Elizabeth miraba fijamente la pared desnuda, sin enlucir y con salpicaduras de cemento seco. Se sentía perdida. La pared no le estaba diciendo nada. Eran las nueve de la mañana, y la obra ya estaba invadida por hombres con casco, vaqueros caídos, camisas a cuadros y botas de montaña. Parecían un ejército de hormigas mientras iban de aquí para allá cargando a hombros toda clase de materiales. Sus exclamaciones, risas, canciones y silbidos resonaban en el armazón de cemento que era el hotel vacío de lo alto de la colina, todavía pendiente de ser llenado con ideas surgidas de la cabeza de Elizabeth. Los ruidos retumbaban como truenos por los corredores hasta llegar a lo que sería la zona reservada para los niños.
Por el momento sólo era una pálida lona blanqueada que al cabo de unas pocas semanas estaría llena de niños retozando en la sala recreativa, mientras que fuera de sus límites habría un remanso de paz. Elizabeth se dijo que quizá tendría que haber insonorizado las paredes. No tenía ni idea de qué debería añadir a aquellas paredes para que las caritas de los niños se iluminaran con una sonrisa cuando entraran allí nerviosos y disgustados al verse separados de sus padres. Sabía cuanto había que saber sobre canapés, pantallas de plasma, suelos de mármol y maderas de cualquier clase. Se le daba bien lo chic, lo funky y lo sofisticado y también tenía mano con los salones que irradiaban esplendor y grandeza. Pero ninguna de esas cosas emocionaría a un niño, y ella se sabía capaz de aportar algo más que los consabidos juegos de construcción, rompecabezas y sacos de alubias.
Era consciente de que tenía todo el derecho de contratar a un muralista, pedir a los pintores de la obra que se ocuparan de las paredes y hasta de solicitarle un pequeño consejo a Poppy, pero Elizabeth disfrutaba haciendo las cosas personalmente. Le gustaba abstraerse en su trabajo y no quería tener que pedir ayuda a nadie. Desde su punto de vista, pasarle el pincel a otro constituía una señal de derrota.
Elizabeth alineó diez botes de colores primarios en el suelo, abrió las tapas y dejó junto a ellos los pinceles. Extendió una sábana blanca sobre el suelo y, tras asegurarse de que los vaqueros que sólo se ponía como ropa de trabajo no tocarían en ningún momento el suelo, se sentó con las piernas cruzadas en medio de la habitación y se puso a mirar la pared. Pero todo lo que se le ocurría era que no podía pensar en otra cosa que no fuera Saoirse. Saoirse, que ocupaba en su mente cada segundo de cada día.
Al cabo se preguntó cuánto tiempo llevaba sentada allí. Recordaba vagamente haber visto a una serie de obreros que entraban y salían de la habitación, recogían sus herramientas, y observaban desconcertados cómo miraba la pared desnuda. Tuvo la sensación de estar padeciendo un bloqueo de escritor en versión diseñador de interiores. No le acudirían ideas, no podría crear imágenes y, así como la tinta se seca en la pluma, la pintura no fluiría de sus pinceles. Tenía la cabeza llena de… nada. Era como si sus pensamientos se reflejaran en aquella sosa pared recién enyesada que probablemente estuviera pensando las mismas cosas que ella.
Notó una presencia a sus espaldas y se dio media vuelta. Benjamín estaba en el umbral.
– Perdón, habría llamado, pero -levantó las manos- no hay puerta.
Elizabeth le dedicó una sonrisa de bienvenida.
– ¿Admirando mi trabajo?
– ¿Usted ha hecho esto? -Elizabeth se volvió de nuevo de cara a la pared.
– Creo que es mi mejor trabajo -afirmó Benjamin. Y ambos la contemplaron en silencio.
Elizabeth suspiró.
– No me está diciendo nada.
– Ah. -Benjamin dio un paso hacia el interior de la habitación-. No se figura lo difícil que resulta crear una obra de arte que no diga nada de nada. Siempre hay alguien que tiene alguna clase de interpretación, pero con esto… -se encogió de hombros-, nada. Sin comentarios.
– Un signo de verdadero genio, señor West.
– Benjamin -le guiñó el ojo-. No paro de pedirle por favor que me llame Benjamin; hace que parezca mi profesor de matemáticas.
– De acuerdo, usted puede seguir llamándome señorita Egan.
Cuando Elizabeth se volvió de nuevo hacia la pared, él alcanzó a ver de refilón, por la contracción de su mejilla, que la joven sonreía.
– ¿Cree que existe alguna posibilidad de que a los niños les guste esta habitación tal como está? -preguntó esperanzada.
– Hummm -pensó Benjamin en voz alta-, quizá les divertiría jugar con los clavos que sobresalen del rodapié. No lo sé -admitió-. Se ha equivocado al preguntarme a mí sobre niños. Son como otra especie para mí. No tengo con ellos una relación muy estrecha.
– Yo tampoco -dijo Elizabeth entre dientes con aire de culpabilidad, pensando en su incapacidad para conectar con Luke como lo hacía Edith. Aunque desde que conocía a Ivan había descubierto que le dedicaba más tiempo a su sobrino. Aquella mañana pasada en el campo con Ivan y Luke había marcado el comienzo de una nueva etapa para ella, aunque cuando estaba a solas con Luke todavía no conseguía soltarse. Era Ivan quien lograba que saliera a la luz la parte infantil de sí misma.
Benjamin se puso en cuclillas y apoyó una mano en el suelo polvoriento para equilibrarse.
– Vaya, eso no me lo creo ni en broma. Usted tiene un hijo, ¿no?
