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– Eso díselo a él, querida. Quiero esa hoja. Y ya que estás aquí, podrías ayudarme a conseguirla.

Ella se apartó de un salto.

– No pienso…

– Lo único que tienes que hacer es distraer a esos guardias. Conversa con ellos, distráelos con esos ojos azules y, en menos de sesenta segundos, yo habré terminado.

Kimberly le miró con el ceño fruncido.

– Tú distraes a los guardias y yo cojo la hoja -replicó.

Él la miró como si fuera ligeramente retrasada.

– Querida -dijo, hablando con voz cansada-, tú eres la chica.

– ¿Y por eso no puedo coger una hoja? -preguntó, alzando la voz sin darse cuenta.

El agente especial volvió a cubrirle la boca con la mano.

– No, pero sin duda posees más atractivo para esos muchachos que yo. -Contempló el sendero arbolado, en la dirección por la que se habían alejado el médico forense y ambos investigadores navales-. Vamos, preciosa. No tenemos el resto de nuestras vidas.

Este tío es un idiota, pensó ella. Y un machista. A pesar de todo asintió. El medico forense había sido negligente al retirar aquella hoja del cabello de la joven, así que lo mejor sería que alguien la recuperara.

Mac señaló a la pareja de guardias y le indicó que quería que los llevara hacia el frente, pues así podría acercarse por detrás.

Treinta segundos después, Kimberly respiró hondo, salió de entre los árboles y empezó a avanzar por el sendero de tierra. Entonces, giró con brusquedad a la izquierda y echó a andar hacia la pareja de guardias.

– Necesito ver el cadáver un momento -dijo, con tono jovial.

– Se encuentra en un área restringida, señora -dijo el primer centinela, con la mirada fija en algún punto situado más allá de su oreja izquierda.

– Oh, estoy segura de ello. -Kimberly hizo un ademán con la mano y siguió caminando.

Sin realizar ningún tipo de esfuerzo, el guardia se movió discretamente hacia la izquierda y le cerró el paso.

– Disculpe -dijo Kimberly, con firmeza-, pero creo que no me ha entendido. Estoy acreditada. Formo parte del caso. Por el amor de Dios, fui la primera oficial que estuvo presente en la escena.

El marine la miró con el ceño fruncido, sin dejarse impresionar. La otra pareja de guardias había empezado a acercarse para ayudar a sus compañeros. Mientras Kimberly les dedicaba una sonrisa enfermizamente dulce, vio que el agente especial McCormack accedía al claro tras ellos.

– Señora, debo pedirle que se marche -dijo el primer centinela.

– ¿Dónde está el registro de la escena del crimen? -preguntó Kimberly-. Tráiganlo y les demostraré que mi nombre aparece en él.

Por primera vez, el marine vaciló. Kimberly no se había equivocado: aquellos tipos eran simples soldados de infantería. No sabían nada sobre procedimientos de investigación ni sobre jurisdicción legal.

– En serio -insistió, acercándose un paso más y haciendo que todos empezaran a impacientarse-. Soy la nueva agente Kimberly Quincy. Esta mañana, aproximadamente a las ocho horas y veintidós minutos, encontré a la víctima y aseguré la escena para el NCIS. Quiero seguir este caso.

Mac ya se encontraba a medio camino del cadáver. Para lo grande que era, se movía con un sigilo sorprendente.

– Señora, esta zona pertenece a los marines y está restringida a los marines. A no ser que venga acompañada por el agente apropiado, no podrá acceder a la escena del crimen.

– ¿Y quién es el agente apropiado?

– Señora…

– Señor, yo encontré a esa muchacha por la mañana. Comprendo que usted tenga que cumplir con su deber, pero no voy a permitir que una pobre chica se quede sola con un puñado de hombres vestidos de camuflaje. Necesita tener cerca a una de las suyas. Es así de simple.

El marine la miró colérico. Era evidente que, en su cabeza, aquellas palabras habían cruzado alguna línea que rozaba la locura. El hombre suspiró y pareció luchar consigo mismo para mostrarse paciente.

