguir la curva de sus tríceps, o la línea de su mandíbula…

Sus dedos se deslizaron hacia la cadera y, en recompensa, sintió que algo se endurecía y presionaba sus muslos.

Sonó el teléfono. Su mano se detuvo y ella soltó una palabrota que ninguna mujer debería pronunciar en la cama. Intentó desembarazarse de la confusión de sábanas.

– Odio los teléfonos móviles -dijo Mac.

– ¡Mentiroso! Estabas despierto.

– Deliciosamente despierto. ¿Quieres castigarme? Me iría bien una buena azotaina.

– Será mejor que sean buenas noticias -dijo Kimberly-. De lo contrario, romperé todos los microchips de este aparato.

Pero ambos sabían que tenía que tratarse de algo urgente. Era muy temprano, de modo que debía de ser Ray Lee Chee con información sobre la cuarta víctima. Ya habían disfrutado de unas horas de descanso. Había llegado el momento de ponerse en marcha.

Kimberly abrió el teléfono, esperando lo peor, y se quedó sorprendida al oír la voz de Rainie al otro lado de la línea.

– ¡Es Ennunzio! -le dijo, sin más preámbulo-. ¿Dónde diablos estáis?

Desconcertada, Kimberly le dio el nombre del motel y el número de salida de la carretera.

– Encargaos de él -estaba diciendo Rainie-. Vamos de camino. Y, Kimberly…, protege a Nora Ray.

La oscuridad reinaba en el exterior. Y hacía mucho calor. Protegiéndose las espaldas contra la pared del motel, avanzaron hacia la habitación de Ennunzio con las armas en alto y el rostro tenso. Primero llegaron a la habitación de Nora Ray. Kimberly llamó a la puerta. No hubo respuesta.

– Duerme profundamente -murmuró Mac.

– Eso es lo que ambos deseamos.

Cruzaron el aparcamiento, con pasos ansiosos. La habitación de Ennunzio se encontraba en el ala contraria de aquel edificio en forma de «L». La puerta estaba cerrada. Las luces apagadas. Kimberly acercó la oreja a la puerta y escuchó. Primero nada. Después, de repente, el sonido de un mueble -o un cuerpo- cayendo al suelo y siendo arrastrado por la sala.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -gritó Kimberly.

Mac levantó una pierna y pegó una patada a la puerta de madera barata. Esta se abrió, pero al instante siguiente retrocedió, pues la cadena estaba echada. Le dio una patada más fuerte y, esta vez, la puerta rebotó contra la pared.

– ¡Policía! ¡No se mueva!

– Nora Ray, ¿dónde estás?

Kimberly y Mac entraron corriendo en la habitación, uno hablando a gritos y la otra, con voz calmada. Los dedos de Kimberly enseguida encontraron el interruptor.

Ante ellos había dos personas enzarzadas en una pelea. Las sillas estaban volcadas, la cama destrozada y el televisor en el suelo. Pero no era el doctor Ennunzio quien atacaba a una joven asustada, sino que era Nora Ray quien había acorralado contra una esquina al agente especial, que iba en calzoncillos. La muchacha se había abalanzado sobre él, blandiendo una enorme y brillante jeringa.

– ¡Nora Ray! -gritó Kimberly, desconcertada.

– Él mató a mi hermana.

– No fui yo. No fui yo. ¡Lo juro por Dios! -Ennunzio retrocedió aún más contra la pared-. Creo… creo que fue mi hermano.


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