Quizá aquel tipo tenía una casa en el campo o en lo más profundo del bosque. Quizá, su hogar estaba en algún lugar apartado de la civilización, donde nunca nadie podría ser más listo que él.
Eso tenía bastante sentido, teniendo en cuenta su tendencia a secuestrar muchachas jóvenes.
De todos modos, si pudiera escalar hasta lo alto… En cuanto estuviera en la superficie podría correr, esconderse, buscar una carretera, seguir una corriente… Aunque estuviera en el medio de la nada, allí arriba tendría una oportunidad, y eso era más de lo que tenía aquí abajo.
Siguió examinando las rugosas paredes con las manos. Ahora más deprisa. Con más determinación. Momentos después encontró lo que buscaba: una enredadera. Y otra. Y otra más. Una planta invasora de algún tipo que, o bien buscaba el barro o bien intentaba escapar de él. No le importaba.
Tina enrolló las tres enredaderas alrededor de su mano y tiró de ellas para probar su resistencia. Parecían fuertes y flexibles. Quizá podría utilizarlas. Podría apoyar los pies en la pared sin tocar el barro y trepar por ellas. ¿Por qué no? Lo había visto hacer docenas de veces en la televisión.
Ahora que tenía un objetivo, se puso seria. Se impulsó de nuevo hasta su rocoso anaquel y examinó sus bienes mundanos. Necesitaba su bolso, pues allí guardaba comida y otros objetos que solo Dios sabía si podrían resultarle útiles. Esta parte era sencilla. Se lo colgó del hombro e intentó no hacer ninguna mueca cuando el cuero se deslizó sobre su carne quemada por el sol. Lo de la garrafa de agua era más complicado, pues no le cabía en el bolso y no creía que pudiera sujetarla con una mano y trepar por las parras al mismo tiempo.
Durante un breve momento consideró la idea de bebérsela de un trago. ¿Por qué no? Sería tan agradable sentir cómo se deslizaba por su garganta, húmeda y refrescante. Además, en cuanto escapara de este infierno dejaría de necesitarla, ¿no?
Era imposible saberlo. Ni siquiera sabía qué había allí arriba. No, tenía que llevarse el agua consigo. Aunque pesara y estuviera caliente al tacto. Era la única que tenía.
Su vestido. El tejido era fino y etéreo. Podría romperlo en tiras y utilizarlas para atar la garrafa a su bolso. Sujetó con ambas manos el dobladillo y tiró con fuerza, pero el material se escabulló al instante de su agarre. Sus dedos estaban tan hinchados que se negaban a cooperar. Lo intentó una y otra vez, jadeando con fuerza, frenética.
Pero el maldito tejido no se rompió. Necesitaba tijeras. Y esa era una de las muchas cosas que no llevaba en el bolso.
Intentó contener los sollozos y volvió a sentirse derrotada cuando los mosquitos, para agradecer su inmovilidad, intentaron alimentarse de nuevo. Tenía que moverse, tenía que hacer algo.
¡El sujetador! Podía quitárselo y anudarlo alrededor de la garrafa de agua; así, los tirantes harían las veces de asa. O mejor aún, podía atar el sujetador a la correa del bolso pues, de este modo, tendría las manos libres para escalar. Perfecto.
Levantó el dobladillo de su vestido playero y lo separó de su piel. Al instante, los mosquitos y las moscas se emocionaron. Carne pálida, nuevas zonas carentes de sangre. Intentó no pensar en ello mientras se quitaba el sujetador empapado en sudor. El tejido de nailon estaba pegajoso al tacto.
Hizo una mueca y, cuando por fin logró quitárselo, dejó escapar un suspiro.
Le parecía una crueldad volver a ponerse aquel sudoroso y apestoso vestido. Hacía tanto calor que estaría mucho mejor desnuda, sin ningún tejido incómodo que rozara su piel salada y dolorida. Además, así incluso la más ligera brisa le refrescaría el pecho, la espalda…
Apretó los dientes y se obligó a sí misma a ponerse de nuevo el vestido. La prenda se mostró poco cooperativa, pues no hizo más que enrollarse y retorcerse mientras ella se contoneaba. Por un instante sus pies resbalaron sobre la roca. Se tambaleó, insegura, sin apartar la vista del lodo que cubría él suelo. Entonces cayó sobre la roca y se sujetó con fuerza.
