Elizabeth tenía trece años y se estaba empezando a adaptar a sus primeras semanas de enseñanza secundaria. Eso significaba que tenía que viajar más allá del pueblo para ir al instituto, de modo que se levantaba y salía más temprano que todos los demás por la mañana y, como las clases terminaban tarde, regresaba a casa cuando ya había oscurecido. Pasaba muy poco tiempo con la pequeña Saoirse, que contaba a la sazón once meses. A diferencia del autocar de la escuela primaria, el autocar del instituto paraba al final de la larga carretera que conducía a la granja, dejándola sola ante la caminata hasta la puerta de casa, donde nunca la aguardaba nadie para recibirla. Era invierno y las mañanas y atardeceres oscuros extendían su manto de terciopelo negro sobre el campo. Elizabeth, por tercera vez aquella semana, había recorrido el camino a pie bajo la lluvia y el viento, con la falda del uniforme arremolinándose en torno a sus piernas mientras la cartera, cargada de libros, le encorvaba la espalda.
Ahora estaba sentada en pijama junto al fuego intentando entrar en calor, con un ojo puesto en los deberes y el otro en Saoirse, que gateaba por el suelo metiéndose cuanto quedara al alcance de sus regordetas manos en la boca babeante. Su padre, en la cocina, calentaba su estofado casero de verduras una vez más. Era lo que comían a diario. Gachas para desayunar, estofado para la cena. De vez en cuando tomaban un grueso bistec de ternera o algún pescado fresco que su padre hubiese capturado ese día. A Elizabeth le encantaban esos días.
Saoirse gorjeaba y babeaba agitando las manos en derredor y observando a Elizabeth, contenta de ver a su hermana mayor en casa. Elizabeth le sonreía y hacía ruidos alentadores antes de volver a concentrarse en los deberes. Usando el sofá como punto de apoyo, Saoirse se puso de pie tal como llevaba haciendo durante las últimas semanas. Poco a poco avanzó hacia un lado, yendo adelante y atrás, adelante y atrás antes de dar media vuelta hacia Elizabeth.
– Venga, Saoirse, puedes hacerlo.
Elizabeth soltó el lápiz y fijó la atención en su hermanita. Desde hacía unos días Saoirse cada tarde intentaba cruzar la habitación caminando hasta su hermana, pero acababa desplomándose sobre su trasero almohadillado. Elizabeth estaba decidida a estar presente cuando por fin diera aquel salto adelante. Quería inventar una canción y un baile sobre aquel momento, tal como su madre habría hecho si no se hubiese marchado.
Saoirse soltaba el aire por la boca formando burbujas en sus labios y chapurreaba en su misterioso lenguaje.
– Sí -asentía Elizabeth-, ven con Elizabeth. Le tendió los brazos.
Muy despacio, Saoirse se soltó y con una mirada resuelta en su rostro comenzó a dar unos pasos. Avanzaba inexorablemente mientras Elizabeth contenía el aliento esforzándose por no gritar de entusiasmo por miedo a hacerle perder el equilibrio. Saoirse sostuvo la mirada de Elizabeth todo el trayecto. Elizabeth nunca olvidaría aquella mirada en los ojos de su hermana bebé, cargada de determinación. Finalmente alcanzó a Elizabeth y ésta la tomó en brazos y se puso a bailar de aquí para allá cubriéndola de besos mientras Saoirse reía y hacía más burbujas.
– ¡Papá, papá! -llamó Elizabeth.
– ¿Qué? -gritó su padre, malhumorado.
– ¡Ven aquí, corre! -instó Elizabeth ayudando a Saoirse a aplaudirse a sí misma.
Brendan se asomó a la puerta torciendo el gesto con preocupación.
– ¡Saoirse ha caminado, papá! ¡Mira, hazlo otra vez, Saoirse; camina para que te vea papá!
Puso a su hermana en el suelo y la alentó a repetir la proeza.
Brendan resopló.
– Jesús, pensaba que era algo importante. Creía que te pasaba algo malo. Deja de fastidiarme con chorradas.
Le dio la espalda y regresó a la cocina.
Cuando Saoirse levantó la vista durante su segundo intento por mostrar a su familia lo lista que era y vio que su papá se había marchado, puso cara de disgusto y enseguida dio con el trasero en el suelo otra vez.
Elizabeth había estado en el trabajo el día que Luke aprendió a caminar. Edith la había llamado en medio de una reunión y ella no pudo ponerse al teléfono, de modo que sólo se enteró cuando llegó a casa. Al recordarlo, cayó en la cuenta de que había reaccionado de forma muy similar a su padre y, una vez más, se odió por ello. Como adulta podía comprender la reacción de su padre. No era que no estuviera orgulloso o que no le importase, era sólo que le importaba demasiado. Primero caminan, luego se largan.
La idea alentadora era que si Elizabeth había conseguido ayudar a su hermana a caminar una vez, seguramente podría ayudarla a hacer pie una segunda vez.
Elizabeth se despertó sobresaltada, muerta de frío y miedo después de una pesadilla. La luna había finalizado su turno en aquella parte del mundo y se había desplazado dejándole sitio al sol. El sol contemplaba a Elizabeth con aire paternal sin quitarle el ojo de encima mientras ésta dormía. El haz de luz azul plateada que atravesaba la cama había sido reemplazado por un reguero amarillo. Eran las cuatro y treinta y cinco y Elizabeth se sintió bien despierta de inmediato. Se apoyó en los codos. Tenía medio edredón caído al suelo y el otro medio hecho un lío entre las piernas. Había dormido de manera irregular con sueños que empezaban antes de concluir los anteriores, solapándose unos con otros, creando una estrambótica sucesión de rostros, lugares y palabras aleatorios. Estaba agotada.
