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– Seguramente es uno de mis agentes -dijo, a modo de explicación-. Le dije que estaría por aquí.

Abrió la puerta del aula y apareció un joven con el cabello rapado que sostenía un papel en la mano. Su cuerpo prácticamente se sacudía por la emoción.

– Pensé que querría ver esto de inmediato -se apresuró a decir el muchacho.

Kaplan cogió el papel y, tras echarle un vistazo, miró al joven con seriedad.

– ¿Están seguros?

– Sí, señor. Nos lo confirmaron hace quince minutos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rainie. Incluso Watson se enderezó en su asiento. Kaplan se volvió hacia ellos lentamente.

– Ya tenemos la identificación de la joven -anunció, posando los ojos en Quincy-. Les aseguro que este caso no es como los de Georgia. Dios mío, esto es mucho, mucho peor.

– Pausa para beber.

– Enseguida.

– Kimberly, pausa para beber.

– Quiero ver qué hay al otro lado de la curva…

– O te paras para beber un poco de agua o te hago un placaje.

Kimberly le miró con el ceño fruncido. Mac, que le observaba con una expresión decidida en el rostro, se había detenido a tres metros de ella, sobre un peñasco que sobresalía por encima del riachuelo que estaban siguiendo.

Llevaban tres horas caminando y Kimberly tenía la mitad del cuerpo cubierto por un sarpullido de color rojo brillante, cortesía de la hiedra venenosa y las ortigas. Su camiseta y sus pantalones cortos estaban completamente empapados, sus calcetines emitían un sonido chapoteante a cada paso que daba y prefería no hacer comentario, alguno sobre el pegajoso casquete en el que se había convertido su cabello.

En cambio, Mac descansaba con una rodilla apoyada en el peñasco con una camisa de nailon que se amoldaba a su fornido pecho y su corto cabello moreno echado hacia atrás, realzando su rostro bronceado y cincelado. No jadeaba ni tenía ningún arañazo en la piel. A pesar de que llevaban tres horas caminando sin parar, parecía un maldito modelo de portada de la revista de venta por correspondencia L. L. Bean.

– Inténtalo -dijo Kimberly, pero por fin detuvo sus pasos y, a regañadientes, sacó la botella de agua. Estaba caliente y sabía a plástico, pero le gustó sentirla descender por su garganta. Tenía muchísimo calor. Su pecho subía y bajaba con fuerza. Sus piernas temblaban. En su opinión, la carrera de obstáculos de los marines era mucho más fácil que este recorrido.

– Al menos, el calor mantiene a raya a las garrapatas -dijo Mac, intentando darle conversación.

– ¿Qué?

– Las garrapatas. No les gusta el calor. Pero te aseguro que si estuviéramos en primavera o en otoño…

Kimberly examinó frenética sus piernas desnudas. ¿Alguna de sus pecas se movía bajo aquel sarpullido rojo? Lo último que necesitaba era que uno de esos parásitos chupadores de sangre decidiera darse un banquete… De pronto advirtió la ironía que se escondía en la voz de su compañero y levantó la mirada con recelo.

– Estás jugando con fuego -gruñó.

Él se limitó a sonreír.

– ¿Vas a coger el cuchillo? Llevo todo el día deseándolo.

– No pretendo destruir tus fantasías varoniles, pero te aseguro que me arrepiento de llevarlo encima. Me está destrozando la piel del muslo y ha estado a punto de matarme.

– ¿Te lo quieres quitar? Podría ayudarte.

– ¡Por el amor de Dios!

Le dio la espalda y se pasó una mano por su corto cabello. Cuando la apartó, la palma estaba húmeda y salada. Aunque era evidente que tenía un aspecto espantoso, Mac seguía flirteando con ella. Aquel tipo era un perturbado.

Deslizó la mirada hacia el sol. Desde su posición aventajada, podía ver cómo se zambullía lentamente en el horizonte. En este lugar era fácil perder la noción del tiempo, pues los árboles proyectaban su sombra sobre el paisaje, oscureciéndolo, y la temperatura no parecía estar descendiendo. Solo ahora Kimberly fue consciente de que la noche no tardaría en llegar.

– No queda mucho tiempo -murmuró.

– No -convino él, con una voz tan sombría como la suya.

– Deberíamos iniciar el regreso. -Se inclinó para guardar la botella de agua, pero Mac se acercó a ella y le cogió la mano para impedírselo.

– Tienes que beber más.

– ¡Acabo de beber!

