Elizabeth estaba sentada a la mesa de cristal en la cocina impoluta, rodeada de resplandecientes encimeras de granito, armarios de roble pulido y brillantes losas de mármol. Acababa de darle uno de sus arrebatos de limpieza y aún no tenía las ideas en orden. Cada vez que sonaba el teléfono se precipitaba a contestar pensando que sería Saoirse, pero era Edith interesándose por Luke. Elizabeth aún no había recibido noticias de su hermana, su padre seguía aguardando en su antiguo dormitorio; llevaba casi dos semanas sentado, comiendo y durmiendo en el mismo sillón. Se negaba en redondo a hablar con Elizabeth, ni siquiera permitía que cruzara el umbral de la puerta principal, de modo que Elizabeth tuvo que contratar a una asistenta que fuera a cocinar algo a diario y a limpiar de vez en cuando. Algunos días su padre la dejaba entrar, otros no. El muchacho que trabajaba con él en la granja había asumido todas las tareas. Todo aquello le estaba costando a Elizabeth un dinero que no se podía permitir, pero no había otra cosa que pudiera hacer. No podía ayudar a los otros dos miembros de su familia si no se dejaban ayudar. Y por primera vez se preguntó si tenía algo en común con ellos después de todo.
Habían vivido juntos, las niñas se habían criado juntas, pero por separado, y todavía permanecían juntos en el mismo pueblo. Se comunicaban más bien poco entre sí, pero cuando uno de ellos se ausentaba…, bueno, importaba. Estaban atados por una cuerda vieja y desgastada que había terminado siendo objeto de tira y afloja.
Elizabeth no se veía con ánimos de contar a Luke lo que estaba pasando y, por supuesto, él sabía que ocurría algo. Ivan tenía razón, las criaturas poseían un sexto sentido para esa clase de cosas, pero Luke era tan buen niño que en cuanto percibió la tristeza de Elizabeth se retiró al cuarto de jugar. Por eso ella oía el ruido amortiguado de los bloques de construcción. Sólo conseguía hablarle para decirle que se lavara las manos, que se expresara correctamente y que dejara de arrastrar los pies. Era incapaz de tenderle los brazos abiertos, sus labios no podían formar las palabras «te quiero», pero a su manera se esforzaba por hacerle sentir seguro y querido. Ella había estado en su lugar, sabía lo que era desear que te sostuvieran, te abrazaran, te besaran en la frente y te acunaran. Que te hicieran sentir a salvo aunque sólo fuese un momento, que te hicieran saber que había alguien que te protegía, que la vida no sólo dependía de ti y que no estabas obligado a vivirla con tu fantasía.
Ivan le había proporcionado unos cuantos momentos así durante las últimas semanas. Le había dado un beso en la frente y la había acunado hasta que se durmió, de modo que cerró los ojos sin experimentar el impulso de mirar por la ventana y buscar a otra persona más allá. Pero Ivan, el encantador Ivan, estaba envuelto en un velo de misterio. Aunque ella nunca había conocido a nadie que tuviera la habilidad de hacerle reconocer su propia y auténtica personalidad, y que la ayudara a adquirir más aplomo, no dejaba de admirarla la ironía de que aquel hombre que hablaba en broma de la invisibilidad llevara de hecho una capa de invisibilidad. Ciertamente Ivan la estaba situando en el mapa y le mostraba el camino, sin embargo él mismo no tenía ni idea de hacia dónde iba, de dónde venía, quién era. Le gustaba hablar de los problemas de ella, ayudarla a curarse y a comprenderse, pero él no le había hablado ni una sola vez de sus propias dificultades. Daba la impresión de que ella sólo era un entretenimiento para él, y Elizabeth se preguntaba qué ocurriría cuando acabase la diversión y alboreara la comprensión.
Algo le decía que el tiempo que pasaban juntos era valioso, como si necesitara atesorar cada minuto porque acaso fuera el último con él. Ivan era demasiado bueno para ser verdad, en su compañía vivía la magia de cada momento, tanto así que concluyó que aquello no podía durar para siempre. Ninguna de sus buenas épocas había durado; ninguna de las personas que habían iluminado su vida había logrado permanecer a su lado. Basándose en su suerte hasta la fecha, por puro miedo a perder algo tan especial, se limitaba a aguardar el día en que Ivan se marcharía. Fuera quien fuese él, la estaba curando, le estaba enseñando a sonreír, a reír, y ella se preguntaba qué podía enseñarle a él. Lo que más temía era que algún día Ivan, aquel hombre cariñoso de ojos tiernos, se daría cuenta de que ella no tenía nada que ofrecer, y que él tampoco podía darle nada porque Elizabeth había acabado por dejarle sin recursos.
Era lo que había ocurrido con Mark. Con el tiempo, Elizabeth simplemente no pudo seguir dándole más de sí misma sin desatender a su propia familia. Eso era lo que él quería que hiciera, por supuesto, cortar los cordones que la conectaban con su familia, pero ella era incapaz de hacerlo y nunca lo haría. Saoirse y su padre sabían cómo tirar de esos cordones y por eso se convirtió en su marioneta. Como resultado se encontró sola, criando a un niño que nunca había deseado, mientras que el amor de su vida residía en Estados Unidos felizmente casado y era padre de un hijo. Ella llevaba cinco años sin saber nada de él. Pocos meses después de que Elizabeth regresara a Irlanda él había ido a verla aprovechando una escapada a la isla para visitar a su familia.
