Minutos después, el pasaje empezó a estrecharse y el hombre tuvo que avanzar con mayor cautela por aquella aceitosa corriente de agua putrefacta. Aunque le protegían los monos sintéticos, tenía la certeza de que el agua daba lengüetadas a su piel, se abría paso por sus células y se filtraba en sus huesos. Pronto penetraría en su cerebro y entonces no habría esperanza. Cenizas a las cenizas. Polvo al polvo.
El hedor putrefacto de diversas capas de guano de murciélago se combinó ahora con el de la ciénaga rezumante que chapoteaba alrededor de sus manos y rodillas. Un intenso y punzante olor a aguas residuales y residuos inundaba sus fosas nasales. El olor amenazador de la muerte.
Avanzaba lentamente, tanteando su camino a pesar de la linterna. Los murciélagos se asustaban con facilidad y no deseaba que una criatura rabiosa y muerta de pánico revoloteara ante su rostro. Lo mismo sucedía con los mapaches, aunque le sorprendería que alguno de ellos hubiera sobrevivido en este lugar. Sin duda, la mayoría de las criaturas que antaño vivían aquí habían muerto años atrás.
Ahora solo quedaba esta agua putrefacta, que corrompía los muros de piedra caliza a medida que propagaba su lenta e insidiosa muerte.
La tabla se balanceaba a sus espaldas y chocaba de vez en cuando contra su cuerpo. Entonces, cuando el techo ya estaba tan cerca que le obligaba a acercar peligrosamente el rostro a aquella corriente putrefacta, el túnel finalizó, los muros se retiraron y una inmensa caverna se extendió ante él.
El hombre se puso en pie de inmediato, sintiéndose algo avergonzado por su necesidad de levantarse, y respiró hondo varias veces, pues su necesidad de oxígeno se imponía a la aprensión que le causaba aquel hedor. Bajó la mirada y le sorprendió descubrir lo mucho que le temblaban las manos.
Debería ser más fuerte. Debería ser más duro. Pero llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir y empezaba a estar cansado.
Invirtió treinta segundos más en recuperar la compostura y, entonces, se centró en la cuerda que rodeaba su cintura. Ya estaba aquí. Lo peor había quedado atrás y volvía a ser consciente de lo deprisa que avanzaban las agujas del reloj.
Cogió en brazos a la muchacha, la acostó sobre un saliente apartado del oscuro cieno y retiró el sobretodo que protegía su cuerpo. Dejó el bolso junto a su cuerpo. Y también la garrafa de agua.
A doce metros de altura, un conducto de veinte centímetros de diámetro formaba un improvisado tragaluz en el techo. Cuando llegara la luz del día, la joven sería recibida por una estrecha lanza de luz. Suponía que eso le proporcionaría una deportiva oportunidad de sobrevivir.
Volvió a atar la tabla a su cintura y, disponiéndose a abandonar aquel lugar, dedicó una última mirada a la morena.
Estaba tumbada cerca de un pequeño charco de agua. Esa agua no estaba contaminada como la de la corriente. Todavía no. Era agua de lluvia y le permitiría resistir unos días más.
Esa agua se agitaba y ondeaba con la promesa de la vida. Había criaturas que se movían bajo su superficie, negra como el carbón. Criaturas que vivían y respiraban y luchaban. Criaturas que mordían. Criaturas que reptaban. Criaturas a las que no les gustaban los intrusos.
La muchacha empezó a gemir y el hombre se inclinó sobre ella.
– Shhh -le susurró al oído-. Todavía no quieres despertar.
Cuando el agua volvió a agitarse, el hombre dio la espalda a la joven y se marchó.