Elizabeth no podía por menos de pensar en la ironía del nombre de su hermana. Saoirse no era libre. Quizás había creído que lo era, yendo y viniendo a su antojo, sin ninguna atadura con nadie, con nada ni con ningún sitio, pero era esclava de sus adicciones. Sin embargo era incapaz de darse cuenta de ello y Elizabeth no sabía cómo ayudarla a verlo. No podía volverle la espalda del todo a su hermana, pero se le habían agotado las energías, las ideas y la fe para seguir creyendo que Saoirse cambiaría, y con su persistencia Elizabeth ya había perdido amantes y amigos. La frustración de éstos iba en aumento al ver cómo Saoirse se aprovechaba de Elizabeth una y otra vez hasta que dejaban de tener sitio en su vida. Ahora bien, contrariamente a lo que éstos creían, Elizabeth no se consideraba víctima de las circunstancias. Siempre mantenía el control. Sabía lo que hacía y por qué lo estaba haciendo y se negaba a abandonar a un miembro de su familia. No sería como su madre. A lo largo de toda su vida se había esforzado muchísimo para no serlo.
De súbito Elizabeth pulsó el botón «Mute» del mando a distancia del televisor y la sala se sumió en el silencio. Ladeó la cabeza. Creyó haber oído algo otra vez. Después de echar un vistazo por la sala y comprobar que todo estaba en su sitio volvió a subir el volumen.
Ahí lo tenía otra vez.
Silenció el televisor de nuevo y se levantó del sillón. Eran las diez y cuarto, pero aún no había oscurecido del todo. Escudriñó el jardín de atrás y en la penumbra sólo acertó a ver sombras y contornos negros. Corrió a toda prisa las cortinas y de inmediato se sintió más segura en su capullo crema y beis. Volvió a arrebujarse en la bata y se sentó de nuevo en el sillón, dobló las piernas y las apretó aún más que antes al tronco abrazándose las rodillas con ademán protector. El sofá vacío de piel crema la miraba fijamente. Tuvo otro estremecimiento, subió todavía más el volumen del televisor y bebió un sorbo de café. El líquido aterciopelado se le deslizó garganta abajo y le calentó las entrañas, y Elizabeth volvió a intentar quedar absorta en el mundo de la televisión.
Llevaba todo el día un poco rara. Su padre siempre decía que cuando tenías un escalofrío significaba que alguien estaba caminando sobre tu tumba. Elizabeth no creía en esas cosas, pero mientras veía la televisión tenía que esforzarse por apartar la vista del sofá de piel de tres plazas y quitarse de encima la sensación de que un par de ojos la estaba observando.
Ivan la observó silenciar el televisor una vez más, dejar aprisa el tazón de café en la mesita que tenía al lado y ponerse de pie de un salto como si hubiese estado sentada sobre alfileres. «Ahí va de nuevo», pensó. Con los ojos muy abiertos por el terror, Elizabeth recorrió rápidamente la sala con la mirada. Una vez más Ivan se preparó adelantándose hasta el borde del sofá. La tela de sus téjanos crujió contra el cuero.
De un brinco, Elizabeth se puso de cara al sofá.
Agarró un atizador negro de hierro de la gran chimenea de mármol y giró sobre sí misma. Los nudillos se le pusieron blancos de tanto apretarlo. Poco a poco fue recorriendo la sala de puntillas con los ojos desorbitados por el miedo. El tapizado de piel volvió a crujir bajo el peso de Ivan y Elizabeth cargó hacia el sofá. Ivan saltó del asiento y se zambulló en un rincón.
Se escondió detrás de las cortinas para protegerse y observó cómo ella quitaba los almohadones del sofá mientras rezongaba para sus adentros algo sobre ratones. Tardó diez minutos en registrar el sofá, y después puso todos los almohadones de nuevo en su sitio para devolverle su inmaculada forma original.
Elizabeth cogió el tazón de café con cierta inseguridad y se dirigió a la cocina. Ivan la siguió pisándole los talones; iba tan pegado a ella que los mechones de su suave cabellera le hacían cosquillas en la cara. El pelo de la mujer olía a coco y la piel a frutas.