Aquellos primeros meses fueron los más duros. Elizabeth se había empeñado en hacer que Saoirse criara al bebé y por más que Saoirse protestara y asegurara que le importaba un bledo, Elizabeth no estaba dispuesta a permitir que su hermana desaprovechara la oportunidad de educar a su hijo.
El padre de Elizabeth no tuvo paciencia para aguantarlo; no soportaba oír los gritos del bebé toda la noche mientras Saoirse andaba por ahí de parranda. Elizabeth suponía que le recordaba demasiado aquellos años en que se vio solo con un bebé en brazos, bebé que más tarde se quitó de encima pasándoselo a su hija de doce años. Bueno, pues volvió a hacer lo mismo. Echó a Saoirse de la granja obligándola a presentarse en casa de Elizabeth con cuna y todo. El día en que esto sucedía fue el día en que Mark decidió salir de excursión para visitarla.
En cuanto éste echó un vistazo al estado de su vida, ella supo que lo había perdido para siempre. Poco tiempo después Saoirse desapareció de casa dejando al bebé con Elizabeth. Ésta pensó en dar el bebé en adopción, y lo pensó en serio. Cada noche de insomnio y cada día de estrés se prometía que haría aquella llamada. Pero no podía hacerlo. Quizá tuviese algo que ver con su rechazo a rendirse. Era obsesiva en su esfuerzo por alcanzar la perfección y no desistiría en su intento de ayudar a Saoirse. Además había una parte de ella empeñada en demostrar que era capaz de educar a un niño, que no era culpa suya que Saoirse hubiese salido como había salido. Con Luke no cabía equivocarse. El chico se merecía algo mucho mejor.
Elizabeth maldijo al recoger otro de sus bocetos, lo estrujó como una bola y lo lanzó a la papelera. El tiro resultó corto y como era incapaz de aguantar que algo estuviera fuera de sitio cruzó la habitación y lo echó donde correspondía.
La mesa de la cocina estaba cubierta de papel, lápices de colores, libros infantiles, personajes de tebeo… Lo único que había conseguido hacer era llenar la hoja de garabatos. Eso no bastaba para el cuarto de jugar y desde luego tampoco para el nuevo mundo que aspiraba a crear. Como de costumbre, ocurrió lo mismo que ocurría siempre que pensaba en Ivan: sonó el timbre y supo que era él. Se levantó, se arregló el pelo y la ropa mirándose en el espejo. Recogió los lápices de colores y el papel, pero se quedó plantada presa del pánico intentando decidir dónde meterlos. Entonces, se le resbalaron de las manos; y cuando renegando, trató de cogerlos, los papeles se le escaparon y cayeron planeando al suelo como hojas en una brisa de otoño.
Mientras estaba en cuclillas, percibió unas zapatillas rojas Converse cruzadas con desenfado en el umbral.
Elizabeth se desplomó, con las mejillas sonrosadas.
– Hola, Ivan -dijo negándose a mirarlo.
– Hola, Elizabeth. ¿Tienes avispas en el culo? -preguntó con alegre ironía.
– ¡Qué amable ha sido Luke al abrirte la puerta! -respondió Elizabeth con sarcasmo-. Es curioso, nunca lo hace cuando necesito que lo haga. -Alcanzó las hojas de papel del suelo y se puso de pie-. Vas de rojo -constató examinando la gorra roja, la camiseta roja y las zapatillas rojas.
– Así es -convino Ivan-. Vestirme de colores distintos es ahora mi distracción favorita. Hace que aún esté más contento.
Elizabeth bajó la vista a su negro atuendo y pensó en ello.
– ¿Qué es eso que tienes ahí? -preguntó Ivan irrumpiendo en sus pensamientos.
– Oh, no es nada -farfulló Elizabeth doblando las hojas que tenía juntas.
– Déjame verlo. -Ivan le arrebató los papeles-. ¿Qué tenemos aquí? El Pato Donald, Mickey Mouse -iba pasando páginas-, Winnie-the-Pooh, un coche de carreras y… ¿esto qué es?
Giró la hoja por completo para verla mejor.
– Nada -le espetó Elizabeth arrancándosela de la mano.
– No puede no ser nada; nada es algo así. -La miró inexpresivamente.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Elizabeth tras un momento de silencio.
– Nada, ¿lo ves? -contestó Ivan mostrándole las manos.
Elizabeth se apartó de él poniendo los ojos en blanco.
– A veces eres peor que Luke. Voy a tomar una copa de vino. ¿Te apetece algo? ¿Vino, cerveza, brandy?
– Un osav de echel, por favor.
– Me encantaría que dejaras de hablar al revés -le soltó ella al darle el vaso de leche-. ¿Es para variar? -preguntó irritada arrojando las hojas a la papelera.
– No, es lo que tomo siempre -contestó Ivan con alegre desparpajo estudiándola con recelo-. ¿Por qué está cerrado con llave ese armario?
– Em… -titubeó Elizabeth-, es para que Luke no tenga acceso al alcohol.
No podía decir que era por Saoirse. Luke había adquirido el hábito de esconder la llave en su cuarto cada vez que oía llegar a su madre.
– Vaya. ¿Tienes planes para el veintinueve?
Ivan giró sobre sí mismo en un taburete de la mesa de desayuno y observó cómo Elizabeth hurgaba entre las botellas de vino torciendo el gesto con concentración.
– ¿Cuándo cae el veintinueve? -preguntó ella a su vez. Cerró el armario y buscó un sacacorchos en un cajón.
– El sábado.
Elizabeth se sonrojó y apartó la vista centrando toda su atención en abrir la botella.
– Este sábado salgo.