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Capítulo 8

Ivan reía mientras daba vueltas en la silla giratoria de piel negra del mostrador de recepción situado fuera del despacho de Elizabeth, a quien oía hablar por teléfono en la habitación contigua organizando una reunión con su aburrida voz de adulta. Pero en cuanto colgó el teléfono la oyó tararear de nuevo su canción. Rió para sus adentros. Definitivamente la melodía era adictiva; una vez que se te metía en la cabeza apenas podías hacer nada para librarte de ella.

Giró en la silla cada vez más deprisa haciendo piruetas sobre ruedas hasta que se le revolvió el estómago y le palpitaron las sienes. Decidió que dar vueltas en la silla era su juego favorito. Ivan sabía que a Luke le habría gustado jugar a dar vueltas en la silla y al recordar su triste carita aplastada contra la ventanilla del coche a primera hora de la mañana la mente se le fue por las ramas y la silla perdió velocidad. Ivan tenía muchas ganas de visitar la granja y además le había dado la impresión de que al abuelo de Luke le convenía un poco de diversión. En eso era semejante a Elizabeth. Dos viejos odirrubas aburridos.

En fin, al menos aquella separación daba tiempo a Ivan para observar a Elizabeth con vistas a redactar un informe sobre ella. Tenía una reunión al cabo de pocos días en la que habría de presentar al resto del equipo el perfil de los sujetos con quienes estaba trabajando en aquel momento. Lo hacían muy a menudo. Bastarían unos cuantos días más con ella para demostrar que no le veía y luego podría volver a concentrarse en Luke. Quizás hubiera algo que estuviera pasando por alto a pesar de sus años de experiencia.

Cuando comenzó a sentirse mareado Ivan puso un pie en el suelo para detenerse. Decidió saltar de la silla giratoria para fingir que saltaba de un coche en marcha. Rodó de manera teatral por el suelo tal como lo hacían en las películas, levantó la vista desde donde había quedado hecho un ovillo y vio delante de él a una chica que miraba boquiabierta las evoluciones de la silla giratoria.

Ivan la vio recorrer la oficina con la vista para comprobar si había alguien más presente. La muchacha frunció el ceño, se acercó al escritorio como si caminara por un campo minado y dejó el bolso encima del escritorio con sumo cuidado, como si temiera molestar a la silla. Se cercioró de que nadie la estaba observando y luego se acercó de puntillas al asiento para estudiarlo. Adelantó las manos como si tratara de domar a un caballo salvaje.

Ivan se echó a reír.

Visto que no había nada raro Becca se rascó la cabeza maravillada. Tal vez Elizabeth había estado sentada en la silla justo antes de que ella entrara. Sonrió con complicidad ante la idea de Elizabeth dando vueltas como un chiquillo con el pelo recogido y uno de sus trajes negros de corte impecable y sus cómodos y prácticos zapatos oscilando en el aire. No, la imagen no encajaba con ella. En el mundo de Elizabeth las sillas estaban hechas para sentarse en ellas. Así que eso fue exactamente lo que hizo Becca y se puso a trabajar de inmediato.

– Buenos días a todas -gorjeó una voz desde la puerta más tarde esa mañana. Una saltarina Poppy con el pelo color ciruela entró en la oficina enfundada en unos téjanos acampanados con bordados de flores, con zapatos de plataforma y una camiseta teñida en casa de estilo hippy. Como de costumbre, hasta el último centímetro de su cuerpo estaba salpicado de pintura-. ¿Todo el mundo ha pasado un buen fin de semana?

Siempre hablaba con una entonación cantarina y parecía que bailara al moverse, balanceando los brazos con el garbo de un elefante.

Becca asintió con la cabeza.

– Estupendo. -Poppy se plantó delante de Becca con los brazos en jarras-. ¿Qué has hecho, Becca, apuntarte a un grupo de debate? ¿Saliste por ahí con un tío y le comiste la oreja? ¿O qué?

