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Capítulo 29

Ivan dio los toques finales a la mesa de la cena, cortó una rama de fucsia silvestre y la puso en un jarroncito en el medio. Encendió una vela y observó la llama danzar en la brisa como un perro que corriera por un jardín pero encadenado a su caseta. Cobh Cúin era tan silencioso como su nombre -que significa Cala del Silencio- daba a entender, habiendo sido bautizado por los lugareños cientos de años atrás sin que nadie hubiese osado llamarlo de otra manera desde entonces. El único sonido era el borboteo del agua que lamía la arena haciéndole cosquillas. Ivan cerró los ojos y se balanceó al ritmo de esa música. Un bote de pesca amarrado al muelle cabeceaba en el mar y golpeaba de vez en cuando el embarcadero añadiendo un tenue son de tambor.

El cielo era azul y comenzaba a oscurecerse a causa de unos jirones de nubes adolescentes que flotaban a la zaga de otras nubes mayores presentes horas atrás. Los astros titilaban brillantes e Ivan les guiñó el ojo; ellas también sabían lo que se avecinaba. Ivan había pedido al cocinero jefe de la cantina del trabajo que le echara una mano en la organización de la velada. Era el mismo cocinero responsable del servicio de comida y bebida para las fiestas que sus amigos íntimos celebraban en los patios traseros de sus casas, pero esa vez se había excedido a sí mismo. Había preparado el festín más exquisito que Ivan pudiera haber soñado. De entrante había foie gras y tostadas cortadas en cuadraditos perfectos, a continuación salmón salvaje irlandés con espárragos al ajillo y de postre una mousse de chocolate blanco con hilos de salsa de frambuesa. El viento cálido del golfo hacía subir los aromas hasta su nariz excitándole las papilas gustativas.

Jugueteó inquieto con la cubertería poniendo en orden todo lo que precisaba ser ordenado, estrechó el nudo de su corbata nueva de seda azul, volvió a aflojarlo, se desabrochó el botón de la chaqueta azul marino y decidió volver a abrocharlo. Había pasado el día entero tan atareado preparándolo todo que apenas se había detenido a pensar en los sentimientos que se estaban despertando en su interior. Echando un vistazo a su reloj de pulsera y al cielo que se oscurecía esperó que Elizabeth acudiera a la cita.

Elizabeth conducía despacio cuesta abajo por la estrecha carretera sinuosa y a duras penas veía más allá del capó en la densa negrura del campo. Flores silvestres y brotes de seto rozaban los costados del coche a su paso. Las luces largas de los faros asustaban palomillas, mosquitos y murciélagos mientras avanzaba en dirección al mar. De súbito las tinieblas se abrieron al salir a un claro y vio el mundo entero extendido a sus pies.

Frente a ella, miles de millas de mar negro refulgían a la luz de la luna. Dentro de la cala había una barquita de pesca amarrada junto a los escalones, y la marea incipiente lamía la arena de un marrón aterciopelado jugueteando con ella. Aunque lo que la dejó sin habla no fue la visión del mar, sino la de Ivan de pie en la playa, vestido con un elegante traje nuevo, junto a una mesita primorosamente puesta para dos en cuyo centro parpadeaba una vela que proyectaba sombras sobre el rostro sonriente de su amigo.

Era una visión arrebatadora, una imagen que su madre le había inculcado en la mente, una escena que le había susurrado entusiasmada al oído describiendo íntimos festines en la playa a la luz de la luna, de tal modo que los sueños de su madre habían pasado a ser los suyos. Y allí estaba Ivan, plantado en el cuadro que Elizabeth y su madre habían pintado tan vividamente y que permanecía grabado en su memoria. Elizabeth entendió la frase de no saber si reír o llorar y por tanto hizo ambas cosas sin ninguna vergüenza.

Ivan se irguió henchido de orgullo y sus ojos azules brillaron a la luz de la luna. Hizo caso omiso de sus lágrimas o, mejor dicho, las aceptó.

– Querida -le dedicó una reverencia teatral-, tu cena a la luz de la luna te aguarda.

Enjugándose los ojos y exhibiendo una sonrisa tan grande que creyó que podía iluminar el mundo entero, Elizabeth tomó la mano que él le tendía y se apeó del coche.

Ivan hizo una inhalación brusca.

– Caramba, Elizabeth, estás despampanante.

– Vestir de rojo es mi afición preferida ahora -dijo Elizabeth imitándole, antes de tomarle del brazo y dejar que la condujera hacia la mesa.

Tras muchos titubeos Elizabeth había adquirido un vestido rojo que realzaba su esbelta figura, resaltando unas curvas que hasta entonces ni sabía que poseía. Se lo había puesto y quitado al menos unas cinco veces antes de salir de casa, pues se veía demasiado ostentosa con un color tan llamativo. Para evitar sentirse como un semáforo se había traído una pashmina negra con la que cubrirse los hombros.

La mantelería blanca irlandesa ondeaba con la brisa ligera y cálida, y el pelo alborotado de Elizabeth le hacía cosquillas en la mejilla. La arena era fresca y mullida bajo los pies, como una alfombra esponjosa protegida del viento cortante por la semicircular ensenada. Ivan apartó la silla de Elizabeth ayudándola a sentarse. Luego le alcanzó la servilleta, enrollada en torno a un tallo de fucsia, y se la puso en el regazo.

– Ivan, esto es una maravilla, gracias -susurró Elizabeth, incapaz de levantar la voz por encima del pacífico murmullo del agua.

– Gracias a ti por venir -respondió Ivan sonriendo al servirle una copa de vino tinto-. Bien, como entrante tenemos foie gras. -De debajo de la mesa sacó dos platos con tapa de plata-. Espero que te guste el foie gras -dijo arrugando la frente.

