Baile na gCroíthe se estaba despertando cuando Elizabeth enfiló el puente de piedra gris que le servía de puerta. Dos inmensos autocares llenos de turistas avanzaban muy despacio intentando cruzarse en la estrecha calle sin rozarse. Dentro, Elizabeth vio caras aplastadas contra las ventanillas, gente soltando exclamaciones, sonriendo y señalando, cámaras levantadas hasta los cristales para captar en película aquella villa como de muñecas. El conductor del autobús que venía hacia ella se humedeció los labios con cara de concentración y Elizabeth acertó a ver el sudor que le perlaba la frente al maniobrar lentamente el desmedido vehículo por la estrecha calle que en su día se diseñó para caballos y carros. Los costados de los autocares casi se tocaban. Al lado del conductor el guía turístico, micrófono en mano, hacía lo posible por entretener a su público a tan temprana hora de la mañana.
Elizabeth echó el freno de mano y suspiró profundamente. Aquello ocurría con frecuencia en el pueblo y sabía que podía durar un buen rato. Dudaba que los autocares fueran a detenerse. Rara vez lo hacían a no ser que efectuaran una breve parada para ir al lavabo. Siempre se tenía la impresión de que el tráfico atravesaba Baile na gCroíthe sin detenerse jamás. Elizabeth no los culpaba; era un lugar estupendo para ayudarte a llegar a dondequiera que fueras, pero no para quedarte en él. Los vehículos aminoraban la marcha y los visitantes tenían ocasión de ver cuanto había que ver, pero luego los conductores pisaban el acelerador y salían zumbando por la otra punta.
Tampoco era que Baile na gCroíthe no fuese bonito; sin duda lo era y mucho. Su mayor motivo de orgullo fue ganar el concurso Ciudad Cuidada por tercer año consecutivo, y cuando entrabas al pueblo, encima del puente un esplendoroso arreglo floral formaba un rótulo de bienvenida. Los arreglos florales se sucedían por toda la localidad. Las jardineras adornaban las fachadas de las tiendas, había canastas colgadas de las farolas negras, los árboles crecían a lo largo de la calle mayor. Cada edificio estaba pintado de un color diferente y la calle mayor, la única calle, era un arco iris de tonos pastel y colores atrevidos como verdes menta, rosas asalmonados, lilas, amarillos limón y azules de lo más variopinto. Las aceras relucían sin el menor rastro de desperdicios y en cuanto levantabas la vista por encima de los tejados grises de pizarra te encontrabas rodeado por majestuosas montañas verdes. Era como si Baile na gCroíthe estuviera arrebujado, acurrucado en el seno de la Madre Naturaleza.
Acogedor o asfixiante.
La oficina de Elizabeth estaba ubicada entre una estafeta de correos verde y un supermercado amarillo. El edificio era azul celeste y el local quedaba justo encima del negocio de telas, cortinas y tapicería de la señora Bracken. Anteriormente la tienda había sido la ferretería del señor Bracken, pero cuando éste murió diez años atrás Gwen decidió convertirla en su propia tienda. Según parecía tomaba decisiones fundamentándose estrictamente en lo que su difunto marido habría pensado. Abrió la tienda «porque es lo que el señor Bracken habría querido». No obstante, Gwen se resistía a salir los fines de semana o a participar en eventos sociales, dado que «no es lo que el señor Bracken habría querido». En opinión de Elizabeth, lo que hacía feliz o infeliz al señor Bracken parecía concordar la mar de bien con la filosofía vital de la señora Gwen.
Los autocares avanzaban cruzándose centímetro a centímetro. Baile na gCroíthe con tráfico de hora punta: el resultado de dos autobuses excesivamente grandes tratando de compartir la estrecha calle. Finalmente ambos consiguieron pasar y Elizabeth contempló con displicencia cómo el guía turístico saltaba de su asiento presa de un súbito entusiasmo, micrófono en mano, logrando convertir lo que esencialmente era un aburrido atasco en un viaje apasionante en autobús por las carreteras secundarias de Irlanda. Aplausos y vítores a bordo del autocar. Una nación en fiesta. Más flashes por las ventanillas y los ocupantes de ambos autocares despidiéndose con gestos de la mano tras haber compartido la emoción de aquella mañana.
Elizabeth siguió adelante, miró por el retrovisor y vio fenecer el entusiasmo de la celebración a bordo del autocar cuando éste se encontró de cara con otro en el puentecillo que había que cruzar para salir del pueblo. Los brazos bajaron despacio y los flashes se extinguieron mientras los turistas se acomodaban preparándose para otra prolongada lucha que les permitiría continuar el viaje.
La villa tenía tendencia a hacer eso. Casi como si lo hiciera a propósito. Te abría la puerta de su corazón con los brazos extendidos, te mostraba cuanto tenía que ofrecer, con sus flamantes tiendas multicolores de fachadas decoradas con flores. Era como llevar a un niño a una tienda de golosinas y mostrarle los estantes llenos de resplandecientes y azucarados caramelos que le hacían la boca agua, y acto seguido, mientras los contemplaba con ojos como platos y el pulso acelerado, proceder a cerrar los botes apretando bien las tapas. En cuanto habías percibido la belleza del lugar, te dabas cuenta de que no tenía nada más que ofrecer.
Curiosamente, resultaba más fácil de cruzar el puente de entrada que el de salida. Éste trazaba una curva peculiar haciendo que el hecho de abandonar el pueblo entrañara cierta dificultad. Cada vez que pasaba por allí, Elizabeth se sentía agobiada.
