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Mac se interrumpió de repente. Miró de nuevo el mapa y después la brújula.

– Espera. Sí. Aquí es donde debemos desviarnos.

Kimberly se detuvo junto a él y Mac pudo sentir que su inquietud se multiplicaba inmediatamente por diez. No había ningún camino marcado ante ellos, sino tierra que descendía en picado entre un amasijo de peñascos, arbustos y hierbajos. Los árboles caídos yacían en medio de su camino, cubiertos de mullido musgo y brillantes helechos. Ramas tronchadas sobresalían a una altura peligrosamente baja, y gruesas enredaderas verdes cubrían la mitad de los árboles que había a la vista.

El bosque era frondoso, oscuro. Kathy Levine tenía razón: contenía secretos que podían ser hermosos y, a la vez, letales.

– Si nos separamos -dijo Mac, con voz tranquila-, quédate quieta y toca el silbato. Te encontraré.

A todos los miembros de los equipos de búsqueda y rescate se les habían proporcionado estridentes silbatos de plástico. Debían dar un silbido para comunicarse con sus compañeros y dos para anunciar que habían encontrado a la joven. Tres silbidos era la llamada internacional de socorro.

Kimberly había deslizado los ojos hacia el suelo. Mac la veía examinar cada roca y cada grieta en busca de señales de avispas o serpientes de cascabel. Tenía la mano apoyada sobre su muslo izquierdo. Ahí es donde lleva el cuchillo, pensó, y al instante sintió que un anticuado arrebato de lujuria masculina hacía que se le encogiera el estómago. No sabía por qué una mujer armada podía resultarle tan atractiva, pero Kimberly le encantaba.

– Todo irá bien -le dijo entonces.

Kimberly por fin le miró.

– No hagas promesas que no puedas cumplir -replicó. Acto seguido abandonó el sendero y accedió a aquel terreno repleto de maleza.

Avanzar deprisa cada vez le resultaba más difícil. Kimberly resbaló en dos ocasiones y bajó rodando media pendiente. Los largos y gruesos hierbajos le ofrecían poca tracción, a pesar de que llevaba botas de montaña, y las rocas y las raíces de los árboles surgían en los lugares más inoportunos. Si miraba hacia el suelo en busca de obstáculos, la rama de un árbol le arañaba el muslo; si miraba hacia arriba, se arriesgaba a golpearse las espinillas con un tronco caído; y si intentaba mirar a todas partes a la vez, acababa cayéndose…, por lo general, con dolorosos y sangrientos resultados.

Tras dos horas de caminata, sus piernas lucían un entramado de arañazos que hacía juego con los que todavía se estaban curando en su rostro. Logró evitar las avispas, pero sin darse cuenta metió el pie en hiedra venenosa. Dejó de tropezar con troncos caídos, pero se torció dos veces los tobillos al resbalar en una roca.

Podía decirse que no estaba disfrutando demasiado del bosque. Suponía que debería ser hermoso, pero para ella no lo era. Sentía la soledad de este lugar, donde el sonido de los pasos de su compañero era sofocado por el musgo que cubría las rocas y, aunque sabía que había otro equipo de búsqueda en un radio de cinco kilómetros, era incapaz de oír nada. Se sentía desorientada bajo aquellos gigantescos árboles que bloqueaban la luz del sol y hacían que fuera tan difícil saber en qué dirección avanzaban. Aquel terreno escarpado y ondulante les obligaba continuamente a descender para subir o a ascender para bajar. ¿Dónde estaba el norte? ¿Y el sur? ¿Y el este? ¿Y el oeste? Ya no lo sabía, y eso le hacía sentirse ansiosa de un modo que era incapaz de explicar.

El inmenso tamaño de los árboles la engullía a mayor profundidad que cualquier océano. Se ahogaba en su verdor y no estaba segura de cómo mantener la cabeza sobre la superficie o qué dirección seguir para llegar a la orilla. Era una chica de ciudad en un lugar que le resultaba completamente desconocido. En un lugar como este podían ocurrirte muchas cosas malas y era posible que nunca nadie encontrara tu cadáver.

