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– Ah, ya los he visto. -Señaló hacia la ventana con el mentón-. Jaimsie se ha apañado muy bien para salir del atasco.

– ¿Jaimsie?

Elizabeth frunció el ceño y añadió una cucharada de nata. Ésta se derritió enseguida y llenó la taza hasta el borde. Joe la miró con repugnancia.

– Jaimsie O'Connor. El hijo de Jack -explicó-. Jack, cuya otra hija, Mary, acaba de celebrar su compromiso con ese muchacho de Dublín el pasado fin de semana. Vive en Mayfair. Cinco hijos. Al pequeño lo arrestaron la semana pasada por arrojarle una botella de vino a Joseph.

Elizabeth se quedó inmóvil y lo miró sin comprender.

– Joseph McCann -repitió Joe como si estuviera loca por no conocerle- Hijo de Paddy. Vive en Newtown. La mujer murió el año pasado; se ahogó en la ciénaga. Su hija Maggie dijo que fue un accidente, aunque está claro que la familia resultó sospechosa debido a la pelea que habían tenido por no dejarla escapar con ese alborotador de Cahirciveen.

Elizabeth dejó el dinero en la barra y sonrió, deseosa de no seguir tomando parte en su singular conversación.

– Gracias, Joe -dijo dirigiéndose a la puerta.

– Bueno -respondió Joe para concluir su divagación-, sea como fuere Jaimsie era quien conducía el autocar. Acuérdate de devolverme el tazón -añadió levantando la voz, y rezongó para sí mismo-: Café para llevar, ¿alguien ha oído algo más absurdo en su vida?

Antes de salir a la calle Elizabeth le gritó desde la puerta:

– Joe, ¿no has pensado en agenciarte una cafetera? Así podrías hacer cafés con leche y capuchinos y expresos en vez de esta porquería instantánea.

Alzó el tazón.

Joe cruzó los brazos, se apoyó contra la barra y replicó con voz aburrida:

– Elizabeth, si no te gusta mi café, no te lo bebas. Yo tomo té. Sólo hay una clase de té que me guste. Se llama té. No tiene ningún nombre estrambótico.

Elizabeth sonrió.

– En realidad hay muchas variedades distintas de té. El chino…

– Venga, largo de aquí. -Hizo un ademán desdeñoso como si quisiera ahuyentarla-. Si te salieras con la tuya, acabaríamos todos tomando té con palillos y añadiendo chocolate y nata al café como si fuese un postre. Aunque ya que lo dices, permíteme una sugerencia también a mí: ¿qué te parece si compras un hervidor para la oficina y dejas de torturarme?

– ¿Y tú dejas de facturar?

Elizabeth sonrió y salió a la calle. El pueblo se había desperezado tras un gran bostezo y se dirigía adormilado del dormitorio al cuarto de baño. Pronto estaría duchado, vestido y completamente despierto. Como de costumbre ella iba un paso por delante pese a que aquel día llevase cierto retraso.

Elizabeth siempre era la primera en llegar; le encantaba el silencio, la quietud que reinaba en la oficina a aquella hora del día. La ayudaba a concentrarse en la jornada que la aguardaba antes de que sus bulliciosas colegas comenzaran a hacer ruido y el tráfico tomara las calles. Elizabeth no era dada a charlar y reírse tontamente. Así como sólo comía para mantenerse con vida, sólo hablaba para decir lo que tenía que decir. No era el tipo de mujer a quien oía de refilón en los restaurantes y cafeterías riendo entre dientes y cotilleando sobre lo que alguien había dicho algún día acerca de algo. Las conversaciones vanas no despertaban su interés.

No desmenuzaba ni analizaba conversaciones, miradas, apariencias ni situaciones. Los dobles sentidos no iban con ella; siempre decía lo que quería decir. No disfrutaba con los debates y las discusiones acaloradas. Pero sentada en el silencio de su pequeño despacho supuso que ése era el motivo por el que no contaba con un círculo de amistades. Antaño había procurado tener más trato social, sobre todo en sus tiempos de universitaria, con tentativas por adaptarse al nuevo entorno, pero, tal como le sucedía en la actualidad, enseguida se desconectaba de las charlas intrascendentes.

Nunca había suspirado por hacer amigos. Desde la niñez había gustado de su propia compañía y disfrutado con sus propios pensamientos y luego, en la adolescencia, tuvo a Saoirse como distracción. Le gustaba el orden metódico que le permitía depender de sí misma y organizar su tiempo más eficazmente que si tuviera amigos. A su regreso de Nueva York se le ocurrió montar una fiesta en su casa nueva con los vecinos. Pensó que sería un buen modo de recomenzar de cero e intentar hacer amistades, tal como hacía casi todo el mundo, pero como de costumbre Saoirse irrumpió en la casa y de un solo y maligno tirón se las arregló para ofender a todos y cada uno de los invitados sentados a la mesa. Acusó a Ray Collins de tener una aventura, a Bernie Conway de tener un trabajo estúpido y al sexagenario Kevin Smith de mirarla como un viejo verde. El resultado de las barbaridades y los desvaríos de Saoirse fueron el lloro de Luke (que contaba nueve meses), unas cuantas caras enrojecidas alrededor de la mesa y un costillar de cordero quemado.