– Me encanta. -Elizabeth sonrió.

– ¡Uf!, menos mal. -Relajó los músculos del rostro-. La verdad es que no parece carne -dijo examinando su plato de cerca.

– Es hígado de oca, Ivan -rió Elizabeth untando un poco en una tostada-. ¿Qué te ha hecho elegir esta cala? -preguntó arrebujándose con el chal al notar que la brisa empezaba a refrescar.

– Que es tranquila y está perfectamente ubicada bien lejos de cualquier farola -explicó Ivan masticando su comida.

Elizabeth pensó que más valía no hacer preguntas, sabedora de que Ivan tenía su propia manera de hacer las cosas.

Después de cenar Ivan se volvió para mirar a Elizabeth, que sostenía entre las manos su copa de tinto y contemplaba con nostalgia la mar.

– Elizabeth -dijo en voz baja-, ¿quieres tumbarte en la arena conmigo?

A Elizabeth se le aceleró el pulso.

– Sí-contestó con voz ronca. No se le ocurría una manera mejor de acabar la velada con él. Estaba deseando tocarlo, que él la estrechara en sus brazos. Elizabeth fue hasta la orilla del agua y se sentó en la arena fría. Oyó los pasos de Ivan detrás de ella.

– Tendrás que tenderte boca arriba para que esto realmente funcione -dijo Ivan en voz muy alta con la vista bajada hacia ella.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

– ¿Cómo dices?

Se envolvió los hombros con la pashmina negra en un gesto protector.

– Si no te tumbas no dará resultado -repitió él poniendo los brazos en jarras-. Mira, así. -Se sentó al lado de ella y se echó de espaldas en la arena-. Tienes que estar bien estirada, Elizabeth. Así es mejor.

– ¿En serio? -dijo Elizabeth fríamente poniéndose en pie con torpeza-. ¿Todo esto -abarcó toda la cala con un gesto- era sólo para tumbarme de espaldas, como tan maravillosamente has expresado? -preguntó dolida.

Ivan levantó la vista hacia ella desde la arena, abriendo mucho los ojos con expresión estupefacta.

– Bueno… -trató de ganar tiempo para encontrar una buena respuesta-, en realidad sí -afirmó con voz aguda-. Es que cuando llega el momento álgido es mejor que estés tumbada de espaldas -balbuceó.

– ¡Ja! -espetó Elizabeth y, tras volver a ponerse los zapatos, avanzó penosamente por la arena para regresar al coche.

– ¡Elizabeth, mira! -gritó Ivan con entusiasmo-. ¡Ya está en su punto máximo! ¡Mira!

– ¡Puaj! -gruñó Elizabeth trepando a la pequeña duna que la separaba del coche-. ¡De verdad que eres asqueroso!

– ¡No es asqueroso! -dijo Ivan con pánico en la voz.

– Eso es lo que dicen todos -rezongó Elizabeth rebuscando en el bolso las llaves del coche. Como a oscuras no veía dentro del bolso lo inclinó hacia la luz de la luna y al levantar los ojos se quedó pasmada. Encima de ella, el cielo negro y sin nubes bullía de actividad. Las estrellas resplandecían más brillantes que nunca y algunas cruzaban como flechas el firmamento.

Ivan estaba tumbado de espaldas contemplando el firmamento nocturno.

– Vaya -dijo Elizabeth en voz baja, muerta de vergüenza, contenta de que la oscuridad ocultara el tono rojo, semejante al de su vestido, que había adquirido su piel. Bajó a trompicones la duna, se quitó los zapatos, y hundiendo los pies en la arena se acercó unos pasos a Ivan-. Es precioso -susurró.

– Bueno, pues sería mucho más bonito si te tumbaras de espaldas como te he dicho que hicieras -replicó Ivan enfurruñado, cruzando los brazos en el pecho y sin apartar la vista del cielo.

Elizabeth se tapó la boca con la mano para aguantarse la risa.

– No sé de qué te ríes. Nadie te ha acusado de ser una asquerosa -dijo Ivan con aspereza.

– Creía que te referías a otra cosa -rió Elizabeth sentándose en la arena a su lado.

– ¿Para qué otra cosa iba yo a pedirte que te tumbaras de espaldas? -preguntó Ivan en un tono aburrido. Pero luego se volvió hacia ella, la voz le subió varias octavas y con ojos burlones canturreó-: ¡Vaya, vaya…!

– Cállate -ordenó Elizabeth con dureza arrojándole el bolso, pero mostrando una sonrisa-. Oh, mira. -La distrajo una estrella fugaz-. Me pregunto qué estará pasando ahí arriba esta noche.

– Son los Delta Acuáridos -dijo Ivan como si eso lo explicara todo. El silencio de Elizabeth le hizo continuar-. Son meteoritos que vienen de la constelación de Acuario. Se ven desde el quince de julio hasta el veinte de agosto, pero su apogeo es el veintinueve de julio. Por eso tenía que salir contigo esta noche, lejos de las farolas. -Se volvió hacia ella-. De modo que sí, todo esto era sólo para que te tumbaras de espaldas.

Se miraron de hito en hito sumidos en un grato silencio hasta que la actividad en lo alto atrajo su atención.

– ¿Por qué no pides un deseo? -preguntó Ivan.

– No -dijo Elizabeth en voz baja-, aún estoy esperando que mi deseo de los Jinny Joes se haga realidad.

– Bah, yo no me preocuparía por eso -dijo Ivan con seriedad-. Sólo es que tardan un poco en procesarlos. No tendrás que esperar mucho.

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