Sucedía lo mismo que con la carretera que partía del hogar de infancia de Elizabeth; le resultaba imposible marcharse de prisa. Pero algo tenía aquel pueblo que siempre terminaba por arrastrarla de vuelta pese a que durante años había intentado resistirse. En una ocasión había conseguido mudarse a Nueva York. Lo hizo siguiendo a su novio y la oportunidad de diseñar un club nocturno. Le encantó vivir allí. Le encantó que nadie conociera su nombre, su rostro ni la historia de su familia. Podía pedir un café, mil clases distintas de café, sin recibir una mirada compasiva por cualquier drama familiar recientemente acontecido. Nadie sabía que su madre la había abandonado siendo ella una niña, que su hermana era una rebelde de conducta alocada ni que su padre apenas le dirigía la palabra. Le encantó estar enamorada allí. En Nueva York podía ser quien quisiera ser. En Baile na gCroíthe no podía escapar de ser quien era.
Se dio cuenta de que todo el rato había estado tarareando con la boca cerrada aquella estúpida canción que Luke quería hacerle creer que era invención de «Ivan». Luke la llamaba «la canción del tarareo» y resultaba puñeteramente pegadiza, alegre y repetitiva. Dejó de cantar y aparcó el coche en un espacio libre que encontró en la calle mayor. Echó el asiento del conductor hacia atrás y alargó el brazo para agarrar el maletín del asiento trasero del coche. Lo primero era lo primero: café. Baile na gCroíthe aún tenía que iniciarse en las maravillas de Starbucks; de hecho, sólo hacía un mes que Joe's finalmente había accedido a que Elizabeth se llevara el café al despacho, pero el propietario estaba comenzando a hartarse de tener que pedirle que le devolviera los pocillos.
A veces Elizabeth pensaba que el pueblo entero necesitaba una buena inyección de cafeína. En determinados días de invierno era como si el lugar aún tuviera los ojos cerrados y anduviera sonámbulo. Necesitaba una buena sacudida. Pero en los días de verano como aquél siempre había bullicio con tanto autocar atravesando el pueblo. Entró en el establecimiento de Joe, pintado de color violeta, que estaba prácticamente vacío, como de costumbre. La idea de tomar el desayuno fuera de casa aún no contaba con adeptos entre los lugareños.
– Hombre, aquí está ella en persona -atronó la voz de Joe, con su deje local-. Seguro que se le han pegado las sábanas y se muere por un café.
– Buenos días, Joe.
Joe fingió que consultaba la hora en su reloj de pulsera y dio unos golpecitos a la esfera con ademán afectado.
– Esta mañana vamos un poco retrasados, ¿no? -Enarcó las cejas-. Pensé que igual estabas en cama enferma de gripe estival. Se diría que todo el mundo se ha contagiado esta semana. -Intentó bajar la voz, pero lo único que consiguió fue bajar la cabeza y subir la voz-. Desde luego Sandy O'Flynn la cogió justo después de desaparecer la otra noche del pub con P. J. Flanagan, que la tuvo la semana anterior. La pobre se ha pasado todo el fin de semana en la cama. -Dio un resoplido-. Conque la acompañaba a su casa… Y un huevo. No había oído una estupidez más grande en toda mi vida.
La irritación de Elizabeth iba en aumento. No le interesaban lo más mínimo los chismes sobre personas que no conocía, y menos aún habiendo sido consciente durante tantos años de que su propia familia daba pie a toda suerte de cotilleos.
– Un café, Joe, por favor -dijo Elizabeth resueltamente haciendo caso omiso de sus divagaciones-. Para llevar. Con nata en vez de leche -agregó con severidad pese a que tomaba lo mismo cada día, mientras hurgaba en su bolso buscando el billetero a fin de dar a entender a Joe que no disponía de tiempo para platicar.
Joe fue lentamente hasta la cafetera. Para mayor fastidio de Elizabeth, Joe sólo despachaba una clase de café. Y era café instantáneo. Elizabeth añoraba la variedad de sabores que podía tomar en otras ciudades; añoraba la dulce suavidad de la vainilla francesa en una cafetería de París, el cremoso e intenso aroma a crema de avellana en una bulliciosa cafetería de Nueva York, la sustanciosa y aterciopelada obra maestra de la nuez de macadamia en Milán y su favorito, el Coco Mocha-Nut, la mezcla de chocolate y coco que la transportaba desde un banco de Central Park hasta una hamaca en el Caribe. Allí, en Baile na gCroíthe, Joe llenaba la pava eléctrica y le daba al interruptor. Una mísera pava en una cafetería y ni siquiera había puesto el agua a hervir. Elizabeth puso los ojos en blanco.
Joe la miraba fijamente. Parecía estar a punto de preguntar:
– ¿Y qué te ha retrasado tanto, pues?
Eso.
– Son sólo cinco minutos más tarde de lo habitual, Joe -repuso Elizabeth con aire incrédulo.
– Lo sé, lo sé, pero cinco minutos podrían ser cinco horas para ti. ¿Seguro que los osos no planean su hibernación según tu reloj?
Eso hizo sonreír a Elizabeth, aunque fuese a su pesar.
Joe se rió entre dientes y le guiñó el ojo.
– Eso está mejor.
La pava avisó de que el agua hervía y Joe se volvió para preparar el café.
– Los autocares me han retrasado -dijo Elizabeth en voz baja cogiendo el tazón de manos de Joe.