Echó un vistazo al dormitorio y la irritación se apoderó de su ser. Aunque había hecho la limpieza en la casa de arriba abajo hasta dejarla reluciente dos días atrás, sintió la urgente necesidad de volver a hacerlo. Había cosas fuera de sitio que le llamaban la atención por el rabillo del ojo. Se frotó la nariz, que estaba comenzando a picarle ante tanta contrariedad y apartó de un tirón la ropa de encima de la cama.
Se puso a ordenar todo de inmediato. Tenía un total de doce almohadones que disponer en la cama, seis filas de dos consistentes en almohadas convencionales seguidas por otras oblongas y redondas en la parte de delante. Todas eran de texturas diferentes, abarcando desde la piel de conejo a la gamuza, en distintas tonalidades de crema, beis y café. Una vez satisfecha con la cama comprobó que sus prendas de vestir estuvieran colgadas en el orden correcto, con los tonos más oscuros a la izquierda y los claros a la derecha, aunque su guardarropa tenía muy poco colorido. Ponerse el más ligero toque de color le daba la impresión de ir por la calle envuelta en destellos de neón. Aspiró el suelo, quitó el polvo y sacó brillo a los espejos, enderezó las tres toallas de mano del cuarto de baño, tarea que la entretuvo varios minutos hasta alinear a la perfección las rayas que las cruzaban. Los grifos refulgían y no dejó de fregar febrilmente las baldosas hasta que logró ver su reflejo en ellas. A las seis y media había terminado la sala de estar y la cocina y, algo menos inquieta, salió al jardín, donde se sentó con una taza de café a repasar sus diseños para preparar la reunión de aquella mañana. En total había dormido solamente tres horas aquella noche.
Benjamin West puso los ojos en blanco e hizo rechinar los dientes un poco contrariado mientras su jefe iba de un lado al otro del Portakabin, [2] despotricando con su marcadísimo acento de Nueva York.
– Mira, Benji, estoy…
– Benjamin -interrumpió Benjamin.
– … más que harto -prosiguió sin hacerle el menor caso- de oír la misma mierda en boca de todos. Todos esos diseñadores son iguales. Quieren esto contemporáneo y aquello minimalista. ¡Me tienen hasta las pelotas con el art d é co, Benji!
– Me llam…
– Vamos a ver. ¿Con cuántas empresas de ésas nos hemos reunido hasta ahora?
Dejó de caminar y miró a Benjamin. Benjamin hojeó su agenda.
– Em… Con ocho, sin contar a la mujer que tuvo que marcharse de improviso el viernes, Elizabeth…
– No importa -interrumpió el jefe-, es igual que el resto.
La descartó con un gesto desdeñoso de la mano y dio media vuelta para mirar por la ventana hacia el edificio en construcción. Su delgada trenza gris osciló con su cabeza.
– Bueno, tenemos otra reunión con ella dentro de media hora -dijo Benjamin echando un vistazo a su reloj de pulsera.
– Cancélala. Me importa un bledo lo que tenga que contarnos. Es tan mojigata como los demás. ¿Cuántos hoteles hemos construido juntos, Benji?
Benjamin suspiró.
– Me llamo Benjamin y hemos trabajado juntos un montón de veces, Vincent.
– Un montón -asintió Vincent para sí-. Justamente lo que pensaba. ¿Y en cuántos hemos tenido unas vistas tan buenas como en éste?
Tendió la mano para mostrar el panorama que ofrecía la ventana. Benjamin se dio la vuelta en la silla, indiferente, y a duras penas logró ver más allá del ruido y el caos de la obra. Iban con retraso. Sin duda era una vista bonita, pero habría preferido mirar por aquella ventana y contemplar un hotel terminado, no una sucesión de verdes colinas y lagos. Ya llevaba dos meses en Irlanda y según lo previsto el hotel debía estar terminado en agosto, al cabo de tres meses. Nacido en Haxton, Colorado, pero residente en Nueva York, creía haber escapado hacía mucho a la sensación de claustrofobia que sólo se daba en las poblaciones pequeñas. Al parecer no era así.
– ¿Y bien?
Vincent había encendido un puro y lo chupaba con deleite.
– Es una vista fantástica -dijo Benjamin en un tono aburrido.
– Es una vista de puta madre, joder, y no pienso permitir que un interiorista cursilón y pretencioso venga aquí y haga que esto parezca un hotel urbano cualquiera como los que hemos hecho a millones.
– ¿Qué tienes en mente, Vincent?
Lo único que Benjamin había estado oyendo a lo largo de los dos últimos meses era lo que Vincent no quería que hicieran con «su» hotel.
Vincent, enfundado en un traje gris brillante, fue con paso decidido hasta su maletín, sacó una carpeta y la lanzó a la mesa delante de Benjamin.
– Mira estos recortes de periódicos. Este lugar es una puñetera mina de oro, quiero lo mismo que quieren ellos. La gente no quiere un hotel del montón; ha de ser romántico, divertido, artístico, nada que ver con la asepsia hospitalaria de lo que llaman moderno. Si la próxima persona que entre en esta habitación tiene las mismas ideas de mierda, yo mismo me encargaré de diseñar este maldito lugar.