– Una última pregunta -dijo Kimberly-. ¿En el Parque Nacional Shenandoah hay serpientes de cascabel?
York pareció sorprendida.
– Bastantes. ¿Por qué lo pregunta?
– Solo quería saberlo. Supongo que será mejor que me ponga unas botas bien gruesas.
– Cuidado con las rocas -advirtió York-. A las serpientes de cascabel les gusta enrollarse entre sus grietas y recovecos o incluso dormir sobre su superficie caldeada por el sol hasta el anochecer.
– Entendido.
Mac le tendió la mano y York le dedicó una sonrisa deslumbrante, a la vez que arqueaba una vez más la espalda. Kimberly recibió un apretón de manos bastante más tenso. Seguramente, porque no tenía acento sureño ni los músculos de Mac.
Regresaron a la puerta principal. Al otro lado del cristal, el cielo ya había adoptado una ardiente tonalidad azul brillante.
– No ha ido tan bien. -Mac se detuvo junto a la puerta, como si se estuviera preparando para abandonar la comodidad del aire acondicionado y regresar una vez más al calor.
– Al menos tenemos algo por donde empezar -replicó Kimberly, con firmeza-. Todas las señales apuntan al Parque Nacional Shenandoah.
– Sí, a sus treinta y dos mil hectáreas. Pero debemos encontrar a esa muchacha lo antes posible. -Agitó la cabeza, contrariado-. Necesitamos helicópteros. Y equipos de búsqueda y rescate. Y a la Guardia Nacional. Y media docena de perros. Esa pobre mujer…
– Lo sé -dijo Kimberly, en voz baja.
– No es justo. Una víctima secuestrada merece toda la ayuda del mundo. Y en cambio…
– Solo nos va a tener a nosotros.
Mac asintió y las líneas de frustración que cruzaron su bronceado rostro estuvieron a punto de hacer que Kimberly alargara la mano para acariciárselo. Se preguntó a quién le habría sorprendido más aquel contacto no solicitado: ¿a él o a ella?
– Necesitamos provisiones -dijo Mac-. Y después será mejor que nos pongamos en marcha. Nos espera un largo viaje hasta el Shenandoah, sobre todo porque no sabemos adonde vamos.
– Vamos a encontrarla -dijo Kimberly.
– Necesitamos más información. Maldita sea. ¿Por qué no cogí aquella roca?
– Porque eso habría significado cruzar la línea. El forense se había deshecho de la hoja, pero la roca…
– Ya había sido debidamente guardada y etiqueta. Supongo que en estos momentos se encuentra en algún laboratorio criminalista -dijo Mac, con amargura.
– Vamos a encontrarla -repitió Kimberly.
Mac contempló la puerta de cristal en completo silencio. Sus sombríos ojos azules brillaban por la frustración pero, durante un instante, la expresión de su rostro se suavizó.
– Kimberly, la entusiasta -susurró.
– Sí.
– Espero que tengas razón. -Echó un vistazo a su reloj-. Las diez de la mañana -anunció en voz baja, mientras empujaba la pesada puerta-. Caray, empieza a hacer calor.
Tina despertó lentamente y al instante fue consciente de dos cosas: de la intensa sed que tenía -tanta que se le había hinchado la lengua, que parecía de algodón en su boca- y del incesante zumbido que resonaba a su alrededor.
Abrió los ojos, pero no pudo ver nada entre la gruesa maraña de cabellos rubios, que se habían pegado a su rostro empapado en sudor. Apartó los largos mechones, pero solo pudo ver una oscura y confusa neblina. Sin embargo, no tardó en descubrir a qué se debía aquel zumbido.
Se puso en pie de un salto y agitó los brazos, frenética, mientras intentaba sofocar el grito que ascendía por su garganta. Eran mosquitos. Estaba cubierta de la cabeza a los pies por cientos de mosquitos que zumbaban, revoloteaban y le picaban.
Malaria, pensó al instante. O el mosquito que transmite el virus de la encefalitis. O la peste bubónica, por lo que a ella respectaba. Nunca había visto tantos insectos juntos. Revoloteaban alrededor de su cabeza y hundían sus hambrientos aguijones en su piel. Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios.
Sus pies aterrizaron en el barro y sus sandalias de plataforma con ocho centímetros de tacón se hundieron de inmediato en la acuosa marisma. Sintió un pequeño alivio cuando el barro le cubrió los pies, pero entonces cometió el error de bajar la mirada y esta vez gritó con todas su fuerzas. Allí mismo, deslizándose junto a su tobillo, entre el barro, había una larga serpiente negra.
Tina se encaramó con rapidez a la roca en la que había estado recostada. Los mosquitos se apiñaban a su alrededor, hambrientos. Ahora también podía ver a otros cazadores: moscas amarillas, mosquitos zancudos y otras criaturas zumbantes de todo tipo y tamaño. Rodeaban su cabeza y sus hombros, buscando la piel desprotegida de su cuello, las comisuras de su boca y el blanco de sus ojos. Los puntos rojos inflamaban sus orejas, párpados y mejillas, y tenía las piernas cubiertas de manchas coloradas. De algunas de ellas escapaba sangre fresca, cuyo aroma atraía a nuevos mosquitos. Empezó a batir palmas… y al instante empezó a darse palmadas por todo el cuerpo.
– Morid, morid, morid -jadeaba. Y lo hacían. Sus cuerpos regordetes y sobrealimentados reventaban entre sus dedos y las palmas de sus manos se manchaban con su propia sangre. Los mataba por docenas, pero cientos de ellos se apresuraban a ocupar sus puestos y a morder dolorosamente su tierna piel.
Se dio cuenta de que estaba llorando y respiró hondo, intentando llenar de oxígeno sus pulmones. Entonces, en medio de aquel frenesí, ocurrió lo inevitable: su estómago se retorció. Apoyándose sobre manos y rodillas, la joven vomitó por el borde de la roca en el barro que tenía debajo y que olía tan raro.
Agua. Bilis verdosa. El preciado alimento que tanto necesita. Su estómago se contrajo de nuevo y su cabeza desapareció entre sus hombros mientras vomitaba. Los mosquitos aprovecharon aquella oportunidad para enjambrarse sobre sus hombros, codos y pantorrillas. La estaban devorando viva y no podía hacer nada por evitarlo.
Los minutos pasaron. El nudo de su estómago se relajó; las náuseas remitieron y dejaron de constreñir sus entrañas. Temblando, se enderezó de nuevo, echó hacia atrás su larga y sudada melena y sintió nuevos aguijonazos en sus orejas.
Los mosquitos danzaban ante sus ojos, buscando piel que morder. Los apartó zarandeando los brazos, pero sus movimientos eran los de una mujer que es consciente de que no puede vencer al enemigo. Aunque matara a mil insectos, mil más ocuparían su lugar. Oh, Dios…
Le ardía la garganta y la piel le abrasaba. Acercó sus manos temblorosas a su rostro y descubrió que también estaban cubiertas de picaduras coloradas y airadas. Entonces contempló el cielo candente, donde el sol había empezado a brillar con todas sus fuerzas. La jaula del perro había desaparecido y, al parecer, ella había sido arrojada a algún tipo de foso cenagoso, donde se convertiría en alimento para los insectos, las serpientes y Dios sabía qué más.
– La buena noticia -susurró Tina para sus adentros-, es que no parece haber cerca ningún pervertido sexual desquiciado.
Se echó a reír y al instante empezó a llorar. Entonces susurró, con una voz que solo oyeron los mosquitos y las serpientes:
– ¡Lo siento tanto, mamá! ¡Oh, Dios, que alguien me saque pronto de aquí!