Elizabeth estaba sentada al pie de la escalera y miraba por la ventana el jardín delantero. El reloj de pared marcaba las siete menos diez. Ivan nunca había llegado tarde hasta entonces y confió en que estuviera bien. No obstante, en ese momento su enojo superaba en bastantes grados su preocupación por él. La conducta de Ivan el sábado por la noche le daba pie a pensar que su ausencia se debía más a la falta de interés que al juego sucio. La víspera había pasado el día entero pensando en Ivan, en que no conocía a sus amigos, a su familia o a sus compañeros del trabajo, pensando en la ausencia de contacto sexual y, a altas horas de la noche, mientras pugnaba por conciliar el sueño, se dio cuenta de qué era lo que había estado intentando ocultarse a sí misma. Creyó saber cuál era el problema: o bien Ivan ya estaba comprometido en una relación o no quería iniciar una.
Ella había hecho caso omiso de las recurrentes dudas que la habían asaltado. Resultaba insólito que Elizabeth no hiciera planes, que no supiera el porvenir de una relación. Por consiguiente, aquel cambio tan radical la agobiaba. A ella le gustaban la estabilidad y la rutina, cosas de las que Ivan carecía. Bueno, ahora estaba segura de que lo suyo no saldría bien, mientras, sentada en la escalera, aguardaba la llegada de un espíritu libre, tal como hacía su padre. Y nunca comentaba sus temores con Ivan. ¿Por qué? Porque cuando estaba con él hasta el más pequeño temor se disipaba. Ivan aparecía de improviso, la cogía de la mano y la conducía a otro emocionante capítulo de su vida, y aunque en ocasiones ella se sentía renuente a seguirlo, a menudo aprensiva, con él nunca estaba nerviosa. Era cuando estaba sin él, en momentos como ahora, cuando lo ponía todo en tela de juicio.
Resolvió de inmediato que iba a distanciarse de él. Aquella noche hablaría con él de una vez por todas. Eran como el agua y el aceite; la vida de Elizabeth estaba llena de conflictos y, por lo que ella sabía, Ivan corría como alma que lleva el diablo con tal de evitarlos. Mientras los segundos pasaban señalando que el retraso de su amigo era ya de cincuenta y un minutos, Elizabeth se dijo que después de todo quizá no necesitara tener aquella conversación con él. Seguía sentada al pie de la escalera con sus nuevos pantalones y blusa informales color crema, un tono que nunca se habría puesto antes, y se sintió idiota. Idiota por escucharle, por creerle, por no interpretar las señales correctamente y, lo que era peor, por enamorarse de él.
Aunque el enojo tapaba su pena, lo último que estaba dispuesta a hacer era quedarse sola en casa y permitir que ésta aflorara. Elizabeth era experta en esos lances.
Cogió el teléfono y marcó.
– Hola, Benjamin, soy Elizabeth -dijo bastante deprisa, para no darse tiempo a dar marcha atrás-. ¿Te apetecería que saliéramos esta noche a tomar ese sushi que tenemos pendiente?
– ¿Dónde estamos? -preguntó Ivan mientras caminaba por una calle adoquinada y poco alumbrada de una zona deprimida de Dublín. Los charcos abundaban en el suelo irregular de un barrio que consistía mayormente en almacenes y naves industriales. Una casa de ladrillos rojos se erguía solitaria en medio de esos edificios.
– Esa casa se ve rara, tan aislada -comentó Ivan-. Un poco solitaria y como fuera de lugar.
– Ahí es a donde vamos -dijo Opal-. El dueño de esa vivienda se negó a vender su propiedad a las empresas vecinas. Se quedó aquí mientras los nuevos locales salían como setas.
Ivan miró la vieja casa.
– Apuesto a que le ofrecieron un buen pico. Seguramente habría podido comprar una mansión en las colinas de Hollywood con lo que le pagaban. -Se fijó en las salpicaduras que su zapatilla roja Converse causó al pisar un charco-. He decidido que los adoquines son mi pavimento favorito.
Opal sonrió y después emitió una leve carcajada.
– Ay, Ivan, es tan fácil quererte… Lo sabes, ¿verdad? -Siguió caminando sin aguardar una respuesta. Tanto mejor, ya que Ivan no lo sabía de cierto.
– ¿Qué estamos haciendo? -preguntó por enésima vez desde que habían salido de la oficina. Se hallaban frente a la casa, al otro lado de la calle, e Ivan reparó en que Opal observaba la vivienda.
– Aguardar -contestó Opal con calma-. ¿Qué hora es?
Ivan consultó su reloj de pulsera.
– Elizabeth se enfadará mucho conmigo. -Suspiró-. Acaban de dar las siete.
Justo entonces se abrió la puerta principal de la casa de ladrillo. Un anciano se apoyó contra la jamba de la puerta, como si ésta hiciera las veces de muleta. Se asomó al exterior y miró tan a lo lejos que daba la impresión de estar contemplando el pasado.
– Ven conmigo -dijo Opal a Ivan. Cruzó la calle y entró en la casa.
– Opal -dijo Ivan entre dientes-, no puedo entrar así como así en casa de un desconocido.
Pero Opal ya había desaparecido en el interior. Ivan se apresuró a cruzar la calle y se detuvo en el umbral.
– Esto…, hola, soy Ivan -saludó tendiendo la mano.
Las manos del anciano siguieron aferradas a ambos lados de la puerta; sus ojos llorosos miraban fijamente al frente.
– Bien -dijo Ivan con torpeza retirando la mano-. Con su permiso, Opal me espera.
