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Elizabeth se sonrió por su manera de dirigirse a ella.

– Mejor será que me vaya y la deje mirando la pared un rato más. -Al llegar al umbral se detuvo y se volvió-. Ah, por cierto -a Elizabeth se le encogió el estómago-, sin la menor intención de incomodarla, le digo esto del modo más inocente posible. ¿Le apetecería que quedáramos fuera del trabajo? Resultaría agradable conversar con una persona de ideas afines para variar.

– Por supuesto.

Le gustó aquella invitación informal. Nada de expectativas.

– Seguro que conoce los mejores sitios del lugar. Seis meses atrás, estando recién llegado, cometí el error de preguntar a Joe dónde estaba el bar de sushi más cercano. Tuve que explicarle que era pescado crudo, y me indicó el modo de llegar a un lago que queda como a una hora de aquí en coche y me aconsejó que preguntara por un tipo que se llama Tom.

Elizabeth se echó a reír. El sonido de su risa, que últimamente estaba empezando a resultarle familiar, levantó un eco en la habitación.

– Es su hermano, el pescador.

– Pues eso, hasta la vista.

La habitación se quedó vacía otra vez y Elizabeth se enfrentó al mismo dilema. Pensó en lo que Benjamin había dicho a propósito de que usara su imaginación y se pusiera en el lugar de un niño. Cerró los ojos e imaginó el alboroto de niños chillando, riendo, llorando y peleando. El ruido de los juguetes al chocar, el tabaleo de los piececitos en el suelo durante las infantiles carrerillas, los golpes sordos de los cuerpos al caer, un silencio pasmado y luego sollozos. Se vio a sí misma como una niña sentada sola en una habitación, sin conocer a nadie, y de pronto se le ocurrió lo que habría deseado.

Un amigo.

Abrió los ojos y vio una tarjeta en el suelo a su lado, aunque la habitación estaba vacía y silenciosa. Alguien tenía que haber entrado subrepticiamente mientras tenía los ojos cerrados y la había dejado allí. Recogió la tarjeta, que presentaba la huella dactilar negra de un pulgar. No le hizo falta leerla para saber que era la nueva tarjeta de visita de Benjamin.

Quizás ese ejercicio de imaginación había dado resultado después de todo. Al parecer, acababa de hacer un amigo en el cuarto de jugar.

En cuanto se hubo metido la tarjeta en un bolsillo trasero, se olvidó de Benjamin y siguió contemplando las cuatro paredes.

Ni por ésas. Aún no se le ocurría nada.


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