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Capítulo 1

Me hice amigo íntimo de Luke un viernes por la mañana. Eran las nueve y cuarto, para ser exactos, y si sé con exactitud qué hora era es porque lo comprobé en mi reloj de pulsera. Ignoro por qué lo hice ya que no tenía que estar en ninguna parte a una hora concreta. Pero creo que existe un motivo para todo lo que ocurre, así que quizá sólo comprobé qué hora era para poder contaros mi historia como es debido. Los detalles son importantes en las narraciones, ¿no?

Me alegró conocer a Luke esa mañana porque estaba un poco alicaído después de haber tenido que separarme de mi antiguo mejor amigo, Barry. Ya no podía seguir viéndome. Aunque en realidad no importa porque ahora está más contento y eso es lo que cuenta, me figuro. Tener que olvidar a mis amigos íntimos forma parte de mi trabajo. No se trata de la mejor parte, pero soy de los que creen que todo tiene un lado positivo, de modo que, tal como lo veo, si no tuviera que abandonar a mis amigos íntimos no podría hacer nuevos amigos. Y hacer amigos nuevos es, con mucho, mi parte favorita. Seguramente por eso me dieron este trabajo.

Enseguida hablaremos sobre mi trabajo, pero antes me gustaría contaros cómo fue la mañana en que conocí a mi amigo íntimo Luke.

Cerré la verja del jardín delantero de Barry a mis espaldas y comencé a caminar, y sin ningún motivo concreto tomé la primera a la izquierda, luego a la derecha, de nuevo a la izquierda, seguí recto un rato, volví a girar a la derecha y terminé junto a una urbanización de viviendas de alquiler subvencionadas por el ayuntamiento que se llama Fucsia Lane. Debieron de ponerle ese nombre por las fucsias que crecen por doquier. Crecen silvestres, aquí. Perdón, cuando digo «aquí» me refiero a una población que se llama Baile na gCroíthe sita en el condado de Kerry. Eso está en Irlanda.

En un momento dado Baile na gCroíthe pasó a conocerse en inglés como Hartstown, pero traducido literalmente del irlandés significa Ciudad de los Corazones. Lo cual me suena mucho mejor. Me alegró encontrarme de nuevo en el mismo lugar; hice unos cuantos trabajos por aquí cuando empecé en esto pero no había regresado en años. Mi trabajo me lleva por todo el país, a veces incluso al extranjero cuando mis amigos se me llevan fuera de vacaciones, cosa que demuestra una vez más que, esté donde esté, uno siempre necesita tener un amigo íntimo.

El pasaje de Fucsia Lane tenía doce casas, seis a cada lado, y todas eran distintas. Esa calle sin salida era un hervidero de febril actividad. Era viernes por la mañana, recuerdo, corría el mes de junio, hacía un sol radiante y todo el mundo estaba de buen humor. Bueno, todo el mundo no.

Había un montón de niños por la calle, unos yendo en bicicleta, otros persiguiéndose, jugando al tejo, a la rayuela y a muchas otras cosas. Se oían sus chillidos de alegría y sus risas. Supongo que además les alegraba estar de vacaciones. Pero, por más que parecieran verdaderamente simpáticos y tal, no me sentía atraído por ellos. El caso es que no puedo hacerme amigo de cualquiera. No es eso en lo que consiste mi trabajo.

Un hombre segaba el césped en su jardín delantero y una mujer que llevaba unos guantes mugrientos y enormes se ocupaba de un parterre. Había un delicioso aroma a hierba recién cortada y el ruido que hacía la mujer al cortar con las tijeras, limpiando y podando, era como música que flotara en el aire. En el jardín siguiente un hombre silbaba una canción para mí desconocida mientras apuntaba la manguera del jardín hacia su coche y observaba cómo la espuma de jabón se deslizaba por el costado revelando el nuevo brillo de la carrocería. De vez en cuando se daba la vuelta de repente y lanzaba el chorro de agua hacia dos niñas vestidas con trajes de baño a rayas amarillas y negras. Parecían dos abejorros. Me encantaba oírlas reír tan a gusto.

En el jardín siguiente un niño y una niña jugaban a la rayuela. Los observé un rato, pero ninguno de los dos respondió a mi muestra de interés, de modo que seguí adelante. Pasé frente a los niños que jugaban en los distintos jardines, pero ninguno de ellos me vio ni me invitó a jugar. Junto a mí pasaban zumbando chicos montados en bicicleta y monopatín, y también cochecitos de control remoto, todos ajenos a mi presencia. Estaba comenzando a preguntarme si no habría sido un error ir a Fucsia Lane, cosa que resultaba bastante desconcertante puesto que por lo general se me daba muy bien elegir lugares y allí había un montón de niños. Me senté en la cerca de la última casa y me puse a pensar en qué cruce podía haberme confundido.

Al cabo de unos minutos llegué a la conclusión de que a pesar de todo estaba en la zona indicada. Rara vez giro por donde no toca. Me di la vuelta para ponerme de cara a la casa que tenía a mis espaldas. No había actividad en aquel jardín, de modo que me acomodé y estudié el edificio. Tenía dos plantas y un garaje con un coche caro aparcado fuera que relucía al sol. Una placa en la cerca justo debajo de mí decía «Casa Fucsia», y el chalé tenía una fucsia en flor que trepaba por la pared, se aferraba a los ladrillos pardos de encima de la puerta principal y llegaba hasta el mismísimo tejado. Hacía muy bonito. Partes de la casa eran de ladrillo pardo y otras habían sido pintadas de color miel. Tenía ventanas cuadradas y también redondas. Desde luego, era un edificio fuera de lo común. La puerta principal era de color fucsia y tenía dos montantes alargados de vidrio esmerilado en la parte superior, una enorme aldaba de latón y un buzón en la parte baja; parecían dos ojos, una nariz y una boca que me estuvieran sonriendo. Saludé con la mano y sonreí por si acaso. Bueno, uno no puede estar seguro de nada en los tiempos que corren.

