Me quedó claro. Sabía qué debía hacer a continuación. Tenía que hacer lo que me habían enviado a hacer: que la vida de Elizabeth fuera lo más agradable posible para ella. Sólo que ahora me había involucrado tanto con ella que tendría que ayudarla a curar viejas heridas además de las nuevas que tan estúpidamente le había infligido. Estaba enojado conmigo mismo por estropearlo todo, por haberme abstraído y apartado el ojo de la pelota. El enfado que sentía era más fuerte que el dolor, cosa que me alegraba, porque, con vistas a ayudar a Elizabeth, debía hacer caso omiso de mis propios sentimientos y hacer lo que fuese mejor para ella. Que era lo que tendría que haber hecho de buen principio. Pero así son las lecciones: siempre las aprendes cuando menos te lo esperas o deseas. Tendría tiempo de sobra a lo largo de mi vida para ocuparme del dolor que me causaba perderla.
Había pasado toda la noche caminando, pensando sobre las últimas semanas y sobre mi vida. No lo había hecho nunca, eso de pensar sobre mi vida. Nunca me había parecido necesario para mi propósito, pero me había equivocado. A la mañana siguiente me encontré de nuevo en Fucsia Lane, sentado en el murete del jardín donde había conocido a Luke hacía poco más de un mes. La puerta fucsia volvió a sonreírme y le devolví el saludo. Al menos ella no estaba enojada conmigo; no me cabía duda que Elizabeth lo estaría. Le indignaba que la gente llegara tarde a reuniones de trabajo, por no hablar de las citas para cenar. Yo le había dado plantón. No intencionadamente. No por malevolencia, sino por amor. Imaginad defraudar a alguien porque le amas mucho. Imaginad hacerle daño a alguien, enojarle, hacerle sentir solo y que nadie lo ama porque tú consideras que es lo mejor para él. Todas estas reglas nuevas me estaban haciendo poner en tela de juicio mis aptitudes como amigo íntimo. Me sobrepasaban, eran leyes con las que no me sentía nada a gusto. ¿Cómo iba a enseñar nada a Elizabeth acerca de la esperanza, la felicidad, la alegría y el amor cuando yo mismo no sabía si todavía creía en todas esas cosas? Bueno, sabía que eran posibles, vale, pero la posibilidad trae aparejada la imposibilidad. Una palabra nueva en mi vocabulario.
A las seis en punto la puerta fucsia se abrió y me puse firme como si un maestro hubiese entrado en el aula. Elizabeth salió, cerró la puerta a sus espaldas, echó la llave y bajó por la rampa adoquinada. Se había puesto otra vez el chándal marrón chocolate, el único conjunto informal de su vestuario. Llevaba el pelo recogido atrás sin mucho miramiento, iba sin maquillar y no creo que vuelva a verla tan guapa en toda mi vida. Una mano me alcanzó el corazón y me lo apretó. Me dolió.
Elizabeth levantó la vista, me vio y paró en seco. Su rostro no se iluminó con una sonrisa como de costumbre. La mano que me apresaba el corazón me lo retorció. Pero al menos me veía y eso era lo principal. Nunca hay que subestimar el hecho de que te miren a los ojos, no sabéis lo afortunados que sois. En realidad, al diablo con la suerte, no tenéis ni idea de lo importante que es que te reconozcan, aunque sea con una mirada fulminante. Es cuando te ignoran, cuando miran directamente a través de ti, cuando debes comenzar a preocuparte. Elizabeth por lo general desdeñaba sus problemas; acostumbraba mirarlos por encima del hombro y nunca de hito en hito. Pero resultaba obvio que yo constituía un problema que merecía la pena resolver.
Anduvo hacia mí con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza alta, los ojos cansados pero determinados.
– ¿Te encuentras bien, Ivan?
Su pregunta me desconcertó. Contaba con que estuviera enojada, con que me gritara y no escuchase ni creyera mi versión de lo ocurrido, igual que en las películas, pero no fue así. Estaba serena, aunque con la furia burbujeando debajo de la superficie, lista para entrar en erupción según lo que yo contestara. Me escrutaba el semblante buscando respuestas que jamás creería.
Me pareció que era la primera vez que me hacían aquella pregunta. En eso iba pensando mientras ella me estudiaba la cara. No, para mí estaba claro como el agua que no me encontraba bien. Estaba crispado, cansado, enojado, ansioso y dolorido, mas no se trataba de una punzada de ansia, sino de un dolor que nacía en mi pecho y se extendía por mi cuerpo y mi cabeza. Era como si mis opiniones y filosofías hubiesen cambiado de la noche a la mañana. Las mismas filosofías que de buena gana había tallado en piedra, recitado y a cuyo son había bailado. Como si el mago de la vida hubiese revelado cruelmente sus cartas ocultas y no hubiese ninguna magia, sólo un mero truco. O una mentira.
– ¿Ivan?
Parecía preocupada. Su rostro se dulcificó, descruzó los brazos dejándolos caer y se acercó levantando la mano para tocarme.
Yo no podía contestar.
– Vamos, ven conmigo.
Me tomó del brazo y salimos de Fucsia Lane.
