El corazón de Elizabeth latía ruidosamente en su pecho mientras, calzada con otro par de zapatos, recorría de punta a punta el parquet de arce del alargado vestíbulo de su hogar. Con el teléfono bien apretado entre la oreja y el hombro, su mente era un remolino de pensamientos mientras oía el estridente tono de llamada.
Dejó de caminar el rato suficiente para contemplar su reflejo en el espejo. Sus ojos castaños se abrieron horrorizados. Rara vez se permitía presentar un aspecto tan desaliñado. Tan descontrolado. Unos cuantos mechones de cabello color chocolate se habían escapado del apretado moño francés, de tal modo que parecía que hubiese metido los dedos en un enchufe. El rimel se había alojado en las arrugas de debajo de los ojos; el pintalabios se había desvanecido dejando sólo el trazo del perfilador color ciruela a modo de marco, y la base de maquillaje se pegaba a las partes secas de su piel olivácea. ¿Qué había sido de su impecable aspecto habitual? Eso hizo que el corazón le latiera aún más deprisa y que su pánico se hiciera mayor.
«Respira, Elizabeth, concéntrate en respirar», se dijo a sí misma. Se atusó el pelo alborotado con mano temblorosa, colocando en su sitio los mechones rebeldes. Se limpió los restos de rimel con un dedo mojado, apretó los labios, se alisó la chaqueta del traje y carraspeó. Sólo se trataba de una momentánea pérdida de concentración por su parte, eso era todo. No volvería a ocurrir. Se pasó el teléfono a la oreja izquierda y reparó en la marca que el pendiente Claddagh le había dejado en el cuello.
Por fin contestó alguien y Elizabeth dio la espalda al espejo y se enderezó. Vuelta al trabajo.
– Comisaría de la Garda de Baile na gCroíthe, dígame.
Elizabeth hizo una mueca al reconocer la voz del teléfono.
– Hola, Marie, soy Elizabeth… otra vez. Saoirse se ha llevado el coche… -hizo una pausa- otra vez.
Se oyó un suspiro amable al otro lado de la línea.
– ¿Cuánto hace de eso, Elizabeth?
Elizabeth se sentó en el primer escalón y se dispuso a contestar las preguntas de costumbre. Cerró los ojos sólo para descansar la vista un momento, pero el alivio de apartar de sí todo lo demás la incitó a mantenerlos cerrados.
– Apenas cinco minutos.
– Bien. ¿Dijo adonde iba?
– A la luna -contestó Elizabeth con toda naturalidad.
– ¿Cómo dices? -preguntó Marie.
– Lo has oído bien. Ha dicho que se iba a la luna -agregó Elizabeth con firmeza-. Por lo visto la gente de allí la entenderá.
– La luna -repitió Marie.
– Sí -contestó Elizabeth un tanto irritada-. Quizá podríais empezar a buscar por la autopista. Me figuro que si me dirigiera a la luna pensaría que es el camino más rápido para llegar allá, ¿tú no? Aunque no estoy del todo segura de qué salida tomaría. La que quede más al norte, digo yo. Tal vez se esté dirigiendo hacia el nordeste, hacia Dublín, o, quién sabe, lo mismo va camino de Cork; a lo mejor tienen un avión listo para llevársela de este planeta. En cualquier caso, yo avisaría a las patrullas de la autop…
– Cálmate, Elizabeth; sabes de sobra que tengo que hacerte estas preguntas.
– Es verdad.
Elizabeth procuró volver a serenarse. En aquel preciso instante debería estar en la importante reunión que tenía programada; era importante para ella, importante para su negocio de diseño de interiores. La canguro de Luke cuidaba de él en sustitución de su anterior niñera, Edith. Ésta había emprendido pocas semanas atrás el viaje de tres meses alrededor del mundo con el que venía amenazando a Elizabeth desde hacía seis años, dejando a la joven e inexperta canguro expuesta a la inconstancia y los cambios de humor de Saoirse. Saoirse había llamado a su hermana al trabajo, presa del pánico… otra vez. Y Elizabeth había tenido que dejar de hacer todo lo que estaba haciendo… otra vez. Y salir pitando hacia casa… otra vez. Aunque no debería sorprenderle que aquello hubiese ocurrido… otra vez. No obstante, le sorprendía que Edith, antes de realizar ese viaje a Australia, hubiera seguido acudiendo puntual al trabajo cada día. Durante seis años Edith había ayudado a Elizabeth a cuidar de Luke, seis años de drama, y aun así, después de tantos años de lealtad, Elizabeth esperaba a diario una llamada suya o una carta de dimisión. Ser la niñera de Luke traía aparejado un montón de problemas. Aunque no muchos más que el hecho de ser su madre adoptiva.
– Elizabeth, ¿estás ahí?
– Sí. -Abrió los ojos de golpe. Se estaba desconcentrando-. Perdona, ¿qué decías?
– Te he preguntado qué coche se ha llevado.
– El mismo de siempre, Marie. El mismo puñetero coche que la semana pasada y que la semana anterior y la anterior a ésa -espetó Elizabeth.
Marie se mantuvo firme.
– ¿De qué marca…?
– BMW -soltó Elizabeth-. El mismo puñetero BMW 330 Cabriolet negro. Cuatro ruedas, dos puertas, un volante, dos retrovisores, luces y…
– No marees la perdiz -interrumpió Marie-. ¿En qué estado se encontraba?
– Reluciente. Acababa de lavarlo -replicó con descaro Elizabeth.
– Estupendo, ¿y en qué estado iba Saoirse?
– En el de costumbre.
– Borracha.
– Exacto.
