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Dejó la caja metálica en su sitio y examinó el resto del contenido: dos rollos de cinta adhesiva de gran resistencia y una bolsa de papel marrón llena de clavos. Junto a la cinta adhesiva y los clavos descansaba un frasco de cristal de hidrato de cloral, un sedante que, gracias a Dios, no había utilizado nunca. Junto al hidrato de cloral había una botella impermeabilizada de agua que había permanecido en el congelador del minibar hasta hacía quince minutos, para que la parte externa se congelara y el contenido se mantuviera frío, pues el Ativan se cristalizaba si no se mantenía refrigerado.

Tocó la botella de nuevo. Estaba helada. Bien. Era la primera vez que utilizaba este sistema y estaba un poco nervioso, pero la botella parecía estar cumpliendo con su cometido. Era una de esas cosas que podías comprar en Wal-Mart por menos de cinco dólares.

El hombre respiró hondo e intentó recordar si necesitaba algo más. Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez y la verdad es que estaba nervioso. Últimamente, las fechas bailaban un poco en su cabeza: recordaba con claridad aquellas cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo, mientras que los acontecimientos del día anterior adquirían un tono borroso y onírico.

Ayer mismo, cuando había llegado a este lugar, los tres años anteriores habían llameado en su mente en tecnicolor y con todo lujo de detalles, pero esta mañana todo había empezado a desvanecerse. Temía esperar demasiado y que los recuerdos se borraran por completo. Temía que desaparecieran en el negro olvido junto al resto de sus pensamientos, pues entonces no podría hacer más que esperar impotente a que algo, lo que fuera, ascendiera hasta la superficie.

Panecillos tostados, galletitas saladas. Y agua. Galones de agua. Muchos.

Los tenía en la furgoneta. Los había comprado el día anterior, también en el Wal-Mart… ¿o había sido en el Kmart? Aquel detalle ya había desaparecido, se había deslizado en las profundidades de un foso. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Ayer. Había comprado cosas. Reservas. En unos grandes almacenes. ¿Acaso importaba en cuál? Había pagado en efectivo, ¿no? ¿Y había quemado la factura?

Por supuesto que sí. La memoria le jugaba malas pasadas, pero eso no era excusa para que se comportara como un estúpido. Su padre siempre se había mostrado firme al respecto. En su opinión, el mundo estaba dirigido por imbéciles que serían incapaces de encontrarse el culo, aunque contaran con la ayuda de una linterna y las dos manos. Sus hijos tenían que ser mejores que ellos. Tenían que ser fuertes. Tenían que mantenerse erguidos. Tenían que aceptar su castigo como hombres.

El hombre dejó de mirar a su alrededor y volvió a pensar en el fuego, en el calor de las llamas…; pero todavía era pronto, de modo que borró de su mente aquel pensamiento y lo envió hacia el vacío, aunque sabía que no permanecería allí demasiado tiempo. Tenía su bolsa de viaje. Tenía su maletín. Y tenía provisiones en la furgoneta. Ya había limpiado la habitación con amoníaco y agua. No había dejado ninguna huella.

Perfecto.

Solo le faltaba recoger una última cosa. Se encontraba en un rincón de la sala, sobre aquella espantosa moqueta de fibra. Era un pequeño acuario rectangular, cubierto por una sábana amarillenta y descolorida.

El hombre se colgó al hombro la correa del petate y después la del maletín, para poder levantar con ambas manos el pesado acuario de cristal. La sábana empezó a resbalar. Del interior de sus amarillentas profundidades llegaba un ominoso cascabeleo.

– Shhh -murmuró-. Todavía no, amor mío. Todavía no.

El hombre avanzó hacia la penumbra de color rojo sangre, hacia el asfixiante y pesado calor. Su cerebro cobró vida y nuevas imágenes aparecieron en su mente. Falda negra, tacones altos, cabello rubio, ojos azules, blusa roja, manos atadas, cabello oscuro, ojos marrones, piernas largas, uñas que arañaban, blancos y destellantes dientes.

El hombre cargó su equipaje en la furgoneta y se sentó al volante. En el último minuto, su errática memoria chisporroteó y se llevó una mano al bolsillo de la camisa. Sí, también llevaba la tarjeta de identificación. La sacó y la inspeccionó por última vez. Era una tarjeta de plástico en la que solo aparecía una palabra, escrita en letras blancas sobre fondo negro: «Visitante».

La giró. Sin lugar a dudas, el dorso de aquella tarjeta de seguridad resultaba mucho más interesante, pues allí ponía: «Propiedad del FBI».

El hombre sujetó la tarjeta al cuello de su camisa. El sol se estaba poniendo. El cielo pasó del rojo al púrpura y, después, al negro.

– El reloj hace tictac -murmuró, poniendo el coche en marcha.


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