Mac no sabía qué decir. La luz se desvanecía con rapidez y el montón de rocas había empezado a convertirse en otro mundo, en uno demasiado negro.
– Nunca tuvo ninguna oportunidad -murmuró Kimberly, volviendo a posar la mirada en el cuerpo de la joven-. Mírala, con sus pantalones cortos y su blusa de seda. Se había vestido para pasar un rato divertido, no para enfrentarse a la naturaleza. Esto supera con creces la crueldad.
– Le encontraremos.
– Pero no antes de que muera otra muchacha.
Mac cerró los ojos.
– Kimberly, el mundo no es tan malo como crees.
– Por supuesto que no, Mac. Es mucho peor.
Tragó saliva. La estaba perdiendo. Podía sentir cómo Kimberly se sumergía en la fatalidad, pues era una mujer que había escapado en una ocasión de la muerte y no tenía esperanzas de volver a tener tanta suerte. Deseaba decirle que saltara hacia atrás, para después estrecharla entre sus brazos y prometerle que todo iría bien.
Pero ella tenía razón. Siempre que un hombre intentaba proteger a aquellos a quienes amaba, recurría de forma inevitable a las mentiras.
– ¿Ves las serpientes? -le preguntó.
– No hay suficiente luz. Se confunden con las rocas.
– Yo no las oigo.
– No, han quedado en silencio. Quizá están cansadas. Han tenido un día muy ajetreado.
Mac se acercó un poco más. No estaba seguro de cuánto podría aproximarse a las rocas, pero no oyó ningún sonido de advertencia. En cuanto estuvo a un metro y medio, sacó la linterna e iluminó las piedras. Resultaba difícil decirlo; algunas parecían despejadas, pero otras presentaban protuberancias que bien podrían ser serpientes.
– ¿Crees que puedes saltar hasta mí? -le preguntó a Kimberly.
Se encontraba al menos a seis metros de distancia, de pie en un ángulo extraño sobre el montón de rocas. Quizá si saltaba con rapidez de una piedra a otra…
– Estoy cansada -susurró.
– Lo sé, preciosa. Yo también estoy cansado. Pero tenemos que sacarte de ahí. He empezado a acostumbrarme a tu ardiente sonrisa y a tu buena disposición. Estoy seguro de que no querrás decepcionarme ahora.
Ella guardó silencio.
– Kimberly -dijo, en un tono más apremiante-. Necesito que me prestes atención. Eres una mujer fuerte y brillante. Quiero que pienses en una solución para poder salir de esta.
Los ojos de ella se perdieron en la distancia. Mac vio que los peñascos temblaban. Era incapaz de imaginar qué estaba pensando, pero por fin se volvió hacia él.
– Fuego -dijo con voz calmada.
– ¿Fuego?
– Las serpientes odian el fuego, ¿no? ¿O quizá he visto demasiadas películas de Indiana Jones? Si enciendo una antorcha, es posible que consiga asustarlas.
Mac se movió deprisa. No era experto en serpientes, pero le parecía buena idea. Iluminándose con la linterna, no tardó en encontrar una rama caída del tamaño adecuado.
– ¿Lista?
– Lista.
Lanzó la rama al aire con un grácil movimiento. Momentos después oyó un pequeño golpe cuando ella la atrapó entre sus manos. Ambos contuvieron el aliento. Se oyó un suave sonido, abajo, a la derecha.
– Quieta -le advirtió Mac.
Kimberly se quedó inmóvil largos minutos, hasta que el sonido se desvaneció.
– Tendrás que buscar todo lo demás en la mochila -le ordenó Mac-. Si llevas un par de calcetines de lana de sobra, envuelve uno alrededor de la rama. Encontrarás la cajita de un carrete de fotos en el bolsillo delantero. La puse yo. Contiene tres bolas de algodón empapadas en vaselina. Son excelentes para encender fuego. Insértalas en los pliegues del calcetín y préndelas con la cerilla.
Alzó la linterna para iluminarla con su luz mientras ella trabajaba. Sus movimientos eran lentos y subyugados, pues intentaba no llamar la atención de las serpientes.
– No consigo encontrar mis calcetines de repuesto -dijo por fin-. ¿Qué tal una camiseta?
– Servirá.
Para cogerla tenía que dejar la mochila en el suelo. Mac iluminó brevemente el terreno que la rodeaba y le pareció que estaba despejado de serpientes. Ella la posó con sumo cuidado, pero se oyeron nuevos siseos cuando las serpientes percibieron el movimiento y mostraron su desaprobación. Se quedó quieta de nuevo, con la cintura bien erguida, y Mac pudo ver el brillo de sudor en su frente.
– Ya casi está -le dijo.
– Por supuesto. -Le temblaban tanto las manos que estuvo a punto de dejar caer la rama. Un nuevo sonido, próximo y fuerte, reverberó en la oscuridad. Mac vio que Kimberly cerraba los ojos con fuerza y se preguntó si estaría recordando otra verdad sobre aquel día en la habitación de aquel hotel: si cuando aquel hombre la había apuntado a la cabeza con la pistola, su primer pensamiento había sido que no deseaba morir.
Vamos, Kimberly, pensó. Regresa junto a mí.
Envolvió la camiseta alrededor de la rama, insertó las bolas de algodón entre los pliegues y cogió las cerillas de madera. Su temblorosa mano sostuvo en alto la primera y se oyó el sonido del fósforo arañando la caja. En cuanto la cerilla cobró vida, la acercó a las bolas de algodón y la antorcha empezó a arder.
Inmediatamente, el espacio que había a su alrededor se iluminó, revelando no una, sino cuatro serpientes de cascabel enrolladas.
– Mac -dijo Kimberly, con voz clara-. Prepárate para cogerme.
Movió la antorcha hacia delante y, al instante, las serpientes sisearon y retrocedieron, alejándose de las llamas. Kimberly bajó de un salto la primera roca. Y la segunda, la tercera y la cuarta, mientras las grietas cobraban vida y las serpientes derribaban las piedras intentando escapar de las llamas. Las rocas estaban vivas, siseaban, se retorcían, rechinaban. Kimberly se zambulló en aquella serpentina confusión.
– ¡Mac! -gritó. Salió catapultada de la última roca y se estrelló contra el duro cuerpo de Mac.
– Te tengo -dijo él, sujetándola por los hombros y quitándole la antorcha de sus manos temblorosas.
Por un momento, se quedó ahí, conmocionada y aturdida. Entonces apoyó la cabeza en su pecho y él la abrazó con más alegría y desesperación de la que debería haber mostrado.
– Mandy -murmuró Kimberly, echándose a llorar.