Becca leía un libro y no le hizo el menor caso.

– ¡Caray, eso es fabuloso, menudo desmadre! ¿Sabes una cosa? Me encanta el buen humor que se respira en esta oficina.

Becca pasó una página del libro.

– ¿De verdad? -prosiguió Poppy-. Bueno, ya me has contado bastante por ahora. Deja que lo digiera, si no te importa. ¿Qué demon…?

Se apartó de un salto del escritorio de Becca y enmudeció.

Becca no levantó la vista del libro.

– Lleva toda la mañana haciendo eso -dijo en un tono cansino.

Poppy se quedó paralizada.

La oficina se sumió en un silencio absoluto durante unos minutos mientras Becca leía su libro y Poppy miraba fijamente lo que ocurría delante de ella. En su despacho, Elizabeth oyó el prolongado silencio y se asomó a la puerta.

– ¿Va todo bien, chicas? -preguntó.

Un misterioso chirrido fue la única respuesta.

– ¿Poppy?

Poppy no movió la cabeza al contestar:

– La silla.

Elizabeth salió de su despacho. Volvió la cabeza en la misma dirección. La silla salpicada de pintura de detrás del escritorio de Poppy -a quien Elizabeth llevaba meses intentando convencer para que se librara de ella- daba vueltas por sí misma haciendo chirriar sus tornillos. Poppy soltó una carcajada nerviosa. Ambas se acercaron para examinarla. Becca seguía leyendo su libro en silencio como si fuese la cosa más normal del mundo.

– Becca -dijo Elizabeth medio riendo-, ¿has visto esto?

Becca permaneció con los ojos clavados en la página.

– Ha estado haciéndolo durante la última hora -dijo en voz baja-. No hace más que parar y volver a empezar todo el rato.

Elizabeth frunció el ceño.

– ¿Se trata de alguna nueva creación artística tuya, Poppy?

– Ojalá lo fuese -respondió Poppy, aún sobrecogida.

Las tres observaron en silencio la rotación de la silla. Chirrido, chirrido, chirrido.

– Tal vez debería llamar a Harry. Seguramente se tratará de algo relacionado con los tornillos -razonó Elizabeth.

Poppy enarcó las cejas con incredulidad.

– Claro, seguro que los tornillos la hacen girar como loca -dijo sarcásticamente contemplando maravillada los giros de la silla multicolor.

Elizabeth se quitó una pelusa imaginaria de la chaqueta y carraspeó.

– ¿Sabes una cosa, Poppy? Ya va siendo hora de que hagas retapizar tu silla. Dudo que cause una impresión muy positiva a los clientes que vienen a vernos. Estoy convencida de que Gwen lo haría en un santiamén, tratándose de ti.

Poppy abrió mucho los ojos.

– Pero si está la mar de bien así -protestó-. Es una expresión de mi personalidad, una prolongación de mí misma. Es el único objeto de esta habitación en el que puedo proyectarme. -Miró a su alrededor con desagrado-. Esta puñetera habitación beis. -Pronunció el nombre del color como si fuese el de una enfermedad-. Y la señora Bracken pasa más tiempo cotilleando con esas colegas suyas que no tienen nada mejor que hacer que dejarse caer por la tienda a diario que trabajando.

– Sabes de sobra que eso no es verdad. Y recuerda que no todo el mundo aprecia tu gusto. Además, siendo como somos una empresa de diseño de interiores deberíamos mostrar diseños menos… alternativos y más en sintonía con lo que la gente puede poner en sus hogares. -Estudió la silla un poco más-. Parece como si un pájaro con graves trastornos intestinales la hubiera utilizado como retrete.

Poppy la miró orgullosamente.

– Me alegra ver que alguien ha captado la idea.

– De todos modos, ya te he dejado poner esa mampara. -Elizabeth señaló con la cabeza la pantalla que Poppy había decorado con todos los colores y materiales conocidos por el hombre para que hiciera las veces de tabique divisorio entre Becca y ella.