Elizabeth se levantó y cruzó el vestíbulo hacia la cocina, su refugio siempre soleado. Los tacones resonaban con fuerza contra el suelo de mármol en aquella habitación desnuda de techo alto. Todo estaba en su sitio. El resplandor del sol a través de los cristales del invernadero templaba el ambiente. Elizabeth entornó los ojos cansados ante tanto brillo. La cocina inmaculada relucía, las encimeras de granito negro centelleaban, la grifería y otros accesorios cromados reflejaban el día radiante. Un paraíso de acero inoxidable y nogal. Fue directa a la máquina de café expreso. Su salvadora. Necesitada de una inyección de vida en su cuerpo agotado, abrió el aparador de la cocina y sacó una tacita beis de café. Antes de cerrar el armario giró un tazón para que el asa quedara hacia el lado correcto, igual que todas las demás. Abrió el cajón ancho de la cubertería de acero, vio un cuchillo en el compartimiento de los tenedores, lo puso en su sitio, cogió una cuchara y volvió a cerrar el cajón.
Por el rabillo del ojo percibió el paño de cocina colgado de cualquier manera en el tirador del horno. Arrojó al office el paño arrugado, sacó uno limpio del pulcro montón que guardaba en el armario, lo dobló exactamente por la mitad y lo dispuso con primor en el tirador del horno. Cada cosa tenía su sitio.
– Bueno, no he cambiado la matrícula durante la última semana, o sea que sí, sigo teniendo el mismo número -contestó con aburrimiento a otra de las absurdas preguntas de Marie. Puso la taza humeante de expreso encima de un posavasos para proteger la mesa de cristal de la cocina. Se alisó los pantalones, se quitó una pelusa de la chaqueta, se sentó en el invernadero y contempló su jardín largo y estrecho y las ondulantes colinas de más allá que se perdían en el infinito. Cuarenta tonos de verde, dorado y marrón.
Inspiró el rico aroma de su expreso humeante y se tranquilizó de inmediato. Imaginó a su hermana recorriendo a toda velocidad las colinas con la capota del descapotable bajada, los brazos en alto, los ojos cerrados, la melena llameante al viento, creyéndose libre. Saoirse significaba libertad en irlandés. El nombre lo había elegido su madre en un último intento desesperado para que los deberes maternos que tanto aborrecía parecieran menos un castigo. Su deseo fue que su segunda hija la librara de las ataduras del matrimonio, la maternidad, la responsabilidad…, la realidad.
Su madre contaba sólo dieciséis años cuando conoció a su padre. Ella estaba de paso en el pueblo, viajando con un grupo de poetas, músicos y soñadores, y entabló conversación con Brendan Egan, un granjero, en el pub. Éste le llevaba doce años y quedó prendado de su misteriosa personalidad y su carácter desenvuelto. Ella se sintió halagada. De modo que se casaron. A los dos años de matrimonio tuvieron su primera hija, Elizabeth. Pero resultó que su madre era indomable y se fue adueñando de ella una creciente frustración por saberse retenida en un pueblo aletargado, rodeado de montes, que en un principio ella sólo había querido atravesar. Un bebé llorón y las noches en vela la fueron enajenando de su entorno. Los sueños de libertad personal se confundían con la realidad y comenzó a ausentarse durante varios días seguidos. Salía de exploración para descubrir sitios nuevos y conocer a otras personas.
A los doce años de edad Elizabeth cuidaba de sí misma y de su silencioso y amargado padre, y no preguntaba cuándo volvería a casa su madre porque en el fondo de su corazón sabía que tarde o temprano regresaría con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, hablando sin tregua sobre el mundo y todo lo que éste tenía que ofrecer. Entraría flotando en sus vidas como una brisa fresca en verano, trayendo consigo entusiasmo y esperanza. Elizabeth se sentaría a los pies de la cama de su madre para escuchar encandilada el relato de sus aventuras. Este ambiente sólo se prolongaría unos pocos días hasta que su madre de súbito se cansase de referir historias en vez de vivirlas.
A menudo traía recuerdos como conchas, piedras, hojas. Elizabeth recordaba un jarrón de hierbas recién cortadas que solía ocupar el centro de la mesa del comedor como si fueran las plantas más exóticas de toda la creación. Si preguntaba a su madre sobre el campo de donde habían sido arrancadas, su madre le guiñaba el ojo y le daba un toque en la punta de la nariz prometiendo a Elizabeth que algún día lo entendería. Su padre guardaba silencio en su sillón junto a la chimenea, leyendo el periódico, pero sin pasar nunca la página. Estaba tan perdido como su esposa en el mundo de las palabras de ésta.
Cuando Elizabeth contaba doce años su madre volvió a quedarse embarazada y, pese a ponerle el nombre de Saoirse a la recién nacida, aquella criatura no le brindó la libertad que ella tanto ansiaba. Por eso emprendió otra expedición. Y no regresó. Su padre, Brendan, no manifestó el menor interés por la vida en ciernes que le había arrebatado a su esposa, de modo que aguardó a su mujer en silencio sentado en su sillón junto al fuego, leyendo el periódico sin pasar nunca la página. Durante años. Para siempre. El corazón de Elizabeth no tardó en cansarse de esperar el regreso de su madre y así fue como Saoirse pasó a ser responsabilidad de su hermana mayor.
Saoirse había heredado los rasgos celtas de su padre, pelo rubio rojizo y piel clara, mientras que Elizabeth era el vivo retrato de su madre. Piel olivácea, cabellos marrón chocolate, ojos casi negros; rasgos que ambas llevaban en la sangre desde la influencia española de cientos de años atrás. Elizabeth cada día se parecía más a su madre y era consciente de la desazón que eso causaba en su padre. Llegó a odiarse a sí misma por ello, y además de esforzarse por entablar conversación con su padre, aún puso mayor ahínco en demostrarle a él y también a sí misma que no tenía nada que ver con su madre: que sabía lo que era la lealtad.