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Capítulo 22

Elizabeth se sentía ebria de placer mientras conducía de regreso al pueblo, en compañía de Luke e Ivan. Habían pasado las últimas dos horas persiguiendo y atrapando lo que Ivan insistía en llamar Jinny Joes. Después, muy cansados y sin aliento se habían desplomado en la hierba alta inspirando el fresco aire marino de primeras horas del día. Elizabeth no recordaba la última vez que se había reído tanto. De hecho, no creía que hubiese reído tanto en toda su vida.

Ivan parecía tener una energía sin límites y un apetito insaciable por todo lo nuevo y emocionante. Hacía muchísimo tiempo que Elizabeth no se exaltaba; era una sensación que no asociaba con su vida adulta. No había sentido el cosquilleo de la antelación en el estómago desde que era una niña; nunca había anhelado nada hasta el punto de sentir que iba a reventar si aquello no ocurría aquí y ahora. Pero estar con Ivan le devolvía todas esas sensaciones. El tiempo transcurría muy deprisa cuando estaba con él, tanto si andaban dando saltos por el campo como si simplemente se hacían compañía en silencio, cosa que ocurría a menudo. Siempre deseaba que el tiempo se ralentizara cuando él estaba presente y cuando la abandonaba siempre se quedaba con ganas de más. Había atrapado muchas semillas de diente de león aquella mañana y en su fuero interno muchos de sus deseos habían sido para que el tiempo que estaban pasando juntos ese día se prolongara y que el viento no amainara para poder aferrarse al momento, junto con Luke.

Elizabeth equiparó esas sensaciones tan fuertes, casi obsesivas, a las de un enamoramiento infantil, pero con más profundidad. Se sentía atraída por todo lo de Ivan; la manera de hablar, la manera de vestir, las palabras que empleaba, su aparente inocencia pese a tener un hondo conocimiento de sabios puntos de vista. Siempre decía lo que había que decir, incluso cuando ella no tenía ganas de oírlo. La oscuridad desaparecía del fondo de los túneles de Elizabeth y de súbito era capaz de ver más allá. Cuando Ivan entraba tan campante en una habitación traía consigo claridad e inteligencia. Era la encarnación de la esperanza, y entonces Elizabeth entendía que para ella las cosas podían no ser fantásticas o maravillosas o el colmo de la felicidad, pero que podían irle bien. Y eso le bastaba.

Ivan ocupaba sus pensamientos en todo momento; ella repetía sus conversaciones una y otra vez. Le hacía una pregunta tras otra y él siempre se mostraba abierto y sincero en sus respuestas, pero después, tendida en la cama, Elizabeth caía en la cuenta de que no sabía más que antes acerca de él pese a que hubiese contestado a todas sus preguntas. Aun así percibía que eran dos seres muy similares. Dos personas solitarias que volaban llevadas por la brisa como semillas de diente de león, portadores de sus respectivos deseos.

Por descontado, tales sentimientos la asustaban. Por descontado, atentaban contra sus principios, pero por más que lo intentara le era imposible evitar que el pulso se le acelerara cuando la piel de Ivan rozaba la suya, le era imposible evitar buscarle cuando creía que podía andar cerca. Le era imposible evitar que invadiera sus pensamientos. Ivan se acurrucaba con naturalidad entre sus brazos a pesar de que éstos no estuvieran abiertos; se presentaba en su casa sin estar invitado y no obstante a Elizabeth le era imposible evitar abrirle la puerta una vez tras otra.

La atraía su presencia, lo que le hacía sentir, sus silencios y sus palabras. Se estaba enamorando de él.

El lunes por la mañana Elizabeth entró en el café de Joe caminando y tarareando la misma canción que había estado tarareando la semana anterior y que al parecer no lograba quitarse de la cabeza.

Eran las ocho y media y la cafetería estaba atestada de turistas que se habían detenido a desayunar antes de regresar a su autocar, el cual les llevaría hasta la parada siguiente de su excursión. La cafetería bullía de conversaciones en alemán. Joe se afanaba recogiendo servicios sucios de las mesas, llevándolos a la cocina y regresando con platos llenos de desayunos irlandeses que su esposa había preparado.

Elizabeth le hizo señas pidiendo café y él enseguida asintió con la cabeza acusando recibo del pedido, sin tiempo para cotillear. Elizabeth buscó una mesa y el pulso se le aceleró al ver a Ivan en la otra punta del establecimiento. Incapaz de controlar la alegría que se adueñó de ella sonrió de oreja a oreja. Sintió la excitación invadir todo su cuerpo mientras se abría paso entre las mesas en dirección a él. La visión de Ivan la trastornaba.

– Hola -musitó Elizabeth odiándose al notar el cambio de su voz.

– Buenos días, Elizabeth-saludó Ivan sonriendo. Su voz también era distinta.

Ambos lo percibieron, percibieron algo, y se quedaron mirándose a los ojos.

– Te he guardado una mesa.

– Gracias.

Sonrisas.

– ¿Tomo nota de un desayuno? -preguntó Joe, bolígrafo y bloc en mano.

Elizabeth no solía desayunar, pero al ver la manera en que Ivan estudiaba la carta pensó que podía llegar unos minutos más tarde a la oficina para variar.

– ¿Me traes otra carta, Joe, por favor?

Joe la fulminó con la mirada.

– ¿Por qué quieres otra carta?

– Para poder leerla.

– ¿Qué le pasa a la que está encima de la mesa? -preguntó Joe malhumorado.

– Vale, vale -dijo Elizabeth echándose atrás y arrimándose a Ivan para compartir la carta.

Joe la miró con recelo.

– Me parece que tomaré el desayuno irlandés -dijo Ivan relamiéndose.

