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Los pasos ya sonaban a escasos centímetros de ella y las luces todavía estaban demasiado lejos. No iba a conseguirlo. Aceptó este hecho con una frialdad que le sorprendió.

El tiempo se ha terminado, Kimberly. Aquí no hay actores, ni pistolas de pintura, ni chalecos antibalas. Entonces se le ocurrió una última estratagema.

Contó los pasos del hombre para calcular el momento en que se le echaría encima y, justo cuando su forma gigantesca se abalanzó sobre ella, se tiró al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos.

Vio el rostro del hombre, tenuemente iluminado por las luces distantes. Tenía los ojos abiertos de par en par y agitaba los brazos con fuerza para intentar detenerse. Entonces, con un último movimiento desesperado, se inclinó hacia la izquierda para mirarla.

Y en ese mismo instante, Kimberly alargó la pierna para hacerle caer de bruces al suelo.

Diez segundos después, le obligó a girarse sobre su espalda, se dejó caer sobre su pecho y apoyó el filo plateado de su cuchillo de caza contra su oscura garganta.

– ¿Quién coño eres? -preguntó.

El hombre se echó a reír.

– ¿Betsy? -dijo Tina, nerviosa. No hubo respuesta-. ¿Bets?

Nada. Y había algo más que no iba bien: no se oía ningún sonido. ¿No debería estar oyendo las puertas del coche abriéndose o cerrándose? ¿O a Betsy resoplando mientras arrastraba la rueda de repuesto hacia el suelo? Debería estar oyendo algún sonido. El de otros coches. El de los grillos. El del viento en los árboles.

Pero no había nada. Absolutamente nada. La noche estaba completa y letalmente muerta.

– No me hace gracia -musitó Tina, con un hilo de voz.

Entonces oyó el sonido de una ramita al romperse. Y al instante siguiente vio su rostro.

Pálido, sombrío y puede que incluso gentil sobre el cuello vuelto de su jersey negro. Con el calor que hace, ¿cómo diablos puede llevar un jersey de cuello alto?, pensó la muchacha.

El hombre alzó un rifle y lo apoyó en su hombro.

Tina dejó de pensar y echó a correr hacia los árboles.

– ¿De qué te ríes? ¡Deja de reírte! ¡Basta ya!

El hombre se reía con tantas fuerzas que los espasmos sacudían su enorme armazón y movían a Kimberly de un lado a otro, como si fuera un barco atrapado entre las olas.

– Me ha derribado una mujer -jadeó, con un inconfundible acento sureño-. Por favor, preciosa… no se lo cuentes nunca a mi hermana.

¿A su hermana? ¿Qué diablos…?

– Ya basta. Te juro que te abriré la garganta si vuelves a mover un solo músculo.

Su tono debió de ser muy serio, pues esta vez dejó de reírse. Así estaba mejor.

– ¿Quién eres? -preguntó, crispada.

– Soy el agente especial Michael McCormack, pero puedes llamarme Mac.

Los ojos de Kimberly se abrieron de par en par, pues tuvo un mal presentimiento.

– ¿Eres del FBI? -susurró. ¡Oh, no! ¡Había derribado a un compañero! ¡Quizá a su futuro jefe! Se preguntó quién sería el encargado de llamar a su padre para decirle: «Estimado Quincy, usted ha sido una estrella entre las estrellas del FBI, pero me temo que su hija es demasiado… rara para nosotros».

– Trabajo para el GBI, para el Departamento de Investigación de Georgia -respondió él-. Soy policía estatal. Siempre hemos sentido cierta debilidad por el FBI, de modo que os hemos copiado los títulos.

– ¡Serás…! -Estaba tan enfadada que fue incapaz de pensar en las palabras correctas, así que le golpeó el hombro con la mano izquierda. Entonces recordó que ya le estaba amenazando con un cuchillo-. Estás en la Academia Nacional -le acusó, con el mismo tono que otros usarían para lanzar veneno.

– Y tú te estás formando para convertirte en agente del FBI.

– ¡Eh, que todavía estoy apretando un cuchillo contra tu garganta!

– Lo sé. -Mientras respondía, se movió ligeramente. ¿Eran imaginaciones suyas o lo había hecho para estar más cómodo debajo de su cuerpo? Mac le miró con el ceño fruncido-. ¿Por qué llevas un cuchillo?

– Porque me quitaron la Glock -replicó, sin pensarlo.

– Por supuesto. -La miró como si fuera una mujer muy sabia y no una paranoica que aspiraba a convertirse en agente federal-. ¿Puedo hacerte una pregunta personal? Hum… ¿Dónde escondes ese cuchillo?

– ¡Córtate un poco! -exclamó sofocada, al sentir que recorría todo su cuerpo con la mirada. Como hacía calor y había estado entrenando al aire libre, llevaba unos pantalones cortos de nailon y una fina camiseta azul que no tapaban demasiado. ¡Por el amor de Dios! No se había vestido para una entrevista de trabajo, sino para practicar deporte. Por otra parte, incluso a ella le sorprendía la cantidad de cosas que podías esconder en la cara interna del muslo.

– ¿Por qué me seguías? -preguntó, hundiendo un poco más la punta del cuchillo en su garganta.

– ¿Y tú por qué corrías?

Kimberly frunció el ceño, apretó los dientes y probó otra táctica.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Vi que había luz y pensé que debía acercarme a echar un vistazo.

– ¡Aja! De modo que no soy la única paranoica.

– Tienes razón. Por lo que parece, los dos somos igual de paranoicos. ¿Cuál es tu excusa? La mía, que no puedo soportar el calor.