– No estás bebiendo lo suficiente. Apenas has bebido un litro. Ya oíste a Kathy Levine. En estas condiciones, probablemente estás sudando cada hora esa misma cantidad de líquido. Bebe, Kimberly. Es importante.

Sus dedos no se habían apartado de su brazo. No lo apretaban ni le estaba haciendo daño, pero Kimberly sintió aquel contacto con demasiada intensidad. Mac tenía las yemas de los dedos endurecidas y la palma de la mano empapada, probablemente tan sudada como el resto de su cuerpo. Y el suyo. Kimberly permaneció inmóvil.

Y por primera vez…

Pensó en acercarse un poco más. Pensó en besarle. Seguro que besaba de maravilla. Imaginaba que lo haría lentamente, con suma cautela. Para él, besar debía de ser como flirtear, una parte del juego de estimulación que había practicado durante la mayor parte de su vida.

¿Y para ella?

Sería un beso desesperado. Lo sabía con certeza. Sería un beso que transmitiría necesidad, esperanza y cólera. Sería un intento vano por dejar atrás su cuerpo y liberarse de la implacable ansiedad que ensombrecía cada paso que daba. Sería olvidar por un momento que había una joven perdida en este lugar y que, aunque lo estaba intentando con todas sus fuerzas, era posible que no fuera lo bastante buena. No había podido salvar a su hermana. No había podido salvar a su madre. ¿Por qué pensaba que esta vez sería distinto?

Porque lo necesitaba con todas sus fuerzas. Porque lo deseaba con toda su alma. Mac podía tomarse la vida como un juego, pero ella se la tomaba muy en serio.

Kimberly retrocedió, sacó de nuevo la botella de agua y bebió un largo trago.

– En momentos como este -dijo, después de beber-, deberías ser capaz de exigirte un poco más.

Su tono era beligerante, pero Mac se limitó a arquear las cejas.

– ¿Crees que soy un blando?

Ella se encogió de hombros.

– Creo que nos estamos quedando sin luz. Creo que deberíamos movernos más y hablar menos.

– Kimberly, ¿qué hora es?

– Las ocho pasadas.

– ¿Y dónde estamos?

– En algún lugar de nuestra cuadrícula de cinco kilómetros, supongo.

– Llevamos descendiendo unas tres horas. Y vamos a descender un poco más porque, al igual que tú, deseo ver qué hay detrás de ese recodo. ¿Te importaría decirme cómo vamos a conseguir completar nuestro descenso de tres horas y regresar mágicamente al campamento base en la hora de día que nos queda?

– No lo sé.

– Es imposible -explicó Mac, con voz monótona-. Cuando anochezca seguiremos caminando por este bosque. Es así de simple. La buena noticia es que, según mi mapa, nos encontramos cerca de un sendero que se dirige hacia el oeste. En cuanto veamos qué hay tras ese recodo, dejaremos un marcador y encontraremos el sendero antes del anochecer. Caminar por ahí será más sencillo y podremos usar la linterna para iluminar nuestro camino. De este modo, solo será un trayecto duro y peligroso, no un acto completamente temerario. No creas que no sé forzar los límites, preciosa. Lo único que ocurre es que he tenido más años que tú para perfeccionar la técnica.

Kimberly le miró y, de repente, asintió. Mac estaba poniendo las vidas de ambos en peligro y, de un modo perverso, esto hacía que le resultara aún más atractivo.

– De acuerdo, oh viejo sabio -bromeó, cargando la mochila a la espalda y volviéndose hacia el lecho del río.

Mac le dio un suave golpecito en la espalda y Kimberly esbozó una sonrisa que le hizo sentir mejor.

Cuando llegaron al siguiente recodo, la suerte les sonrió por primera vez en el día.

Kimberly fue la primera en verlo.

– ¿Qué es esto? -preguntó, nerviosa.

– Sigue siendo nuestra sección. No debería haber superposiciones…

Kimberly señaló el árbol y la rama rota. Después descubrió el helecho aplastado y los hierbajos pisados. Empezó a caminar más deprisa, siguiendo aquellas inconfundibles señales de avance humano que trazaban un escarpado sendero que discurría en zigzag entre los árboles. Las marcas eran inconfundibles. Eran las que dejaría una persona corriendo desesperada o, quizá, un hombre cargando a su espalda un cuerpo drogado.

– Mac -dijo, con emoción apenas contenida. Él echó un vistazo al sol.

– Kimberly -le dijo, con voz sombría-. ¡Corre!

La mujer echó a correr sendero abajo, seguida por Mac.


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