Elizabeth sacó su equipaje del maletero del taxi y lo arrastró hasta el vestíbulo de salidas y llegadas del aeropuerto de Farranfore. Suspiró aliviada. Ahora sí que sentía que se iba a casa. Después de pasar sólo un mes en Nueva York encontraba que allí encajaba mucho más de lo que jamás había encajado en Baile na gCroíthe. Estaba comenzando a hacer amigos y, más importante aún, estaba comenzando a desear hacer nuevos amigos.
– Al menos el avión saldrá a la hora prevista -dijo Mark situándose en la breve cola de facturación.
Elizabeth le sonrió y apoyó la frente contra su pecho.
– Necesitaré otras vacaciones para recuperarme de éstas -bromeó cansada.
Mark se rió entre dientes, la besó en lo alto de la cabeza y le acarició los oscuros cabellos.
– ¿Llamas vacaciones a venir a casa a visitar a nuestras familias? Vayámonos a Hawai cuando regresemos.
Elizabeth levantó la cabeza y enarcó una ceja.
– Por supuesto, Mark, puedes anunciárselo tú mismo a mi jefe. Sabes de sobra que tengo que reincorporarme a ese proyecto de inmediato.
Mark estudió su expresión decidida.
– Deberías realizarlo por tu cuenta.
Elizabeth puso los ojos en blanco y volvió a apoyar la frente contra el pecho de Mark.
– No me vengas otra vez con ésas -dijo con la voz amortiguada por el grueso abrigo de lana de Mark.
– Sólo te pido que me escuches. -Mark le levantó el mentón con el dedo índice-. Trabajas de sol a sol, rara vez te tomas tiempo libre y siempre vas estresada. ¿Para qué?
Elizabeth abrió la boca para contestar.
– ¿Para qué? -repitió Mark sin darle tiempo a hablar.
Elizabeth volvió a abrir la boca para contestar, pero él se le adelantó.
– Bueno, visto que eres tan reacia a contestar -sonrió- te diré para qué. Para otras personas. Así ellos se llevan todo el mérito. Tú haces todo el trabajo, ellos se llevan todo el mérito.
– Perdona -replicó Elizabeth medio en broma-, pero como sabes de sobra es un trabajo extremadamente bien pagado y, al paso que voy, el año que viene por estas fechas, si decidimos quedarnos en Nueva York, podré permitirme comprar esa casa que vimos…
– Queridísima Elizabeth -interrumpió Mark-, al paso que vas, el año que viene por estas fechas ya habrán vendido esa casa y en su lugar habrá un rascacielos o un bar tremendamente moderno que no servirá alcohol o un restaurante que no servirá comida «sólo para ser diferente» -dijo indicando las comillas con los dedos, cosa que hizo reír a Elizabeth-. Y sin duda lo pintarás todo de blanco, pondrás luces fluorescentes en el suelo y te negarás a comprar muebles por si acaso abarrotan el espacio -añadió tomándole el pelo-. Y otras personas se llevarán todo el mérito. -La miró con fingida indignación-. Figúrate. Esa tela en blanco es tuya, de nadie más, y no deberían arrebatártela. Quiero poder llevar a mis amigos allí y decir, «mirad, esto lo ha hecho Elizabeth. Tardó tres meses en hacerlo, no hay más que paredes blancas y ningún asiento, pero estoy orgulloso de ella. ¿Verdad que lo ha hecho bien?».
Elizabeth se reía tanto que tuvo que sujetarse el estómago.
– Nunca permitiré que derriben esa casa. Sea como fuere, gano un montón de dinero en este trabajo -explicó.
– Es la segunda vez que mencionas el dinero. Pero, si a los dos nos va bien, ¿para qué necesitas todo ese dinero? -preguntó Mark.
– Para cuando lleguen las vacas flacas -dijo Elizabeth. Su risa se fue extinguiendo y su sonrisa desvaneciendo mientras sus pensamientos derivaban hacia Saoirse y su padre. Vacas muy flacas, desde luego.
– Menos mal que ya no vivimos aquí, entonces -dijo Mark sin reparar en su expresión al estar mirando por la ventana-, o estarías arruinada.
Elizabeth miró a su vez por la ventana el día lluvioso y fue incapaz de reprimir la sensación de que aquella semana había sido una absoluta pérdida de tiempo. Tampoco era que hubiese esperado exactamente un comité de bienvenida y banderitas colgadas en los escaparates de las tiendas, pero ni Saoirse ni su padre habían demostrado el más mínimo interés en que estuviera en casa o dejara de estarlo, como tampoco en lo que había hecho durante su ausencia. Aunque no había regresado para referirles cómo era su nueva vida en Nueva York; había regresado para averiguar cómo se las arreglaban ellos.
Su padre seguía sin dirigirle la palabra por haberse marchado de casa abandonándolo. En su momento, trabajar unos cuantos meses seguidos en distintos condados había parecido el peor de los pecados, pero que ahora hubiese abandonado el país ya rayaba en pecado mortal. Antes de marcharse Elizabeth lo había dispuesto todo para asegurarse de que ambos estarían atendidos. Para su gran decepción, Saoirse había dejado de estudiar el año anterior y Elizabeth había tenido que buscarle su octavo empleo en dos meses, colocándola como responsable de reponer los productos en los estantes del supermercado del pueblo. También había acordado con un vecino que la acompañaría en coche dos veces al mes a ver a su consejero. Para Elizabeth esa parte era mucho más importante que el trabajo, aunque le constaba que Saoirse sólo había aceptado acudir a esas visitas porque le brindaban la oportunidad de escapar de su jaula dos veces al mes. Llegado el improbable caso de que Saoirse alguna vez decidiera hablar sobre cómo se sentía, al menos allí habría alguien dispuesto a escucharla.