– No, no, qué va… -comenzó a decir Elizabeth y luego se calló-. Es mi sobrino. Lo adopté, es verdad, pero si hay algo que no entiendo en este mundo son los niños.
Hoy en día soltaba cualquier cosa cada vez que abría la boca.
Echó de menos a la Elizabeth que sabía mantener una conversación sin desvelar el menor detalle sobre sí misma, pero al parecer de un tiempo a esta parte le habían abierto las compuertas del corazón y las cosas salían corriendo de allí con impulso propio.
– Vaya, pues parecía tener una idea bastante aproximada de lo que quería su sobrino el domingo por la mañana -dijo Benjamín en voz baja, mirándola de otra manera-. Pasé en coche cerca de ustedes mientras correteaban por aquel campo.
Elizabeth puso los ojos en blanco y su piel cetrina se sonrosó.
– Usted y el resto del pueblo, según parece. Pero eso fue idea de Ivan -se apresuró a añadir.
Benjamín se rió.
– ¿Siempre le da todo el mérito a Ivan?
Elizabeth se puso a pensarlo, pero Benjamin no aguardó su respuesta.
– Supongo que en ese caso tendrá que quedarse aquí sentada tal como está y colocarse en el lugar de los chicos. Saque partido a esa imaginación suya tan portentosa. Si fuese un niño, ¿qué le gustaría hacer en esta habitación?
– ¿Aparte de salir y hacerme mayor enseguida?
Benjamin volvió a ponerse de pie.
– ¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse en la gran urbe de Baile na gGroíthe? -preguntó Elizabeth enseguida. Calculó que mientras él se quedara allí charlando, ella no tendría que reconocer ante sí misma que por primera vez en su vida no sabía qué hacer con una habitación.
Benjamin, percibiendo las ganas que tenía de conversar, se sentó en el suelo mugriento y Elizabeth tuvo que apartar de su mente la imagen de millones de ácaros del polvo arrastrándose sobre su cuerpo.
– Mi plan es marcharme en cuanto se haya dado la última mano de pintura en las paredes y el último clavo haya sido clavado.
– Salta a la vista que está perdidamente enamorado de este lugar-dijo Elizabeth con sarcasmo-. ¿No le impresionan las despampanantes vistas panorámicas de Ferry?
– Sí, las vistas están bien, pero ya llevo seis meses viendo hermosos paisajes y lo cierto es que me conformaría con poder tomar una taza de café aceptable, poder elegir entre más de una tienda de ropa y poder andar por la calle sin que todos me miren fijamente como si me hubiese escapado de un zoo.
Elizabeth se echó a reír. Benjamin levantó las manos.
– No es con ánimo de ofender ni nada, Irlanda es fantástica, pero no me entusiasman los pueblos pequeños.
– A mí tampoco… -La sonrisa de Elizabeth se desvaneció al pensarlo-. Entonces, ¿de dónde se escapó usted?
– De Nueva York.
Elizabeth sacudió la cabeza.
– No es acento de Nueva York lo que oyen mis oídos.
– No, me ha pillado; soy de un lugar que se llama Haxtun, en Colorado, seguro que lo ha oído mencionar. Es muy conocido por un montón de cosas.
– ¿Por ejemplo?
Benjamin enarcó las cejas.
– Absolutamente nada. Es un villorrio en un terreno semidesértico expuesto a la erosión del viento, un asentamiento estable de buenos granjeros con una población de mil almas.
– ¿No le gustaba aquello?
– No, no me gustaba nada -dijo él con firmeza-. Podría decirse que sufría claustrofobia -agregó con una sonrisa.
– Sé lo que se siente -dijo Elizabeth asintiendo con la cabeza-. Se parece a lo de aquí.
– Es un poco como aquí, sí. -Benjamín miró por la ventana. Entonces se relajó-. Todo el mundo te saluda al pasar. No tienen la más remota idea de quién eres, pero te saludan.
Elizabeth no se había dado cuenta de ello hasta entonces. Imaginó a su padre en el campo, con la gorra sombreándole la cara, levantando el brazo en forma de L a los coches que pasaban.
– Saludan en los campos y por la calle -prosiguió Benjamin-, granjeros, ancianas, niños, adolescentes, recién nacidos y asesinos en serie. Y he estudiado esa costumbre hasta elevarla a la categoría de arte. -Los ojos le chispearon al mirarla-. Los conductores aún te saludan alzando el índice por encima del volante al cruzarte con su coche. Caray, acabarías saludando a las vacas si no fueras con cuidado.
– Y las vacas probablemente te saludarían a su vez.
Benjamin rió a carcajadas.
– ¿Alguna vez ha pensado en marcharse? -preguntó.
– Hice algo más que pensarlo. -La sonrisa de Elizabeth se esfumó-. Yo también me fui a Nueva York, pero tengo compromisos aquí -dijo apartando la vista con rapidez.
– Su sobrino, ¿verdad?
– Sí -contestó Elizabeth en voz baja.
– Bueno, lo de vivir en un pueblo pequeño tiene una cosa buena. Todos te extrañan cuando no estás. Todos se dan cuenta.
Se miraron de hito en hito.
– Supongo que tiene razón -dijo Elizabeth-. Aunque no deja de ser irónico que, con la intención de aislarnos, ambos nos mudáramos a una gran ciudad donde estábamos rodeados por más gente y más edificios de los que habíamos visto jamás.
– Aja. -Benjamin la miraba sin pestañear. Elizabeth fue consciente de que él no veía su cara; estaba absorto en su propio mundo. Y por un momento pareció estar en efecto perdido-. En fin -espetó saliendo del trance-, ha sido un placer volver a conversar con usted, señorita Egan.