Mac ya se encontraba en la zona por la que había revoloteado la hoja antes de posarse en el suelo. Estaba apoyado sobre manos y rodillas y avanzaba con cautela. Por primera vez, Kimberly fue consciente del problema al que se enfrentaban. Había demasiadas hojas secas en el suelo, rojas, amarillas y marrones. ¿De qué color era la que había quedado atrapada en el cabello de la joven? Oh, Dios, ya no lo recordaba.

Los guardias de refuerzo se habían acercado un poco más y tenían las manos en la empuñadura de sus rifles. Kimberly alzó la barbilla y les desafió a disparar.

– Tiene que marcharse -repitió el primer guardia.

– No.

– Señora, o se marcha por sí misma o nos veremos obligados a ayudarla.

Mac ya tenía una hoja en las manos. La sostenía en alto y la observaba con el ceño fruncido. ¿También él se estaba preguntando de qué color era la hoja que llevaba la víctima en el pelo o acaso lo recordaba?

– Pónganme una mano encima y les demandaré por acoso sexual.

El marine pestañeó. Kimberly también lo hizo. La verdades que, en lo que a amenazas se refería, esta era perfecta. Incluso Mac había vuelto la cabeza hacia ella y la miraba impresionado. Al ver que la hoja que sostenía en la mano era verde, Kimberly se relajó. Aquello tenía sentido. Las hojas que había en la escena estaban secas, pues habían caído durante el otoño, así que no cabía duda de que aquella hoja verde había venido con el cadáver. Lo había conseguido. Lo habían conseguido.

Los guardias de refuerzo se habían situado detrás de la primera pareja y ahora, cuatro pares de ojos masculinos la miraban con atención.

– Tiene que marcharse -repitió una vez más el primer marine, con una voz que ya no sonaba tan convincente.

– Solo estoy haciendo lo correcto para ella -replicó Kimberly, en voz baja.

Aquello pareció desarmarle aún más, pues el hombre apartó la mirada y la posó en el camino de tierra. Kimberly advirtió que seguía hablando.

– Yo tenía una hermana, ¿sabe? No era mucho mayor que esa muchacha. Una noche, un tipo la emborrachó, la metió en un coche y lo estrelló contra un poste telefónico. Después huyó y la dejó ahí sola, con la cabeza incrustada en el parabrisas. Pero mi hermana no murió en el acto, ¿sabe? Permaneció viva largo rato. Siempre me he preguntado… ¿Sintió cómo se deslizaba la sangre por su rostro? ¿Fue consciente de lo sola que estaba? Los médicos nunca me lo dijeron, pero me pregunto si lloró, si fue consciente de lo que le estaba ocurriendo. Tiene que ser lo peor del mundo, saber que te estás muriendo y que nadie venga a salvarte. Por supuesto, ustedes no tienen que preocuparse de esas cosas. Son marines, así que siempre acudirá alguien en su ayuda. Sin embargo, las mujeres del mundo no contamos con esa certeza. A mi hermana no la ayudó nadie.

Todos los marines habían agachado la cabeza. Su voz había sonado más dura de lo que había pretendido, de modo que la expresión de su rostro debía de ser terrible.

– Tienen razón -dijo entonces-. Debería marcharme. Regresaré más tarde, cuando hayan regresado los agentes que están al cargo de la investigación.

– Será lo mejor, señora -respondió el marine, que todavía era incapaz de mirarla a los ojos.

– Gracias por su ayuda. -Vaciló y entonces dijo, sin poder evitarlo-: Por favor, cuiden de ella por mí.

Kimberly dio media vuelta apresuradamente y, antes de que le diera tiempo a decir otra estupidez, se alejó por el sendero.

Dos minutos después, sintió la mano de Mac en su brazo. Al ver su expresión sombría supo que había oído sus palabras.

– ¿Has conseguido la hoja? -le preguntó.

– Sí.

– En ese caso, ¿te importaría decirme por qué estás aquí?

– Porque durante todos estos años le he estado esperando -respondió.


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