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Capítulo 4

Elizabeth se arrebujó en la bata y se abrochó el cinturón. Se acurrucó en el inmenso sillón de la sala de estar doblando las largas piernas debajo del cuerpo. Se había hecho la toga con una toalla que formaba una torre en lo alto de su cabeza; su piel desprendía un aroma afrutado después del baño de espuma con esencia de maracuyá. Sostenía con ambas manos una taza de café recién hecho con la nube de crema de leche de rigor y miraba la televisión. Estaba viendo en sentido literal cómo se secaba una capa de pintura. Emitían su programa favorito de reformas y le encantaba ver cómo se podían remozar las habitaciones más decadentes convirtiéndolas en hogares sofisticados y elegantes.

Desde que era niña le había encantado mejorar el aspecto de cuanto tenía a su alcance. Mientras aguardaba el regreso de su madre mataba el rato decorando la mesa de la cocina con margaritas, espolvoreando el felpudo de la entrada con purpurina cuyo rastro adornaba las deslucidas baldosas de la casa, guarneciendo los marcos de las fotos con flores frescas y perfumando la ropa de cama con pétalos. Suponía que aquella necesidad de arreglar las cosas era innata, pues siempre deseaba algo mejor que lo que tenía, no concediéndose nunca una tregua ni dándose por satisfecha.

También suponía que era su manera, ingenuamente infantil, de intentar convencer a su madre para que se quedara. Recordó haber pensado que quizá cuanto más bonita se viera la casa, más tiempo permanecería su madre en ella. Pero las margaritas de la mesa eran admiradas durante menos de cinco minutos, la purpurina del felpudo enseguida quedaba pisoteada, las flores de los marcos de las fotos no sobrevivían sin agua y los pétalos de la cama se dispersaban y flotaban hasta el suelo durante el irregular sueño de su madre. En cuanto se marchitaban, Elizabeth se ponía a pensar de inmediato en algo que realmente captara y retuviera la atención de su madre, algo que la atrajera durante más de cinco minutos, algo que le gustara tanto que no pudiera separarse de ello. Elizabeth nunca se planteó que, siendo hija de su madre, ese algo debería ser ella misma.

A medida que se fue haciendo mayor creció en ella el afán por sacar a relucir la belleza que encerraban las cosas. Había adquirido una dilatada experiencia en ese campo mientras vivió en la vieja granja de su padre. Ahora al trabajar disfrutaba cuando tenía ocasión de restaurar chimeneas antiguas y arrancar moquetas viejas para revelar hermosos suelos originales. Incluso en su propio hogar siempre andaba cambiando las cosas y los muebles de sitio para que quedaran mejor. Se esforzaba por alcanzar la perfección. Le encantaba imponerse tareas, a veces imposibles, para demostrarse a sí misma que dentro de cualquier objeto, por feo que pareciera, era posible hallar belleza.

Adoraba su profesión, pues le causaba una inmensa satisfacción, y con todas las promociones inmobiliarias de Baile na gCroíthe y las localidades vecinas se había ganado muy bien la vida. Si se construía algo nuevo, era a la empresa de Elizabeth a la que llamaban los promotores. Defendía a capa y espada que el buen diseño mejoraba la calidad de vida. Los espacios bonitos, cómodos y funcionales constituían la clave de su éxito.

Su propia sala de estar era toda una sinfonía de texturas y colores suaves. Almohadones de ante y alfombras esponjosas; le encantaba tocarlo y sentirlo todo. Imperaban los tonos claros café y crema, que, igual que el tazón que sostenía en la mano, ayudaban a despejar la mente. En un mundo donde casi todo era un revoltijo, la serenidad de su hogar le resultaba vital para conservar la cordura. Aquél era su escondite, su nido, el lugar donde alejarse de los problemas que había al otro lado de la puerta. Al menos en su casa mandaba. A diferencia del resto de su vida, podía dejar entrar a quien le diera la gana, podía decidir cuánto tiempo se quedaban y qué partes de su hogar podían ocupar. No como su corazón, que invitaba a personas sin pedirle permiso, les ofrecía un sitio de honor sin contar con la opinión de ella al respecto y luego ansiaba que permanecieran más tiempo del que aquéllas tenían previsto. No, en casa de Elizabeth los invitados iban y venían según ella dispusiera. Y había resuelto que se quedaran fuera.

La reunión del viernes había sido vital. Había pasado semanas preparándola, poniendo al día su carpeta de trabajos, montando una proyección de diapositivas, reuniendo recortes de revistas y artículos de periódico sobre lugares que había diseñado. Había condensado el trabajo de toda su vida en una carpeta a fin de convencer a aquella gente para que la contrataran. Iban a derribar una antigua torre de defensa que se erguía en lo alto de una ladera con vistas a Baile na gCroíthe para construir un hotel. Antaño, en tiempos de los vikingos, la torre había protegido a la villa de los ataques, pero Elizabeth no veía a santo de qué debía preservarse dado que no era bonita ni revestía ningún interés histórico. Cuando los autocares atestados de turistas de ávidos ojos procedentes de todos los rincones del mundo pasaban por Baile na gCroíthe, la torre ni siquiera se mencionaba. Nadie se mostraba orgulloso o interesado por ella. No era más que un feo montón de piedras que los lugareños habían dejado que se desmoronara y deteriorase, que de día albergaba a los adolescentes del pueblo y de noche cobijaba a los borrachos, contándose Saoirse entre los miembros de ambos colectivos.