Mientras estudiaba el rostro de la puerta principal, un niño salió corriendo por ella y la cerró con un soberano portazo. Llevaba un gran coche rojo de bomberos en la mano derecha y un coche patrulla en la mano izquierda. Me encantan los coches rojos de bomberos; son mis favoritos. El niño saltó el escalón de la entrada y corrió al césped, donde aterrizó patinando sobre las rodillas. Se manchó de hierba las perneras de los pantalones del chándal negro, cosa que me hizo reír. Las manchas de hierba son muy divertidas porque no se van por más que se laven. Mi antiguo amigo Barry y yo patinábamos en los prados siempre que teníamos ocasión. Bueno, el chiquillo se puso a hacer chocar el coche de bomberos contra el de policía emitiendo ruidos con la boca. Se le daban bien los ruidos. Barry y yo también solíamos hacer eso. Resulta divertido fingir que haces cosas que normalmente no ocurren en la vida real.

El niño estrelló el coche de bomberos contra el patrullero, y el jefe de bomberos, que iba enganchado a la escalera a un lado del camión, salió despedido. Reí a carcajadas y el niño levantó la vista.

En realidad me miró. Justo a los ojos.

– Hola -dije y carraspeé nervioso cambiando el peso de un pie al otro. Llevaba mis zapatillas Converse azules favoritas, que aún tenían manchas de hierba en las punteras blancas de goma de cuando Barry y yo fuimos a patinar. Comencé a frotar una puntera de goma contra la valla de ladrillos del jardín tratando de limpiarla mientras pensaba qué iba a decir a continuación. Aunque hacer amigos es lo que más me gusta del mundo, eso no quita que me ponga un poco nervioso. Siempre cabe la espantosa posibilidad de que no le caiga bien a la gente y eso me da un canguelo que para qué. Hasta ahora he tenido suerte, pero sería de tontos suponer que siempre va a ser así.

– Hola -contestó el niño poniendo al bombero de nuevo en la escalera.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté golpeando con el pie la pared que tenía delante y restregando la puntera de goma. Las manchas de hierba se resistían a desaparecer.

El niño me estudió un rato, me miró de arriba abajo como si tratara de decidir si era digno de que me dijera su nombre o no. Ésa es la parte de mi trabajo que más aborrezco. Es un mal trago querer hacerte amigo de alguien que no quiere ser amigo tuyo. A veces ocurre, aunque al final siempre cambian de parecer porque, lo sepan o no, desean mi compañía.

El niño tenía el pelo de un rubio casi blanco y grandes ojos azules. Su cara me sonaba por haberla visto en alguna parte, pero no recordaba dónde.

Por fin habló.

– Me llamo Luke. ¿Y tú?

Hundí las manos en los bolsillos y me concentré en patear la cerca del jardín con el pie derecho. Estaba consiguiendo que unos trozos de ladrillo se desprendieran y cayeran al suelo. Sin mirarle dije:

– Ivan.

– Hola, Ivan -sonrió. Le faltaban los dientes de delante.

– Hola, Luke -sonreí a mi vez. Yo conservaba todos mis dientes-. Me gusta tu coche de bomberos. Mi mej… mi antiguo mejor amigo Barry tenía uno igual que éste y jugábamos con él sin parar. Aunque no creo que los coches de bomberos sirvan para gran cosa porque éste al pasar por el fuego se derrite -expliqué sin sacarme las manos de los bolsillos, con lo cual los hombros me subieron hasta las orejas. Así encorvado se amortiguaba el sonido, de modo que saqué las manos de los bolsillos para oír lo que Luke estaba diciendo.

Luke se revolcaba por la hierba, muerto de risa.

– ¿Hiciste que tu coche de bomberos atravesara un peligroso fuego?-chilló.

– Bueno, los coches de bomberos están hechos para el fuego, ¿no? -repuse a la defensiva.

Luke se tumbó boca arriba, pateó el aire desternillándose de risa y gritó:

– ¡No, tontina! ¡Los coches de bomberos sirven para apagar el fuego!

Reflexioné un rato sobre eso.

– Hummm. Mira, voy a decirte lo que apaga los fuegos, Luke -expliqué con total naturalidad-: el agua.

Luke se dio unos golpecitos en la sien, exclamó «¡Ahí va!», hizo girar los ojos y volvió a desplomarse sobre la hierba.

Me eché a reír. Luke era la mar de divertido.

– ¿Quieres jugar conmigo? -Luke enarcó las cejas para subrayar la pregunta.

Sonreí de oreja a oreja.

– Pues claro, Luke. ¡Jugar es lo que más me gusta! -Y salté la valla del jardín para reunirme con él en el césped.

– ¿Qué edad tienes? -Me miró con recelo-. Pareces de la misma edad que mi tía -frunció el ceño-. Y a mi tía no le gusta jugar con el coche de bomberos.

Me encogí de hombros.

– Bueno, pues será que tu tía es una asos vieja y aburrida.

– ¡Una asos! -chilló Luke con regocijo-. ¿Qué es una asos?

– Alguien que es sosa -dije arrugando la nariz y diciendo la palabra como si fuera una enfermedad.

Me gustaba decir las palabras al revés; era como inventar mi propio lenguaje.

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