El hombre no pestañeó e Ivan entró. La casa olía a viejo. Olía como si una persona de edad viviera allí con muebles viejos, una radio y un reloj de pared. El tictac del reloj era lo más ruidoso en el edificio silencioso. El sonido y el olor del tiempo constituían la esencia de la casa, una larga vida vivida escuchando aquel tictac.
Ivan encontró a Opal en la sala de estar; contemplaba el sinfín de fotografías enmarcadas que llenaban todas las superficies de la habitación.
– Esto está casi tan revuelto como tu despacho -bromeó él-. Anda, dime ya qué está pasando.
Opal se volvió hacia él y sonrió con tristeza.
– Antes te he dicho que comprendía lo que sentías.
– Sí.
– Te he dicho que sabía qué se sentía al estar enamorado.
Ivan asintió con la cabeza.
Opal suspiró y volvió a cogerse las manos, casi como si se preparara para recibir la noticia ella misma.
– Bien, pues éste es el hogar del hombre de quien me enamoré.
– Vaya -dijo Ivan en voz baja.
– Sigo viniendo aquí a diario -explicó Opal recorriendo la sala con la vista.
– ¿Y a él no le importa que nos entrometamos así?
Opal esbozó una sonrisa.
– Es el hombre de quien me enamoré, Ivan.
Ivan se quedó boquiabierto. La puerta principal se cerró. El ruido de unos pasos se fue acercando a ellos haciendo crujir las tablas del entarimado.
– ¡Imposible! -dijo Ivan en voz baja-. ¿El anciano? Pero si es muy viejo… ¡Debe de tener por lo menos ochenta años! -susurró impresionado.
El anciano entró en la sala. Una tos perruna le hizo parar en seco y su menguado cuerpo se estremeció. Hizo una pequeña mueca de dolor y poco a poco, apoyando las manos en los brazos del sillón, tomó asiento.
Ivan miraba alternativamente al anciano y a Opal con una expresión indignada que no conseguía disimular.
– No puede verte ni oírte. Somos invisibles para él -dijo Opal en voz alta. Su frase siguiente cambió la vida de Ivan para siempre. Dieciocho simples palabras que le había oído pronunciar a diario aunque nunca en aquel orden. Opal se aclaró la garganta y la voz le tembló levemente al decir por encima del tictac del reloj-: Recuerda, Ivan, que hace cuarenta años, cuando nos conocimos, él no era viejo. Era como ahora soy yo.
Opal observó cómo el rostro de Ivan mostraba muchas emociones distintas en cuestión de segundos. La confusión y el asombro iniciales dieron paso a la incredulidad y la compasión, y a renglón seguido, en cuanto aplicó las palabras de Opal a su propia situación, apareció el desespero. Arrugó el semblante y palideció, y Opal corrió a su lado para sostenerle al ver que se tambaleaba. Ivan se agarró a ella con fuerza.
– Eso es lo que he estado intentando decirte, Ivan -susurró Opal-. Tú y Elizabeth podéis vivir juntos perfectamente felices en vuestro propio nido sin que nadie se entere, pero te olvidas de que ella celebrará su cumpleaños cada año y tú no.
Ivan comenzó a temblar y Opal estrechó su abrazo.
– ¡Ay, Ivan, de verdad, cuánto lo siento! -dijo-. ¡Cuánto, cuánto lo siento!
Lo meció durante largo rato mientras Ivan no dejaba de llorar.
– Lo conocí en circunstancias muy semejantes a las tuyas con Elizabeth -explicó Opal al cabo de unos minutos, cuando Ivan se hubo serenado.
Estaban sentados en unas butacas de la sala de estar de Geoffrey, el amor de Opal. Él seguía ocupando en silencio su sillón junto a la ventana, mirando a su alrededor, y de vez en cuando le daban unos espantosos ataques de tos que hacían que Opal corriera a su lado con ademán protector.
Mientras relataba su historia Opal retorcía un pañuelo entre las manos, tenía los ojos y las mejillas húmedos y las trenzas de rastafari le caían sobre el rostro.
– Cometí todos y cada uno de los errores que tú has cometido -dijo sorbiendo por la nariz y obligándose a sonreír-, e incluso cometí el que ibas a cometer esta noche.
Ivan tragó saliva.
– Tenía cuarenta años cuando le conocí, Ivan, y permanecimos juntos durante veinte años, hasta que la situación resultó demasiado complicada.
Ivan abrió los ojos y la esperanza volvió a llenarle el corazón.
– No, Ivan. -Opal negó apenada con la cabeza, aunque fue la debilidad de su voz lo que le convenció. De haber hablado con firmeza, Ivan habría respondido del mismo modo, pero aquella voz puso de relieve el dolor de Opal-. No te saldría bien.
No necesitó añadir nada más.
– Parece haber viajado un montón -observó Ivan echando un vistazo a las fotos. Geoffrey delante de la Torre Eiffel, Geoffrey delante de la Torre Inclinada de Pisa, Geoffrey tumbado en la arena dorada de una playa de un país lejano, sonriente y rebosante de salud y felicidad, con edades distintas en cada foto-. Al menos consiguió salir adelante de un modo u otro y tuvo el ánimo de hacer todos estos viajes solo -añadió con una sonrisa alentadora.
Opal le miró confundida.
– Pero yo estaba allí con él, Ivan -dijo Opal arrugando un poco la frente.
– Ah, qué bien. -Ivan estaba sorprendido-. ¿Hiciste tú las fotos?
– No. -Se le demudó el semblante-. Yo también salgo en las fotos. ¿No puedes verme?
Ivan negó lentamente con la cabeza.