Sin embargo, un nutrido grupo de habitantes había emprendido una lucha para impedir que se construyera el hotel arguyendo que la torre encerraba una historia mítica y romántica. Comenzó a circular el rumor de que, si el edificio se derribaba, se perdería todo el amor. El caso captó la atención de la prensa popular y las tertulias de radio y televisión, hasta que finalmente los promotores supieron ver en él una mina de oro aún mayor de lo esperado. Decidieron restaurar la torre hasta devolverle su antiguo esplendor y construir edificios a su alrededor, dejando la torre como elemento histórico en el jardín central y salvaguardando así el amor en la Ciudad de los Corazones. De repente Baile na gCroíthe suscitó un vivo interés entre creyentes de todo el país deseosos de alojarse en el hotel para estar cerca de la torre bendecida por el amor.

Elizabeth habría manejado la excavadora ella misma. Pensaba que se trataba de una historia ridícula, creada por una localidad temerosa de los cambios y por ende resuelta a conservar la torre en la montaña. Era una historia que se mantenía viva para regocijo de turistas y soñadores, aunque no podía negar que el trabajo de diseñar los interiores del hotel le venía como anillo al dedo. Sería un establecimiento pequeño, pero aun así proporcionaría empleo a los ciudadanos de Hartstown. Y lo que era aún mejor, sólo quedaba a unos pocos minutos de su casa y por tanto eliminaba la preocupación de tener que separarse de Luke durante prolongados períodos mientras trabajase en el proyecto.

Antes del nacimiento de Luke, Elizabeth solía viajar sin descanso. Nunca pasaba más de unas pocas semanas seguidas en Baile na gCroíthe y le encantaba tener libertad de movimientos para ocuparse de diseños distintos en condados diferentes. Su último gran proyecto la había llevado a Nueva York, pero en cuanto nació Luke todo aquello se acabó. Mientras Luke fue un bebé Elizabeth no pudo seguir realizando su actividad profesional en otras partes del país y mucho menos del mundo. Durante esa época las había pasado canutas tratando de establecer su negocio en Baile na gCroíthe al tiempo que se acostumbraba de nuevo a criar a un niño. No tuvo más remedio que contratar a Edith, ya que su padre no parecía dispuesto a echarle una mano y Saoirse desde luego no mostraba el menor interés. Ahora que Luke había crecido e iba al colegio, Elizabeth estaba descubriendo que encontrar trabajo a una distancia de casa que no la obligara a pernoctar fuera se estaba volviendo más difícil cada día. El boom inmobiliario de Baile na gCroíthe tarde o temprano tocaría a su fin y la perseguía constantemente la inquietud de que entonces las fuentes de trabajo se secasen del todo.

Tendría que haber asistido a la reunión del viernes. En la oficina nadie era capaz de vender su talento como decoradora mejor que ella misma. Su personal lo constituían Becca, la recepcionista, y Poppy. Becca era una adolescente extremadamente tímida y apocada que durante su año de transición entró a trabajar en prácticas con Elizabeth y decidió no proseguir sus estudios. Era una trabajadora aplicada y reservada que no charlaba demasiado en la oficina, cosa muy del agrado de Elizabeth. Elizabeth la había contratado en cuanto Saoirse, que supuestamente trabajaba con ella a media jornada, la dejó plantada. Había hecho más que dejarla plantada y Elizabeth andaba desesperada por contar con alguien cuanto antes. A fin de arreglar el desaguisado. Otra vez. Porque al mantener a Saoirse cerca de ella durante el día con intención de ayudarla a sentar cabeza sólo había conseguido alejarla aún más y que se diera a la bebida.

Luego estaba Poppy, de veinticinco años, recién licenciada por la Facultad de Bellas Artes, llena de montones de ideas creativas y maravillosas imposibles de realizar y ansiosa por pintar el mundo de un color que aún tenía que inventar. En la oficina sólo estaban ellas tres, aunque Elizabeth con frecuencia requería los servicios de la señora Bracken, de sesenta y ocho años, un genio con la aguja y el hilo que regentaba su propio taller de tapicería en el centro. También era una cascarrabias de armas tomar e insistía en que la llamaran señora Bracken y no Gwen por respeto a su querido y difunto señor Bracken, quien, según el parecer de Elizabeth, había nacido sin nombre de pila. Y por último estaba Harry, un hombre muy mañoso de cincuenta y dos años que lo mismo colgaba cuadros que efectuaba la instalación eléctrica de un edificio, pero a quien no entraba en la cabeza la idea de una mujer soltera con una carrera y mucho menos la de una mujer soltera con una carrera y un hijo que no era suyo. Según el presupuesto de que dispusieran sus clientes, Elizabeth dirigía a pintores y decoradores o hacía el trabajo ella misma, aunque por lo general le gustaba tener las manos ocupadas. Le gustaba presenciar la transformación con sus propios ojos y su manera de ser la impulsaba a querer arreglarlo todo ella misma.

No había tenido nada de inusual que Saoirse se hubiese presentado en casa de Elizabeth aquella mañana. Con frecuencia llegaba beoda y grosera, dispuesta a llevarse cualquier cosa que cayera en sus manos; cualquier cosa que mereciera la pena vender, por supuesto, lo cual excluía automáticamente a Luke. Elizabeth ni siquiera sabía si todavía era adicta sólo a la bebida; hacía mucho tiempo que no conversaba con su hermana. Había intentado ayudarla desde que ésta cumpliera los catorce años, pues parecía que alguien hubiese accionado un interruptor en su cabeza y se hubiese perdido en otro mundo. Elizabeth había intentado enviarla a terapeutas, centros de rehabilitación, médicos, le había pasado dinero, conseguido empleos, la había contratado ella misma, le había permitido que se mudara a su casa, le había alquilado apartamentos. Había intentado ser su amiga, había intentado ser su enemiga, había reído con ella y le había gritado, todo en balde. Saoirse estaba perdida en un mundo donde nadie más importaba.

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