Caminaron en silencio y se adentraron en la campiña. Los pájaros cantaban a voz en cuello al amanecer, el aire frío y vigorizante les llenaba los pulmones, los conejos brincaban con osadía a través del sendero y las mariposas revoloteaban a su alrededor mientras avanzaban a grandes zancadas por el arbolado. El sol brillaba entre las hojas de los predominantes robles esparciendo luz en sus rostros como si fuese polvo de oro. El rumor del agua se desgranaba junto a ellos mientras el aroma de los eucaliptos refrescaba el ambiente. Finalmente llegaron a un claro donde los árboles extendían las ramas formando un espléndido marco que presentaba con orgullo el lago. Cruzaron un puente de madera, se sentaron en un duro banco tallado y guardaron silencio contemplando los salmones saltar a la superficie del agua para atrapar moscas bajo un sol que ya calentaba.
Elizabeth fue la primera en hablar.
– Ivan, con lo complicada que es la vida, me esfuerzo en hacer las cosas tan simples como sea posible. Sé a qué atenerme, sé lo que voy a hacer, adonde me dirijo y a quién veré cada día. Con lo complicada e imprevisible que es la gente que me rodea, lo que necesito es estabilidad. -Apartó la vista del lago y miró a Ivan a los ojos por primera vez desde que se sentaran-. Y tú -tomó aire-, tú le robas simplicidad a mi vida. Cambias las cosas de sitio y las pones patas arriba. Y a veces me gusta, Ivan. Me haces reír, me haces bailar por las calles y las playas como una loca y haces que me sienta como alguien que no soy. -Dejó de sonreír-. Pero anoche me hiciste sentir como alguien que no quiero ser. Necesito que las cosas sean simples, Ivan -repitió.
Se hizo el silencio entre ellos. Finalmente habló Ivan.
– Siento mucho lo de anoche, Elizabeth. Me conoces: no lo hice con mala intención. -Se interrumpió para dilucidar la conveniencia y el modo de explicar los acontecimientos de la víspera. Resolvió no hacerlo por el momento-. ¿Sabes? Cuanto más intentas simplificar las cosas, Elizabeth, más las complicas. Estableces unas reglas, construyes unos muros, ahuyentas a la gente, te engañas a ti misma y haces caso omiso de sentimientos verdaderos. Eso no es simplificar las cosas.
Elizabeth se atusó el pelo.
– Tengo una hermana desaparecida, un sobrino de seis años al que mimar de quien no sé nada, un padre que lleva semanas sin apartarse de una ventana porque está aguardando el regreso de su esposa, que desapareció hace veinte años. Anoche me di cuenta de que era igual que él, porque estaba sentada en la escalera mirando por la ventana aguardando a un hombre sin apellido que me dice que es de un lugar llamado Aisatnaf, un lugar que ha sido buscado en Internet y en el puñetero atlas al menos una vez al día y que ahora me consta que no existe. -Tomó aire-. Te tengo afecto, Ivan, de verdad, pero en un momento dado me das un beso y al siguiente me das plantón. No sé qué está pasando entre nosotros. Bastante sufro ya con los quebraderos de cabeza que tengo como para ofrecerme a soportar más.
Se restregó los ojos con cansancio. Ambos se sumieron en la contemplación de la actividad en el lago, donde los saltos del salmón rizaban la superficie del agua con un relajante ruido de salpicaduras. Al otro lado del lago una garza real avanzaba silenciosa y hábilmente por la orilla sobre sus patas como zancos. Semejante a un pescador experto, observaba y aguardaba pacientemente el momento oportuno para romper la superficie vítrea del agua con el pico. Ivan no pudo por menos de constatar que en ese momento la tarea de la garza se parecía mucho a la de él.
Cuando te cae un vaso o un plato al suelo se oye un estrépito. Cuando una ventana se hace añicos, una pata de mesa se quiebra o cuando un cuadro se desprende de la pared se oye un chasquido. Pero en lo que al corazón atañe, cuando éste se rompe lo hace en el más absoluto silencio. Dirías que siendo algo tan importante debería hacer el ruido más fuerte del mundo entero, o incluso emitir algún sonido ceremonioso como la vibrante resonancia de un címbalo o el tañido de una campana. Pero guarda silencio y casi deseas que haga un ruido que te distraiga del dolor.
Si hay algún sonido es interno. El corazón grita y sólo lo oyes tú. Es un grito tan fuerte que te zumban los oídos y te duele la cabeza. Se retuerce dentro de tu pecho como un gran tiburón blanco atrapado en el mar; ruge como una osa a la que han arrebatado su osezno. Eso es lo que parece y así es cómo suena, como una enorme bestia que se revuelve presa del pánico en una trampa, rugiendo como si fuese prisionera de sus propias emociones. Pero así es el amor: nadie queda fuera de su alcance. Es tan desaforado como eso, tan vulnerable como una herida en carne viva expuesta al agua salada del mar, pero cuando el corazón se rompe, lo hace en silencio. Sólo gritas por dentro y nadie te oye.
Sin embargo, Elizabeth supo ver mi congoja y yo la suya, y sin necesidad de hablar de ello ambos lo supimos. Había llegado la hora de dejar de andar por las nubes y en cambio mantener los pies en la tierra a la que siempre debimos haber permanecido arraigados.