– Para mí lo mismo -dijo Elizabeth a Joe.

– ¿Lo mismo que qué?

– El desayuno irlandés.

– Vale, pues un desayuno irlandés y un café.

– No -repuso Elizabeth arrugando la frente-, dos desayunos irlandeses y dos cafés.

– ¿Estás comiendo por dos? -preguntó Joe mirándola de arriba abajo.

– ¡No! -exclamó Elizabeth y se volvió hacia Ivan con una mirada de disculpa en cuanto Joe se alejó-. Siento lo de Joe; a veces hace cosas raras.

Joe puso dos cafés en la mesa, volvió a mirarla con recelo y se fue pitando a servir otra mesa.

– Está muy concurrido este sitio, hoy -dijo Elizabeth sin apenas apartar la vista de Ivan.

– ¿En serio? -pregunto Ivan mirándola fijamente a los ojos.

Un hormigueo estremeció todo el cuerpo de Elizabeth.

– Me gusta cuando el pueblo está así. Parece que resucite. No sé cómo será Aisatnaf, pero aquí acabas harto de ver siempre las mismas caras. Los turistas cambian el escenario, te dan algo tras lo que esconderte.

– ¿De qué tienes que esconderte?

– Ivan, todos los lugareños me conocen. Casi saben más que yo misma sobre la historia de mi familia.

– Yo no escucho a los lugareños, te escucho a ti.

– Lo sé. Durante el verano este sitio es como un árbol grande, fuerte y hermoso -trató de explicar-, pero en invierno le arrebatan las hojas y se queda desnudo, sin nada para taparte o darte intimidad. Siempre me siento como si estuviera expuesta en un escaparate.

– ¿No te gusta vivir aquí?

– No es eso. Es sólo que a veces este pueblo necesita animarse un poco, que le den una buena patada en el trasero. Cada mañana me siento aquí y sueño que salgo a la calle y derramo mi café a fin de darle la inyección que necesita para despertarse.

– Muy bien, ¿y por qué no lo haces?

– ¿Qué quieres decir?

Ivan se puso de pie.

– Elizabeth Egan, ven conmigo y trae tu tazón de café.

– Pe…

– No hay peros que valgan. Anda, ven.

Dicho esto salió de la cafetería. Ella lo siguió un tanto confundida llevando el tazón consigo.

– ¿Y bien? -preguntó tras tomar un sorbo.

– Bueno, creo que ya va siendo hora de que des a este pueblo una buena inyección de cafeína -anunció Ivan mirando a un lado y al otro de la calle desierta.

Elizabeth le miró sin comprender.

– Venga. -Ivan dio un ligero golpe al tazón derramando café lechoso por la acera-. Uy -dijo secamente.

Elizabeth se rió.

– Estás como una cabra, Ivan.

– ¿Que yo estoy como una cabra? Eres tú quien lo ha sugerido.

Volvió a golpear el tazón, más fuerte esta vez, salpicando más copiosamente el suelo. Elizabeth soltó un grito y dio un salto hacia atrás para no mancharse los zapatos.

Atrajo unas cuantas miradas del interior de la cafetería.

– ¡Venga, Elizabeth!

Aquello resultaba absurdo, ridículo y completamente infantil. No tenía ningún sentido hacerlo, pero al recordar cómo se había divertido la víspera en el campo, cuánto había reído y cómo había flotado el resto del día anheló revivir aquella sensación. Ladeó el tazón dejando que todo el café cayera al suelo. Al principio formó un charco y luego lo observó llenar las grietas de las losas y fluir lentamente hacia la calzada.

– Eso no habrá despertado ni a los insectos -bromeó Ivan.

– Muy bien, pues, aparta -advirtió Elizabeth enarcando una ceja.

Ivan se apartó mientras Elizabeth extendía el brazo y giraba sobre sí misma. El café salió despedido como de una fuente.

Joe asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Qué estás haciendo, Elizabeth? ¿No te he preparado un buen café? -Parecía preocupado-. Me estás haciendo quedar mal delante de esta gente.

Señaló con la cabeza al grupo de turistas que se estaba congregando en la ventana, observándola. Ivan se echó a reír.

– Me parece que esto requiere otro tazón de café -anunció.

– ¿Otro café? -preguntó Elizabeth asustada.

– De acuerdo -dijo Joe retrocediendo despacio.

– Perdone, ¿qué está pasando? -preguntó un turista a Joe, que se disponía a volver dentro.

– Ah, esto es, eh… -Joe se quedó sin saber qué decir-. Es una costumbre que tenemos aquí, en Baile na gGroíthe. Los lunes por la mañana, esto, eh… -Se volvió hacia Elizabeth que giraba sobre sí misma riendo y esparciendo café por la acera-. Como ve, nos gusta salpicarlo todo de café. Es bueno para, eh… -observó cómo Elizabeth derramaba el líquido en las jardineras de las ventanas-, para las flores.

Tragó saliva. El turista enarcó las cejas con interés y sonrió divertido.

– En ese caso, otras cinco tazas de café para mis muy queridos amigos.

Tras vacilar un momento, Joe desplegó una amplia sonrisa al ver una ocasión de ganar dinero.

– Marchando cinco tazas.

Al cabo de un momento su sumaron a Elizabeth cinco extranjeros que empezaron a bailar girando sobre sí mismos, riendo y chillando mientras derramaban café por la acera. Esto hizo que ella e Ivan rieran aún con más ganas hasta que se escabulleron de los turistas. Éstos, aunque en secreto intercambiaban miradas de perplejidad respecto de aquella tonta costumbre irlandesa de derramar café por el suelo, se decían que a fin de cuentas proporcionaba una sana diversión.

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