Su corazón le aporreaba las costillas. Oh, deseaba acabar de una vez con esto. Deseaba regresar a casa. Deseaba ver a su madre. Deseaba estar en Minnesota en invierno, cuando podía correr por la calle y dejarse caer sobre la profunda nieve blanca. Recordó el sabor de los copos en la punta de la lengua, la sensación de los cristales de hielo al derretirse en su boca, el suave cosquilleo de la nieve cayendo sobre sus pestañas.
¿Estaba llorando? Le resultaba difícil saberlo, debido al sudor que cubría su rostro y las moscas que se enjambraban en las comisuras de sus ojos.
– Te quiero, mamá -susurró Tina. Apartó de su mente aquel pensamiento, pues sabía que de lo contrario se echaría a llorar.
Dio varias vueltas al sujetador alrededor del asa de la garrafa y, a continuación, la ató a su bolso. El peso dificultaba sus movimientos y el agua parecía estar a punto de derramarse, pues había perdido el tapón, pero tendría que valer. Ya tenía sus provisiones consigo. ¿Ahora qué?
Se puso en pie sobre la roca y volvió a dejarse caer sobre la pared. Sus manos arañaron la superficie, deteniendo su caída. Entonces buscó las enredaderas y encontró seis. Enrolló tres en cada mano, doloridas por el efecto del sol, pero había llegado el momento de sonreír y soportar el dolor.
Tina se deshizo de sus poco prácticos zapatos y respiró hondo por última vez. El sol caía con fuerza sobre su cabeza. El sudor se deslizaba por sus mejillas. Los insectos zumbaban, zumbaban, zumbaban…
Tina tiró de las plantas con ambas manos, a la vez que impulsaba su pie derecho hacia la pared. Arañó con los dedos la resbaladiza superficie en busca de un lugar donde sujetarse, encontró un punto más seco y los hundió en el. Tras contar hasta tres, se impulsó hacia arriba con los brazos y, al instante sintió que las enredaderas cedían. Mientras caía de espaldas, intentó buscar con las piernas su rocoso anaquel. La garrafa de agua oscilaba de un lado a otro, desequilibrándola aún más. No iba a conseguirlo. Iba a caerse en aquel apestoso cieno.
Tina movió desesperada las manos, liberándolas de las enredaderas. Se estrelló de costado contra la roca, giró en un remolino, rodó y se sintió agradecida al advertir que caía de bruces sobre la estable superficie. ¡El agua! ¡El agua! ¡El agua! Sus manos buscaron frenéticas la garrafa, que por arte de magia seguía derecha y contenía su preciada carga.
Volvía a estar en su roca, tenía un poco de agua, estaba a salvo.
Las enredaderas cayeron en el cieno de debajo. Y mientras lo hacían, se fijó en sus extremos. Habían sido cortados a media altura. Entonces aparecía revoloteando una hoja de papel blanco que parecía haber sido arrancada de su lugar de descanso por la turbulencia de arriba.
Tina extendió una cansada mano y sintió que el papel se posaba en su palma.
Lo acercó a los ojos.
Ponía: «El calor mata».
– ¡Hijo de puta! -Tina intentó gritar, pero tenía la garganta demasiada seca y las palabras escaparon por su boca como un simple susurro. Sé humedeció los labios, pero no sirvió de nada. Sintiéndose derrotada, dejó caer la cabeza mientras sus últimas energías abandonaban su cuerpo.
Necesitaba más comida. Necesitaba más agua. Necesitaba descansar de este calor desesperante si deseaba sobrevivir. Y ahora los bichos habían regresado y las moscas amarillas pretendían darse un festín con su sangre…
– No voy a morir aquí -murmuró con decisión, intentando hacer acopio de fuerza de voluntad-. Maldita sea, no voy a hacerlo.
Pero si no podía escalar hasta la boca del foso…
Muy lentamente, los ojos de Tina se posaron en el espeso y resbaladizo barro.