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– No, si te gusta el pollo es una razón de peso -respondió Ivan con sinceridad-. El pollo es con mucho mi plato favorito -agregó sonriendo.

Elizabeth asintió con la cabeza tratando de aguantarse la risa.

– Bueno, desde luego mi carne de ave favorita.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Elizabeth rompió a reír otra vez. Sin duda Luke había copiado algunas de sus frases.

– ¿Qué pasa?

Ivan sonrió de oreja a oreja mostrando una dentadura blanca y reluciente.

– Eres tú -dijo Elizabeth tratando de serenarse y controlar la risa. No podía creer que estuviera comportándose de aquel modo con un perfecto desconocido.

– ¿Qué pasa conmigo?

– Eres divertido.

Elizabeth sonrió.

– Eres preciosa -dijo Ivan con calma y ella volvió a mirarle sorprendida.

Se ruborizó. ¿Cómo se atrevía a decirle algo semejante? Hubo otro silencio por parte de ella mientras se preguntaba si tenía que ofenderse o no. La gente no acostumbraba hacer tales comentarios a Elizabeth. No sabía cómo se suponía que debía reaccionar.

Miró de reojo a Ivan y la intrigó ver que no se mostraba en absoluto perplejo ni avergonzado. Como si para él fuese normal decir esas cosas. Para un hombre como él seguramente lo era, pensó con cinismo. Un seductor, eso era lo que era. Aunque por más que lo mirara con forzado desdén, en realidad no conseguía creérselo. Aquel hombre no sabía nada acerca de ella, la había conocido hacía escasos diez minutos, le había dicho que era preciosa y sin embargo seguía sentado en su sala de estar como si fuese su mejor amigo, inspeccionando la habitación como si fuese el lugar más interesante que había visto en su vida. Era de natural muy afable, resultaba muy fácil hablar con él y escucharle, y a pesar de haberle dicho que era guapa sentada allí con su ropa vieja, los ojos enrojecidos y el pelo grasoso, lo cierto era que no la incomodaba lo más mínimo. Cuanto más se prolongaba el silencio más claro tuvo que simplemente le había hecho un cumplido.

– Gracias, Ivan -dijo Elizabeth educadamente.

– Gracias a ti.

– ¿Por qué?

– Has dicho que yo era divertido.

– Ah, sí. Bueno…, de nada.

– No suelen hacerte cumplidos, ¿verdad?

Elizabeth tendría que haberse levantado en aquel preciso instante y ordenarle que saliera de su sala de estar por ser tan entrometido, sin embargo no lo hizo porque por más que pensara que técnicamente, según sus propias reglas, debería sentirse molesta, la verdad era que no lo estaba. Suspiró.

– No, Ivan, más bien no.

Él le sonrió.

– Bueno, pues que éste sea el primero de muchos.

La miró fijamente y a Elizabeth comenzaron a temblarle los párpados por haberle sostenido la mirada tanto rato.

– ¿Sam duerme contigo esta noche?

Ivan puso los ojos en blanco.

– Espero que no. Para ser un crío de sólo seis años, no te imaginas cómo ronca.

Elizabeth sonrió.

– Seis años son bastantes a… -Se interrumpió y tomó un trago de café.

Ivan enarcó las cejas.

– ¿Cómo dices?

– Nada -masculló Elizabeth. Mientras Ivan seguía estudiando la habitación Elizabeth le echó otro vistazo por el rabillo del ojo. Le costaba calcular qué edad tenía. Era alto y musculoso, viril pero con un encanto juvenil. Estaba confundida. Decidió salir de dudas.

– Ivan, hay algo que me tiene confundida.

Tomó aliento para hacer la pregunta.

– Pues no lo estés. Nunca estés confundida.

Curiosamente, Elizabeth frunció el ceño y sonrió a la vez. Hasta su propio rostro estaba confundido ante semejante declaración.

– De acuerdo -dijo despacio-. ¿Te importa que te pregunte qué edad tienes?

– No -contestó Ivan alegremente-. No me importa lo más mínimo.

Silencio.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien qué?

– ¿Qué edad tienes?

Ivan sonrió.

– Digamos que una persona me ha dicho que tengo la misma edad que tú.