Ivan no comprendía su fascinación por ella. La había estado observando desde el almuerzo del viernes. Luke no había dejado de llamarle para que fuera a jugar con él partida tras partida, pero Ivan había preferido quedarse con Elizabeth. Al principio fue sólo para ver si ella podía oírle o notar su presencia otra vez, pero luego, al cabo de unas horas, la encontró cautivadora. Era obsesivamente pulcra. Se fijó en que nunca salía de la cocina para contestar el teléfono o ir a abrir la puerta principal hasta tenerlo todo limpio y ordenado. Bebía mucho café, miraba el jardín, quitaba pelusas imaginarias a casi todos los objetos. Y reflexionaba. Se le notaba en la cara. Fruncía el ceño al concentrarse y mudaba la expresión del rostro como si estuviera conversando con personas dentro de su cabeza. A juzgar por la actividad de su frente, las más de las veces tales conversaciones terminaban siendo discusiones.
Ivan se percató de que siempre la envolvía el silencio. Nunca había música o ruidos de fondo como solían tener la mayoría de personas, una radio encendida, la ventana abierta para dejar entrar los sonidos del verano: el canto de los pájaros y las cortadoras de césped. Luke y ella hablaban poco y cuando lo hacían era casi siempre para dar órdenes (ella) o para pedir permiso (él), nada divertido. El teléfono rara vez sonaba, nadie venía a visitarla. Daba la impresión de que las conversaciones dentro de la cabeza de Elizabeth eran lo bastante ruidosas como para llenar su silencio.
Ivan pasó gran parte del viernes y el sábado siguiéndola de un lado a otro, sentándose en el sofá de piel crema al anochecer para verla mirar el único programa de televisión que por lo visto le gustaba. Ambos reían en los mismos momentos, gruñían en los mismos momentos y parecían estar perfectamente sincronizados, sin embargo ella no sabía que él estaba allí. La noche anterior Ivan la había observado dormir. Había estado inquieta, como mucho durmió unas tres horas seguidas; el resto del tiempo lo había pasado leyendo un libro, dejándolo al cabo de cinco minutos, mirando el vacío, cogiendo el libro otra vez, leyendo unas cuantas páginas, leyendo de nuevo las mismas páginas, volviendo a dejar el libro, cerrando los ojos, abriéndolos de nuevo, encendiendo la luz, garabateando bocetos de muebles y habitaciones, jugando con colores y sombras y retales, apagando la luz otra vez.
Había conseguido que Ivan se cansara sólo con mirarla desde la silla de paja del rincón de la habitación. Los viajes a la cocina en busca de café también habían contribuido a cansarle. El domingo por la mañana ella se levantó temprano y se puso a ordenar, aspirar y sacar brillo a una casa que ya estaba impoluta antes de comenzar. Dedicó toda la mañana a la limpieza mientras Ivan jugaba con Luke a tocar y parar en el jardín de atrás. Recordó que a Elizabeth le había molestado particularmente ver cómo Luke corría por el jardín riendo y gritando a solas. Después de reunirse con ellos a la mesa de la cocina, la mujer estuvo observando a Luke jugar a las cartas, y meneó la cabeza con preocupación cuando éste explicó pacientemente y con todo detalle las reglas del juego al vacío.
Pero cuando a las nueve en punto Luke se acostó, Ivan le leyó el cuento de Pulgarcito más deprisa de lo que acostumbraba hacerlo y luego fue corriendo a seguir observando a Elizabeth. Pero notó que se iba poniendo más nerviosa a medida que pasaban los días.
Elizabeth enjuagó el tazón de café asegurándose de que quedara bien limpio antes de meterlo en el lavavajillas. Secó el fregadero mojado con un paño que luego arrojó al canasto de la ropa sucia del office. Quitó pelusas imaginarias a varios objetos que encontró a su paso, recogió migas del suelo, apagó todas las luces y comenzó el mismo proceso en la sala de estar. Había hecho exactamente lo mismo las dos últimas noches.
Esta vez, no obstante, antes de salir de la sala de estar se detuvo bruscamente y a punto estuvo de que Ivan se diera de bruces contra ella. El corazón le latió descompasadamente. ¿Acaso había percibido ella su presencia?
Elizabeth se volvió lentamente.
Ivan se alisó la camisa para tener un aspecto presentable. Una vez la tuvo de cara a él sonrió.
– Hola-dijo muy cohibido.
Elizabeth se restregó los ojos con gesto cansado y los volvió a abrir.
– Ay, Elizabeth, te estás volviendo loca -susurró. Se mordió el labio y arremetió contra Ivan.