Por supuesto los vecinos no fueron tan estrechos de miras como para pensar que Elizabeth era responsable de la conducta de su familia, pero después de aquello ella se dio por vencida. Dado su escaso instinto gregario prefirió evitar el bochorno de tener que dar explicaciones y disculparse cada dos por tres.

Para ella el silencio valía más que mil palabras. En el silencio hallaba paz y claridad. Salvo durante la noche, pues entonces el embrollo de sus propios pensamientos la mantenía despierta sonando como mil voces que se pisaban e interrumpían tanto que a duras penas conseguía cerrar los ojos.

Ahora la tenía preocupada el comportamiento de Luke. El personaje de Ivan llevaba demasiado tiempo merodeando por la cabeza de su sobrino. A lo largo del fin de semana había observado a Luke caminar, hablar y jugar a solas, carcajeándose y riendo por lo bajini como si lo estuviera pasando en grande. Quizás estuviera pasando por alto algo que ella debía hacer al respecto. Y Edith no estaba allí para presenciar aquel extraño comportamiento y ocuparse de resolverlo con el maravilloso tacto del que siempre hacía gala en su trato con Luke. Tal vez Elizabeth debiera saber automáticamente cómo actuar. Una vez más los misterios de la maternidad levantaban su fea cabeza y ella no tenía a quién pedir consejo. Tampoco tenía un ejemplo del que aprender. Bueno, eso no era verdad en sentido estricto; había aprendido qué no hacer, lección tan buena como cualquier otra. Hasta entonces se había guiado por el instinto, había cometido unos cuantos errores por el camino, pero en términos generales consideraba que Luke se había convertido en un niño educado y equilibrado. Aunque quizá lo estuviera haciendo todo mal. ¿Y si Luke terminaba siendo como Saoirse? ¿Qué había hecho ella tan mal con Saoirse cuando era niña para provocar que terminara siendo como era? Elizabeth gruñó consternada y apoyó la cabeza en el escritorio.

Encendió el ordenador y tomó unos sorbos de café mientras éste arrancaba. Luego fue a Google, escribió las palabras «amigo imaginario» y pulsó «Búsqueda». Cientos de sitios aparecieron en su pantalla. Media hora más tarde se sentía mucho mejor a propósito del caso Ivan.

Para su sorpresa aprendió que los amigos imaginarios eran muy comunes y que no suponían un problema siempre y cuando no interfirieran en la vida normal del niño. Aunque el mismo hecho de tener un amigo imaginario constituía una interferencia directa en la vida normal, al parecer no suponía un problema según los médicos online. Sitio tras sitio le dijeron que preguntara a Luke qué pensaba y hacía Ivan, ya que ésa sería una forma positiva de dar a Elizabeth una idea de lo que estuviera pensando Luke. De hecho, alentaron a Elizabeth a poner la mesa contando con su invitado fantasma e insistieron en que no era preciso que sacara a relucir que el «amigo» de Luke sólo existía en su imaginación. La alivió enterarse de que los amigos imaginarios eran un indicio de creatividad y no de soledad ni de estrés.

Aun así, no obstante, aquello iba a resultarle difícil a Elizabeth. Atentaba contra todo en lo que creía. Su mundo y la tierra de la fantasía existían en dos planos muy diferentes y le costaba lo indecible hacer comedia. Se veía incapaz de hacer ruiditos de bebé a un recién nacido, de fingir que se escondía tapándose con las manos o de dar vida o voz a un oso de peluche. Ni siquiera de estudiante había conseguido hacer teatro improvisado. Había crecido sabiendo que no debía hacer eso, que no debía parecerse a su madre por miedo a que su padre se enojara. Se lo habían inculcado desde pequeñita y ahora los expertos le estaban diciendo que todo eso tenía que cambiar.

Se terminó el café pese a que ya estaba frío y leyó la última frase de la pantalla.

«Los amigos imaginarios desaparecen transcurridos tres meses, tanto si los alientas como si no.»

Dentro de tres meses estaría más que contenta de ver la espalda de Ivan y regresar de nuevo a la vida normal. Pasó las páginas de su calendario y marcó el mes de agosto con un círculo rojo. Si Ivan no se había marchado de su casa para entonces, no dudaría en abrir la puerta y mostrarle el camino de salida ella misma.


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