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– Vamos -susurró entre sus agrietados labios. Siguió trepando.

Cuando ya casi llevaba un metro, sus brazos temblaban tanto como sus piernas y su estómago se contrajo con un doloroso calambre. Apoyó la cabeza contra la densa manta de enredaderas, rezó para no vomitar y siguió trepando.

Hacia el sol. Era ligera como una pluma. Podía trepar como Spiderman.

Ya casi llevaba dos metros cuando se detuvo, exhausta. Ya no había más asideros y seguía sin confiar en las plantas. Con torpeza, intentó sujetarse con la mano derecha, se puso de puntillas sobre los dedos de los pies, alzó la mano derecha sobre su cabeza y hundió la lima en la pared. La vieja madera se desmigajó bajo los movimientos del metal, devolviéndole la esperanza. Movió la lima con furia, imaginándose ya en lo alto.

Quizá encontraría un lago en la superficie. Un inmenso oasis de color azul. Se lanzaría a él de cabeza y flotaría entre sus suaves olas. Se sumergiría y dejaría que el agua limpiara el barro de su cabello. Entonces nadaría hacia el frescor del centro y bebería de su lago fantástico hasta que su estómago se hinchara como un balón.

Y cuando llegara al otro lado sería recibida por un camarero vestido de esmoquin, cargado con una bandeja de plata repleta de esponjosas toallas blancas.

Soltó una carcajada. Los delirios ya no le preocupaban demasiado, pues eran la única fuente de alegría que podía tener.

Los fragmentos de madera llovían sobre su cabeza y el dolor repentino y fiero que sintió en sus brazos fatigados le recordó su tarea. Exploró el agujero que acababa de hacer con las yemas de los dedos. Podía doblarlos en aquella tosca abertura. Había llegado el momento de moverse de nuevo. ¿Cómo era aquel viejo tema televisivo? Tenía que seguir adelante, hasta la cima, donde por fin obtendría un pedazo del pastel.

Con gran dolor obligó a su cuerpo a dar un paso más; su trasero sobresalía precariamente y sus brazos temblaban por el esfuerzo. Avanzó diez agotadores centímetros y, entonces, quedó encallada una vez más.

Había llegado el momento de hacer otro agujero. El brazo izquierdo le dolía demasiado para poder soportar su peso, así que se sujetó con el derecho y escarbó el agujero con la mano izquierda. Los movimientos eran torpes. No sabía si estaba haciendo un agujero o si estaba arrancando el conjunto del tablero, pues le resultaba demasiado difícil mirar.

Se aferró a la pared con sus temblorosas piernas y sus extenuados brazos. Enseguida tuvo hecho el siguiente agujero y llegó el momento de dar un paso más. Entonces cometió el error de mirar hacia arriba y estuvo a punto de echarse a llorar.

El cielo estaba tan arriba. ¿A cuánta distancia? ¿A tres o cuatro metros? Las piernas le dolían y los brazos le ardían. No sabía cuánto más podría aguantar y solo había recorrido dos metros y medio. Tenía manos y pies de araña, pero no la fuerza de ese animal.

Solo deseaba su lago. Deseaba flotar entre sus frías olas. Deseaba nadar hasta el otro lado y fundirse entre los brazos de su madre, para llorar con pesar y pedirle perdón por todas las cosas malas que le había hecho.

Que Dios le diera fuerzas para trepar por aquella pared. Que Dios le diera valor. Su madre la necesitaba y su bebé también. No deseaba morir como una rata en una trampa. No deseaba morir en soledad.

Solo un agujero más, se dijo a sí misma. Trepa y haz un agujero más. Entonces podrás regresar al barro a descansar.

Hizo un agujero más. Y después otro. Y entonces se prometió a sí misma, entre jadeos, que solo necesitaba hacer otro más…, que se convirtió en dos y después en tres, hasta que al final había logrado escalar unos tres metros y medio.

Ahora la imagen era aterradora. No debía mirar abajo. Tenía que seguir adelante, aunque sus hombros se le antojaran demasiado elásticos. Era como si las articulaciones hubieran cedido y ya no los sujetaran. Se tambaleó diversas veces y tuvo que sujetarse con los dedos; sus hombros chillaban, sus brazos ardían y ella gritaba de dolor, aunque tenía la garganta tan seca que solo lograba emitir una especie de graznido, el sonido de protesta de una lija.

Siguió trepando. Hacia la cima. Por fin iba a conseguir un pedazo del pastel.

Lloraba sin lágrimas. Se sujetaba con desesperación a la madera podrida y a las frágiles enredaderas, esforzándose en no pensar en lo que hacía. Había superado el umbral del dolor. Había rebasado el límite de su resistencia.

Visualizó a su madre. Visualizó a su bebé y siguió adelante, haciendo un agujero y después otro más.

Cuatro metros y medio. El borde superior estaba tan cerca que podía ver los hierbajos que asomaban por el saliente. La vegetación de la superficie. Su boca reseca se hizo agua ante aquel pensamiento.

Se quedó mirando durante demasiado tiempo y olvidó lo que estaba haciendo. Entonces, su cuerpo exhausto y deshidratado no pudo aguantar más. Alzó la mano, pero sus dedos se negaron a sujetarse a la pared.

Y Tina cayó hacia atrás.

Por un momento, sintió que quedaba suspendida en el aire. Podía ver sus brazos y piernas agitándose, como si fueran los de un estúpido dibujo animado. Entonces, la realidad se impuso y la gravedad reclamó su cuerpo.

Tina aterrizó en el barro.

Esta vez no gritó. El barro la engulló por completo y, después de todos estos días de encierro, Tina no protestó.

Cuarenta y cinco minutos después, Kimberly seguía hablando. Hablaba sobre el agua y la comida y el calor del sol. Hablaba sobre el tiempo y la temporada de béisbol y los pájaros que volaban por el cielo. Hablaba sobre los viejos y nuevos amigos y lo bueno que sería conocerlos en persona.

Hablaba sobre resistir. Hablaba sobre no tirar nunca la toalla. Hablaba sobre los milagros y el hecho de que podían hacerse realidad si tan solo lo deseabas con la suficiente fuerza.

Entonces Mac salió de entre los árboles y, en cuanto vio su rostro, Kimberly dejó de hablar.

Diecisiete minutos después, el cadáver fue extraído del pozo.


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