– ¡A mí no me pasa nada!

– Vale, me lo creo. Al fin y al cabo, eres tú quien tiene el cuchillo.

El hombre guardó silencio y esperó a que Kimberly hiciera algo…, ¿pero qué se suponía que tenía que hacer? La nueva agente Kimberly Quincy acababa de realizar su primera detención. Por desgracia, había detenido a un agente de la ley que tenía un rango más elevado que el suyo.

Mierda. Maldita sea. Dios, qué cansada estoy.

De repente, el último vestigio de adrenalina que le quedaba se desvaneció y su cuerpo, al que ya había exigido demasiado, se vino abajo. Abandonó su posición sobre el pecho del hombre y permitió que sus doloridas extremidades descansaran sobre la relativa comodidad del césped.

– ¿Un día largo? -preguntó el sureño, sin hacer ningún esfuerzo por levantarse.

– Una vida larga -replicó Kimberly con voz monótona. Al instante se arrepintió de sus palabras.

En completo silencio, Mac McCormack se llevó las manos a la nuca y contempló el firmamento. Kimberly le imitó y solo entonces fue consciente de la claridad del cielo nocturno, del océano de diminutas estrellas cristalinas que brillaban en lo alto. Era una noche hermosa. Probablemente, muchas chicas de su edad salían a pasear en noches como esta, cogidas de la mano de sus novios y riendo cada vez que estos intentaban robarles un beso.

Kimberly no podía imaginar una vida así. Esto era lo que siempre había deseado.

Volvió la cabeza hacia su compañero, que parecía disfrutar del silencio. Tras observarlo detenidamente, calculó que debía de medir más de metro ochenta. Era un tipo bastante grande, aunque no tanto como algunos de sus compañeros ex marines. Sin embargo, tenía pinta de ser fuerte y muy activo. Tenía el cabello oscuro, la piel bronceada y estaba en forma. Se sentía orgullosa de sí misma por haber sido capaz de derribarlo.

– Me has dado un susto de muerte -dijo ella, por fin.

– No era mi intención.

– No deberías haberte acercado con tanto sigilo en la oscuridad.

– Tienes razón.

– ¿Cuánto tiempo llevas en la Academia?

– Llegué en junio. ¿Y tú?

– Esta es mi novena semana. Me quedan siete.

– Te irá bien -replicó.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me has derrotado, ¿no? Aunque te aseguro que es la primera vez que intenta escapar de mí una chica guapa a la que decido perseguir.

– ¡Eres un presuntuoso! -le espetó, enojada.

Él se limitó a soltar una carcajada. El sonido fue profundo y retumbante, como el ronroneo de un gato montés. Kimberly decidió que aquel tipo no le gustaba. Debería levantarse y marcharse, pero le dolía demasiado el cuerpo. Así que siguió contemplando las estrellas.

– Hace calor -dijo entonces.

– Aja.

– Antes has dicho que no te gustaba el calor.

– Aja. -Guardó silencio unos instantes. Entonces, volviendo la cabeza hacia ella, añadió-: El calor mata.

Kimberly tardó un momento en darse cuenta de que estaba hablando en serio.

Las ramas de los árboles arañaban su rostro, los arbustos apresaban sus tobillos y los elevados hierbajos se enredaban en sus sandalias intentando derribarla. Con el corazón en la garganta y resoplando, Tina aceleró sus pasos y empezó a serpentear entre los árboles, esforzándose en no caer.

Tenía la impresión de que aquel tipo no la estaba siguiendo, pues no oía pasos a su espalda ni gritos airados. Era silencioso y sumamente sigiloso. Y por alguna razón, eso la asustaba aún más.

No tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. ¿Por qué la seguía? Le daba miedo averiguarlo. ¿Qué le habría ocurrido a Betsy? Este pensamiento le llenó de dolor.

El aire abrasador le quemaba la garganta y la humedad del ambiente ardía en sus pulmones. Era tarde y, por instinto, había echado a correr colina abajo, en dirección contraria a la carretera. Ahora se dio cuenta de su error. Allí abajo, entre las profundas y oscuras sombras, no encontraría ayuda ni ningún lugar seguro.

Pero si lograba sacarle la suficiente ventaja, quizá podría escapar. Estaba en forma, así que podía encaramarse a un árbol y trepar hasta lo alto. O esconderse en una grieta y hacerse un ovillo tan pequeño que nunca conseguiría encontrarla. O buscar una liana y deslizarse por los aires como Tarzán en una película animada de Disney. La verdad es que le gustaría que todo esto no fuera más que una película. De hecho, en estos momentos le encantaría encontrarse en cualquier otro lugar.

El tronco salió de la nada. Un árbol muerto que posiblemente había sido derribado por un rayo décadas atrás. Tropezó primero con la espinilla y, sin poder reprimir un agudo grito de dolor, cayó de bruces al otro lado, arañándose las manos con un arbusto espinoso. Entonces, su espalda golpeó e1 terreno rocoso y el aliento escapó de su cuerpo.

Las ramas chasquearon débilmente a sus espaldas y oyó unos pasos calmados, controlados, contenidos.

¿Así era como llegaba la muerte? ¿Avanzando lentamente entre los árboles?

La espinilla de Tina palpitaba de dolor y sus pulmones se negaban a respirar. Se puso en pie, tambaleándose, e intentó dar un paso más.

Se oyó un débil silbido en la oscuridad y sintió un dolor breve y punzante. Bajó la mirada y vio que la pluma de un dardo sobresalía de su muslo izquierdo. ¿Qué era eso?

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