Al llegar, Elizabeth no vio ni rastro de la asistenta que había contratado para su padre. Encontró la granja desordenada, polvorienta, maloliente y húmeda, y después de pasar dos días fregando se dio por vencida al darse cuenta de que ningún producto de limpieza devolvería el brillo a la casa. Cuando su madre se fue, se llevó el brillo con ella.
Saoirse se había mudado de la granja a una casa con un grupo de desconocidos con quienes había trabado amistad estando de acampada en un festival de música. Al parecer, lo único que hacían era sentarse en corro junto a la torre cercana al pueblo, tumbarse en la hierba con sus melenas y barbas, rasguear la guitarra y cantar canciones sobre el suicidio.
Elizabeth sólo había conseguido pescar a su hermana dos veces durante su estancia. El primer encuentro fue muy breve. El día de la llegada de Elizabeth ésta recibió una llamada de la única tienda de ropa femenina de Baile na gCroíthe. Tenían retenida a Saoirse tras haberla sorprendido robando camisetas. Elizabeth se personó en el establecimiento, se deshizo en disculpas, pagó las camisetas y en cuanto salieron a la calle Saoirse enfiló de nuevo hacia las colinas. La segunda vez que se encontraron duró sólo lo justo para que Elizabeth prestara un poco de dinero a Saoirse y quedara para almorzar con ella al día siguiente, almuerzo que Elizabeth terminó tomando sola. Al menos la alegró constatar que Saoirse por fin había engordado un poco. Tenía la cara más llena y su ropa no parecía que colgara de sus huesos como antaño. Tal vez vivir sola le estuviera haciendo bien.
Noviembre en Baile na gCroíthe era un mes solitario. Los jóvenes del lugar estaban fuera estudiando en el instituto y la universidad, los turistas estaban en su casa o visitando otros países, las tiendas estaban vacías y silenciosas, unas cerradas y las demás haciendo lo posible para ir tirando. El pueblo se veía gris, frío y lóbrego, pues aún no habían crecido las flores que alegrarían las calles. Era como un pueblo fantasma. Pero Elizabeth estaba contenta de haber regresado. A su reducida familia quizá le importase un comino que estuviera en casa o no, pero así supo con absoluta certeza que no podía pasarse la vida preocupada por ellos.
Mark y Elizabeth avanzaron con la cola. Sólo tenían una persona delante y entonces ya serían libres. Libres de coger su vuelo a Dublín para desde allí proseguir hasta Nueva York.
El teléfono de Elizabeth sonó y el estómago se le encogió instintivamente.
Mark se volvió de inmediato.
– No contestes.
Elizabeth sacó el teléfono del bolso y miró el número.
– No contestes, Elizabeth -insistió él con voz firme y seria.
– Es un número irlandés.
Elizabeth se mordió el labio.
– No lo hagas -dijo Mark con ternura.
– Pero puede que haya ocurrido al…
El teléfono dejó de sonar. Mark sonrió aliviado.
– Bien hecho.
Elizabeth sonrió débilmente y Mark se volvió de cara al mostrador de facturación. Dio un paso al frente para acercarse al mostrador y al hacerlo volvió a sonar el teléfono.
Era el mismo número.
Mark estaba hablando con la mujer de detrás del mostrador, tan simpático y encantador como de costumbre. Elizabeth estrujó el teléfono con la mano mirando el número de la pantalla hasta que desapareció y el aparato dejó de sonar; después emitió un par de pitidos anunciando un mensaje de voz.
– Elizabeth, esta señorita necesita tu pasaporte -dijo Mark dándose la vuelta. Se le demudó el semblante.
– Sólo estoy escuchando los mensajes -dijo Elizabeth enseguida, y se puso a revolver el bolso en busca de su pasaporte, con el teléfono pegado a la oreja.
– Hola, Elizabeth, soy Mary Flaherty. Llamo desde la sala de maternidad del Hospital de Killerney. Tu hermana Saoirse ha ingresado con dolores de parto. Es un mes antes de lo previsto, como sabrás, así que Saoirse ha querido que te llamáramos para hacértelo saber por si querías estar aquí con ella…
Elizabeth no oyó el resto. Se quedó allí clavada. ¿Dolores de parto? ¿Saoirse? Si ni siquiera estaba embarazada. Volvió a poner el mensaje pensando que quizá fuese un número equivocado, haciendo caso omiso de las súplicas de Mark para que le diera el pasaporte.
– Elizabeth -dijo Mark en voz alta interrumpiendo sus pensamientos-, el pasaporte. Estás haciendo esperar a todo el mundo.
Elizabeth se volvió y la saludó una fila de rostros enojados.
– Lo siento -susurró pasmada, temblando de la cabeza a los pies.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Mark, de cuyo semblante se desvanecía el enojo para dar paso a la preocupación.
– Disculpe -llamó la empleada de facturación-. ¿Va a coger este vuelo? -preguntó con tanta educación como pudo.
– Pues… -Elizabeth, presa de la confusión, se frotó los ojos y miró alternativamente la tarjeta de embarque de encima del mostrador y el rostro de Mark-. No, no, no puedo. -Dio un paso atrás y salió de la cola-. Lo siento. -Se volvió hacia los pocos pasajeros que formaban la cola y éstos la miraron con menos severidad-. Lo siento mucho. -Miró a Mark, que seguía en la cola mostrándose muy… muy decepcionado. No decepcionado porque no fuera a viajar con él, sino decepcionado con ella.