– Sí, y a la gente le encanta esta mampara -dijo Poppy-. Ya he recibido tres pedidos de clientes.

– ¿Pidiendo qué? ¿Que la derribes? -Elizabeth sonrió.

Ambas estudiaron la mampara pensativamente, con los brazos cruzados y la cabeza ladeada como si estudiaran una obra de arte en un museo, mientras la silla continuaba dando vueltas delante de ellas.

De repente la silla dio un brinco y la mampara de Poppy cayó al suelo con gran estrépito. Las tres mujeres se sobresaltaron y dieron un paso atrás. La silla comenzó a perder impulso y terminó deteniéndose.

Poppy se tapó la boca con la mano.

– Es una señal -dijo con voz apagada.

Al otro lado de la habitación la normalmente silenciosa Becca se puso a reír a carcajadas.

Elizabeth y Poppy cruzaron una mirada atónita.

– Hummm -fue cuanto Elizabeth pudo decir antes de volverse lentamente y regresar a su despacho.

Tumbado en el suelo de la oficina, donde había caído al saltar de la silla, Ivan se agarró la cabeza con las manos hasta que la habitación dejó de dar vueltas. Le dolía la cabeza y había sacado la conclusión de que quizá la silla giratoria ya no seguía siendo su favorita. Un tanto mareado, observó a Elizabeth entrar en su despacho y cerrar la puerta a sus espaldas con el pie. Se levantó de un brinco y abalanzándose hacia ella consiguió deslizarse por la rendija antes de que se cerrara. Hoy Elizabeth no iba a dejarlo encerrado.

Se sentó en la silla (no giratoria) del escritorio de Elizabeth y echó un vistazo a la habitación. Se sintió como si estuviera en el despacho de un director de colegio aguardando a que lo reprendieran. La atmósfera, silenciosa y tensa, era la de un despacho de director, y también olía de forma parecida, salvo por el aroma del perfume de Elizabeth que tanto le agradaba. Ivan había estado en unos cuantos despachos de director con anteriores amigos íntimos, de modo que conocía muy bien aquella sensación. En los cursos de formación solían decirles que no fueran al colegio con sus amigos íntimos. Su presencia en las aulas era del todo innecesaria y esa norma se introdujo porque los niños se metían en dificultades y los padres recibían llamadas de sus maestros. En cambio, estaban autorizados a rondar por las inmediaciones y aguardar en el patio hasta la hora del recreo. E incluso si los niños decidían no jugar con ellos en el patio, sabían que no andaban lejos y eso les daba más confianza para jugar con los demás chavales. Todo esto era resultado de años de investigación, pero Ivan tendía a hacer caso omiso de esos datos y estadísticas. Si su mejor amigo le necesitaba en el colegio, allí estaría él y desde luego no le daría ningún miedo saltarse las normas.

Elizabeth estaba sentada detrás de un gran escritorio de cristal en un enorme sillón de piel negra, vestida con un austero traje también negro. Que él supiera, siempre se vestía con los mismos colores: negro, marrón y gris. Muy sobrios y muy aburridos, aburridos, aburridos. El escritorio estaba inmaculado, refulgente y centelleante, como si acabaran de sacarle brillo. Encima sólo había un ordenador y su correspondiente teclado, una gruesa agenda negra y el trabajo sobre el que estaba inclinada Elizabeth, que a Ivan le pareció que era una aburrida serie de trozos de tela cortada en cuadraditos. Todo lo demás estaba guardado en unos armarios negros. Los únicos objetos que había a la vista eran las fotos enmarcadas de habitaciones que obviamente había decorado Elizabeth. Igual que en la casa, no había ningún indicio acerca de la personalidad del ocupante del despacho. Sólo blanco, negro y cristal. Tuvo la sensación de estar en una nave espacial. En el despacho del director de una nave espacial.

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