Elizabeth se rió. Ya lo había supuesto. Obviamente Ivan no se había librado de los comentarios poco sutiles de Luke.

– Los niños te mantienen joven, Elizabeth. -Su voz se volvió seria, sus ojos profundos y meditabundos-. Mi trabajo consiste en cuidar de los niños, ayudarlos a crecer y brindarles apoyo.

– ¿Eres asistente social? -preguntó Elizabeth.

Ivan lo meditó.

– Puedes llamarme asistente social, amigo íntimo profesional, consejero… -Extendió las manos y se encogió de hombros-. Los niños son quienes saben exactamente lo que está ocurriendo en el mundo, ¿sabes? Ven más cosas que los adultos, creen en más cosas, son sinceros y siempre te harán saber a qué debes atenerte, cuál es tu posición.

Elizabeth asintió con la cabeza. Saltaba a la vista que Ivan adoraba su trabajo, como padre y como asistente social.

– Resulta muy interesante, ¿sabes? -Él volvió a inclinarse hacia delante-. Los niños aprenden muchísimo más deprisa que los adultos. ¿Adivinas por qué?

Elizabeth supuso que existía alguna explicación científica, pero negó con la cabeza.

– Porque no tienen prejuicios. Porque desean saber y desean aprender. Los adultos… -negó tristemente con la cabeza- piensan que lo saben todo. Crecen y olvidan fácilmente y en vez de abrir la mente y desarrollarla, eligen qué deben creer y qué no. No es posible elegir esa clase de cosas: o crees o no crees. Por eso su aprendizaje es más lento. Son más cínicos, pierden la fe y sólo desean saber las cosas que los ayudarán a seguir adelante día tras día. No les interesan los extras. Pero, Elizabeth… -agregó en un audible susurro, con los ojos muy abiertos y chispeantes, y Elizabeth se estremeció al tiempo que se le ponía la piel de gallina. Tenía la impresión de que estaba contándole el secreto más grande del mundo. Acercó la cabeza a la de Ivan-. Son esos extras los que hacen la vida.

– ¿Que hacen la vida qué? -susurró Elizabeth.

Ivan sonrió.

– Que hacen la vida.

Elizabeth tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

– ¿Eso es todo?

Ivan volvió a sonreír.

– ¿Qué quieres decir con que si eso es todo? ¿Qué puedes conseguir mejor que la vida, qué más le puedes pedir a la vida? La vida es el regalo. La vida lo es todo. Y no la habrás vivido como es debido hasta que creas.

– ¿Hasta que crea en qué?

Ivan puso los ojos en blanco y sonrió.

– Bueno, Elizabeth, ya lo irás viendo.

Elizabeth quería más extras de esos de los que le estaba hablando. Quería la chispa y el entusiasmo de la vida, quería soltar globos en un campo de cebada y llenar una habitación con pastelillos de color rosa. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas y el corazón le palpitó en el pecho ante la idea de romper a llorar delante de él. Pero no tendría que haberse apurado, ya que él se puso de pie lentamente.

– Elizabeth -dijo Ivan con delicadeza-, ahora tengo que dejarte. Ha sido un placer pasar este rato contigo.

Le tendió la mano.

Cuando Elizabeth tendió la suya para tocar su suave piel, él la asió con ternura y la apretó hipnóticamente. Elizabeth no pudo articular palabra debido al nudo que se le había hecho en la garganta.

– Buena suerte con tu reunión de mañana -añadió Ivan sonriendo alentadoramente. Y dicho eso salió de la sala de estar. Luke cerró la puerta principal a sus espaldas después de gritar «¡Adiós, Sam!» a pleno pulmón y luego, muerto de risa, subió la escalera haciendo retumbar los escalones.

Entrada la noche Elizabeth estaba tumbada en la cama con la cabeza caliente, la nariz tapada y los ojos escocidos de tanto llorar. Abrazó la almohada y se acurrucó debajo del edredón. Las cortinas descorridas dejaban que la luna pintara una senda de luz azul plateada a través de su dormitorio. Miró por la ventana la misma luna que había contemplado de niña, las mismas estrellas a las que había pedido deseos y de súbito cayó en la cuenta.

A Ivan no le había dicho ni una palabra acerca de su reunión del día siguiente.


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