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Capítulo 26

En cuanto salí de casa de Elizabeth a la mañana siguiente decidí ir directamente a ver a Opal. En realidad había decidido hacerlo mucho antes de salir de casa de Elizabeth. Algo de lo que había dicho me había tocado en lo más vivo. En realidad, todo lo que decía me tocaba en lo más vivo. Cuando estaba con ella me volvía como un erizo, quisquilloso y susceptible, como si tuviera todos los sentidos alerta. Lo más divertido del caso es que yo creía que todos mis sentidos ya estaban alerta, pues como amigo íntimo profesional deberían de haberlo estado, pero sentía una emoción que no había experimentado antes y esa emoción era amor. Por descontado yo amaba a todos mis amigos, pero no de este modo, no del modo que me hacía palpitar el corazón cuando miraba a Elizabeth, no de un modo que me hiciera desear estar con ella todo el rato. Y lo bueno era que no quería estar con ella por ella, sino que me di cuenta de que era por mí. Ese amor había despertado en mi cuerpo un grupo de sentidos adormecidos cuya existencia yo desconocía.

Me aclaré la garganta, comprobé mi aspecto y entré en el despacho de Opal. En Aisatnaf no había puertas porque nadie podía abrirlas, pero había otra razón: las puertas actuaban como barreras; eran cosas gruesas y poco gratas que podías utilizar para encerrar a la gente dentro o fuera y nosotros no estábamos de acuerdo con eso.

Optamos por oficinas de planta abierta en aras de una atmósfera más abierta y agradable. Aunque eso era lo que siempre nos enseñaron, últimamente encontraba que la puerta principal fucsia de Elizabeth, con su buzón sonriente, era la puerta más simpática que había visto en la vida, y eso dio al traste con aquella teoría en concreto. Elizabeth hacía que me cuestionara toda suerte de cosas.

Sin siquiera levantar la vista, Opal me llamó.

– Adelante, Ivan.

Estaba sentada a su escritorio vestida de morado como de costumbre y llevaba los rizos de rastafari recogidos en lo alto y sembrados de purpurina, de modo que con cada movimiento su cabeza resplandecía. En cada una de las paredes había fotos enmarcadas de cientos de niños, todos sonriendo felices. Las fotos cubrían incluso los estantes, la mesa de centro, el aparador, la repisa de la chimenea y el alféizar de la ventana. Allí donde mirara había filas y más filas de retratos de personas con quienes Opal había trabajado y compartido amistad en el pasado. Su escritorio era la única superficie despejada y encima sólo había una foto en su marco. El marco llevaba años puesto allí de cara a Opal, de modo que en realidad nadie tuviera ocasión de ver quién o qué salía en la foto. Sabíamos que si se lo preguntábamos nos lo diría, pero nadie había cometido nunca la grosería de preguntar. Porque lo que no necesitábamos saber, no necesitábamos preguntarlo. Hay gente que no capta el meollo de esa cuestión. Puedes mantener un sinfín de conversaciones con la gente, conversaciones profundas, sin ponerte en un terreno demasiado personal. Existe un límite, ¿sabes? Una especie de campo invisible que rodea a las personas y que por instinto sabes que no debes traspasar, y yo jamás lo he cruzado con Opal; ni con nadie más, si a eso vamos. Hay personas que no alcanzan a ver ni eso.

Elizabeth habría aborrecido aquella habitación, pensé echando un vistazo en derredor. La habría vaciado en un instante, dispuesta a quitar polvo y sacar brillo hasta que todo relumbrara con los destellos clínicos de un hospital. Hasta en la cafetería había tenido que disponer la sal, la pimienta y el azucarero formando un triángulo equilátero en el centro de la mesa. Siempre movía las cosas un par de centímetros a la izquierda o a la derecha, adelante y atrás hasta que dejaban de fastidiarla permitiéndole concentrarse de nuevo. Lo más gracioso era que a veces terminaba volviendo a poner las cosas exactamente tal como estaban antes de empezar y entonces tenía que convencerse de que le agradaban de ese modo. Eso decía mucho acerca de Elizabeth.

Pero ¿por qué me puse a pensar en Elizabeth justo entonces? La verdad es que no paraba de hacerlo. En situaciones que no guardaban ninguna relación con ella, me ponía a pensar en ella y ella terminaba siendo parte del guión. De repente me preguntaba qué pensaría, cómo se sentiría, qué haría o diría si estuviera conmigo. Todo era consecuencia de entregar un trozo de tu corazón; acababan por coger todo un pedazo de tu mente y por quedárselo.

En fin; me di cuenta de que, desde que había entrado, me mantenía de pie delante del escritorio sin decir esta boca es mía.

– ¿Cómo has sabido que era yo? -dije por fin.

Opal levantó la vista y esgrimió una de aquellas sonrisas que hacían que pareciera saberlo todo.

– Te estaba esperando.

Sus labios eran como dos grandes almohadones y los llevaba pintados de color púrpura a juego con el vestido. Pensé en lo que había sentido al besar los labios de Elizabeth.

– Pero si no había pedido cita -protesté. Sabía que, aunque a mí no me faltaba intuición, Opal me daba cien mil vueltas. Volvió a sonreír.

– ¿En qué puedo servirte?

– Pensaba que lo sabrías sin necesidad de preguntármelo -bromeé sentándome en la silla giratoria. Y al recordar la silla giratoria del despacho de Elizabeth, la evoqué a ella, evoqué lo que sentía al abrazarla, reír con ella y oír su entrecortada respiración mientras dormía anoche.

– ¿Recuerdas el vestido que llevaba Caléndula en la reunión de la semana pasada? -pregunté.