Intentó centrarse en la mujer desaparecida para distraerse. Si la joven había comenzado la velada en un bar, seguramente llevaba sandalias. ¿Habría sido lista y se habría deshecho de ellas desde un principio? Kimberly ya había resbalado varias veces con sus botas de montaña y sabía que sería imposible moverse por este terreno con sandalias. Ir descalzo no era agradable, pero al menos podías caminar.

¿Hacia dónde se habría dirigido primero? Kathy Levine había dicho que hacia abajo, que los excursionistas que se perdían buscaban el camino más fácil. En opinión de Kimberly, avanzar por este lugar no era sencillo. Tener que mirar y decidir dónde poner el pie antes de pisar era un trabajo lento y laborioso. Quizá no era tan aeróbico como caminar montaña arriba, pero los músculos de sus piernas y glúteos ya estaban gritando, y su corazón palpitaba con furia.

¿La joven habría intentado buscar refugio? ¿Se habría detenido en algún lugar fresco a descansar? Mac le había dicho que la clave consistía en quedarse quieto. Estar tranquilo. Mantener el control. No caminar sin rumbo.

Kimberly miró a su alrededor. Los árboles se arqueaban, las sombras se alzaban amenazadoras y las profundas grietas estaban repletas de habitantes desconocidos.

Estaba segura de que la joven había echado a correr. Estaba segura de que los arbustos y las ramas la habían lastimado mientras buscaba desesperada alguna señal de civilización. Seguramente había gritado durante horas, hasta quedar afónica y necesitada de contacto humano. Y cuando había caído la noche, cuando en los bosques habían resonado los gruñidos de las grandes bestias y el zumbido de los insectos…

Probablemente, la joven había echado a correr de nuevo. Tropezando. Resbalando. Y quizá cayendo de bruces entre la hiedra venenosa o sobre algún avispero. ¿Y entonces qué le habría ocurrido? Herida, aterrorizada y perdida en la oscuridad…

Habría buscado agua para calmar sus heridas, pensando que lo que fuera que se deslizara por la corriente tenía que ser menos peligroso que las criaturas que acechaban en el bosque.

Kimberly se detuvo en seco y levantó una mano.

– ¿Oyes eso? -le preguntó a Mac.

– Agua -replicó este. Sacó el mapa de la mochila-. Hay una corriente al oeste.

– Debemos seguirla. Eso es lo que dijo Levine, ¿verdad? Que los excursionistas se sienten atraídos hacia el agua.

– Me parece buena idea.

Kimberly dio un paso a la izquierda…

Y su pie dejó de sostener su peso. Hacía un segundo había estado pisando suelo sólido, pero ahora su pierna salió disparada y ella cayó de espaldas y resbaló pendiente abajo, golpeándose la cadera contra una roca y arañándose el muslo con un tronco caído. Desesperada, intentó colocar las manos bajo su cuerpo para detenerse. Apenas era consciente de que Mac gritaba su nombre a sus espaldas.

– ¡Kimberly!

– Ahhhhhh. -¡Pum! Otro tronco apareció en su camino y se estrelló contra él con la gracia de un rinoceronte. Las estrellas brillaban ante sus ojos y un zumbido pitaba en sus oídos. Era muy consciente del sabor a sangre de su boca, pues se había mordido la lengua. Y entonces, de repente, todo su cuerpo empezó a arder.

– Mierda. Maldita sea. ¿Qué diablos ocurre? -Estaba de pie, pegándose palmetazos en los brazos y las piernas. Cómo dolía, cómo dolía, cómo dolía. Era como si un millón de termitas le mordieran la piel una y otra vez. Abandonó de un salto los hierbajos y empezó a trepar por la pendiente, sujetándose a las ramas con las manos mientras sus pies removían la hierba.

Subió cuatro metros y medio, pero no sirvió de nada. Su piel seguía ardiendo. Su sangre rugía. Observó impotente su cuerpo, que de repente se iluminó con un sarpullido de color rojo brillante.

Mac por fin llegó junto a ella.

– No te rasques. No te rasques. No te rasques.

– ¿Qué diablos es esto? -chilló, frenética.

– Felicidades, preciosa. Creo que acabas de encontrar las ortigas.


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