– Sí.

– ¿Sabes dónde lo consiguió?

– ¿Por qué, tú también quieres uno? -preguntó Opal con ojos chispeantes.

– Sí -contesté retorciéndome los dedos-. O sea, no -agregué enseguida. Suspiré-. Quiero decir que sí, en realidad. Me gustaría saber dónde puedo conseguir ropa nueva.

¡Ea!, ya lo había soltado.

– Departamento de vestuario, dos pisos más abajo -indicó Opal.

– No sabía que hubiera un departamento de vestuario -dije sorprendido.

– Siempre ha estado ahí-dijo Opal entrecerrando los ojos-. ¿Puedo preguntar para qué lo necesitas?

– No lo sé. -Me encogí de hombros-. Es sólo que Elizabeth, ¿sabes?, es, em, es diferente de todos mis demás amigos. Se fija en esas cosas, ¿sabes?

Opal cabeceó lentamente.

Sentí que debía explicarme mejor. El silencio me hacía sentir violento.

– Verás, Elizabeth hoy me ha dicho que cree que si llevo siempre la misma ropa es porque se trata de un uniforme, o bien porque soy antihigiénico o porque carezco de imaginación. -Suspiré, meditándolo-. Pero si algo no me falta es imaginación.

Opal sonrió.

– Y me consta que no soy antihigiénico -proseguí-. Por eso me puse a pensar en lo del uniforme -me miré de arriba abajo-, y tal vez tenga razón, ¿sabes?

Opal frunció los labios.

– Una de las peculiaridades de Elizabeth es que ella también va de uniforme. Viste de negro, siempre los mismos trajes recatados, su maquillaje no la favorece, lleva el pelo siempre recogido, todo es muy convencional. Trabaja sin parar y se toma su trabajo muy en serio. -Levanté la mirada hacia Opal, pasmado al caer en la cuenta de algo-: ¡Es exactamente como yo, Opal!

Opal permaneció callada.

– Y todo este tiempo he estado llamándola adirruba.

Opal soltó una risita.

– Quería enseñarle a pasarlo bien, a vestirse de otro modo, a maquillarse con gracia, a que cambiara su vida para estar en condiciones de hallar felicidad, pero ¿cómo voy a hacerlo si soy exactamente como ella?

Opal asintió levemente con la cabeza.

– Te comprendo, Ivan. Tú también estás aprendiendo mucho de Elizabeth, eso es evidente. Ella te ayuda a sacar algo de tu interior mientras tú le enseñas toda una nueva forma de vida.

– El domingo estuvimos cazando Jinny Joes -dije en voz baja, corroborando así la teoría de Opal.

Ella abrió un armarito a sus espaldas y sonrió.

– Ya lo sé.

– ¡Vaya, qué bien, ya llegaron! -exclamé con alegría al ver los Jinny Joes que flotaban dentro de un tarro en el armarito.

– También llegó uno de los tuyos, Ivan -anunció Opal con seriedad.

Me puse colorado. Cambié de tema.

– Anoche consiguió dormir seis horas seguidas sin interrupción. Es la primera vez que lo hace.

La expresión de Opal no se dulcificó.

– ¿Te lo ha contado ella, Ivan?

– No, la vi… -Me interrumpí, sin saber qué decir-. Oye, Opal, me quedé a pasar la noche, sólo la sostuve entre mis brazos hasta que se quedó dormida, no ocurrió nada especial. Ella me lo pidió. -Procuré sonar convincente-. Y pensándolo bien, lo hago cada dos por tres con otros amigos. Les leo cuentos, les hago compañía hasta que se duermen y a veces hasta duermo en el suelo junto a sus camas. Lo de Elizabeth no es diferente.

– ¿Ah, no?

No contesté.

Opal cogió su estilográfica rematada con una gran pluma de color púrpura, bajó la vista y reanudó su escritura caligráfica.

– ¿Cuánto tiempo más crees que necesitarás trabajar con ella?

Me quedé de una pieza. El corazón me dio un brinco. Opal nunca me había preguntado eso hasta ahora. Nunca abordábamos un caso como una cuestión de tiempo, siempre era una progresión natural. A veces bastaba con que pasaras un solo día con alguien, otras veces debías dedicarle meses. Cuando tus amigos estaban listos, estaban listos, y nunca antes habíamos tenido que fijar una fecha.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Oh -estaba nerviosa, inquieta-, sólo me lo preguntaba. Como cuestión de interés… Eres el mejor que tengo aquí, Ivan, y simplemente quiero que recuerdes que hay muchas otras personas que te necesitan.

– Eso ya lo sé -contesté con energía. La voz de Opal presentaba toda una gama de tonos que no había oído antes, tonos negativos que lanzaban colores azules y negros al aire y que no me gustaban ni pizca.

– Fantástico -dijo Opal con intencionado y excesivo desenfado-. ¿Puedes entregar esto en el laboratorio de análisis camino del vestuario?

Me alcanzó el tarro de Jinny Joes.

– Claro -cogí el tarro de sus manos. Había tres Jinny Joes dentro, uno de Luke, uno de Elizabeth y un tercero mío. Yacían en el fondo del tarro, descansando de su viaje en el viento-. Adiós -dije a Opal con notable torpeza retirándome del despacho. Me sentía como si acabásemos de discutir, aunque no había sido así.

Crucé el vestíbulo y me encaminé al laboratorio de análisis manteniendo la tapa del tarro bien cerrada para que no pudieran escapar. Cuando llegué a la entrada del laboratorio, Oscar corría de un lado a otro con cara de pánico.

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