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Capítulo 30

Elizabeth dejó que el vestido rojo se le deslizara hasta los pies y se lo quitó dando un simple paso. Se envolvió con un albornoz seco, se recogió el pelo con horquillas y trepó a la cama con una taza de café que se había traído de abajo. Había deseado que Ivan viniera a la cama con ella esa noche; pese a sus protestas de antes había deseado que la estrechara entre sus brazos sobre la arena misma de la cala, pero parecía que cuanto más atraída se sentía hacia él, más se alejaba Ivan de ella.

Después de contemplar la lluvia de estrellas en el cielo y bailar en la arena, Ivan se había ido encerrando en sí mismo durante el trayecto en coche de regreso a casa. Le había pedido a Elizabeth que se detuviera en el casco antiguo desde donde se iría a su casa, dondequiera que estuviera su hogar. Aún no la había llevado allí ni presentado a sus amigos y familiares. Elizabeth nunca hasta entonces había tenido interés por conocer a las personas que formaban parte de la vida de su compañero. Se decía que mientras fuera feliz con él, resultaba irrelevante que le gustara o dejara de gustar la compañía de quienes le rodeaban. Pero en el caso de Ivan sentía necesidad de ver alguna otra faceta suya. Necesitaba presenciar su relación con otras personas, pues de ese modo se convertiría para ella en un personaje tridimensional. Este tema había sido siempre motivo de discusión entre Elizabeth y sus antiguos compañeros y ahora por fin entendía qué era lo que éstos deseaban.

Cuando Ivan se apeó del coche, Elizabeth arrancó y lo estuvo observando por el retrovisor, intrigada por saber qué dirección tomaría. Después de mirar a derecha e izquierda de la calle, desierta a tan altas horas de la noche, Ivan se encaminó hacia la izquierda en dirección a los montes y el hotel. Sin embargo, tras unos cuantos metros se detuvo, dio media vuelta y avanzó en la dirección opuesta. Cruzó la calle y avivó el paso con aire resuelto hacia Killarney, pero se paró en seco; al cabo, cruzó los brazos sobre el pecho y se sentó en el alféizar de piedra de la ventana de la carnicería.

Elizabeth se dijo que tal vez Ivan no supiera dónde estaba su hogar o que, en caso de saberlo, no sabía cómo regresar allí. Ella conocía esta sensación.

El lunes por la tarde Ivan tuvo que aguardar diez minutos junto a la puerta del despacho de Opal. Se le escapaba la risa al oír cómo Oscar despotricaba ante su jefa. Pero, por entretenida y graciosa que fuese su diatriba, Ivan deseaba que aquella reunión acabase, ya que él había quedado en encontrarse con Elizabeth a las seis. Disponía de veinte minutos. No la veía desde que fueran a contemplar los Delta Acuáridos el sábado por la noche, la mejor noche de su larguísima vida. Había procurado alejarse de ella después de aquello. Había intentado marcharse de Baile na gCroíthe, ocuparse de otra persona que necesitara su ayuda, pero no había podido. No se sentía atraído hacia ninguna otra dirección que no fuese Elizabeth y esa atracción era más fuerte que cualquier otra que hubiera experimentado nunca. Esta vez no era sólo su mente lo que tiraba de él, también lo hacía el corazón.

– Opal -la voz de acento serio de Oscar salió flotando al pasillo-, necesito urgentemente más personal para la semana que viene.

– Sí, lo entiendo, Oscar y ya lo hemos organizado para que Suki te ayude en el laboratorio -explicó Opal con tanta amabilidad como firmeza-. No podemos hacer nada más, de momento.

– Pues con eso no será suficiente. -Oscar estaba que echaba chispas-. El sábado por la noche millones de personas contemplaron los Delta Acuáridos. ¿Sabes cuántos deseos van a llegar disparados aquí durante las próximas semanas? -No aguardó una respuesta y Opal tampoco intentó dársela-. Es un procedimiento peliagudo, Opal, y necesito más ayuda. Por más que Suki sea extremadamente eficiente en el departamento de administración, no está cualificada para efectuar análisis de deseos. O dispongo de más personal profesional o tendrás que buscar un analista de deseos nuevo -dijo bufando. Salió hecho una furia del despacho pasando junto a Ivan y enfiló el pasillo murmurando-: ¡Tantos años de estudio para ser meteorólogo y acabar haciendo esto!

– Ivan -llamó Opal.

– ¿Cómo lo haces? -preguntó Ivan entrando en el despacho. Estaba comenzando a creer que Opal veía a través de las paredes.

Ella levantó la vista del escritorio, esbozó una sonrisa e Ivan ahogó una exclamación. Opal parecía muy cansada, sus profundas ojeras y sus ojos inyectados en sangre indicaban que llevaba semanas sin dormir.

– Llegas tarde -dijo con amabilidad-. Se suponía que ibas a aparecer a las cinco en punto.

– ¿En serio? -preguntó Ivan, confundido-. Sólo he pasado para hacerte una pregunta rápida. Tengo que salir pitando -agregó apresuradamente. Elizabeth, Elizabeth, Elizabeth, canturreaba para sus adentros.

– Quedamos en que hoy me sustituirías, ¿recuerdas? -dijo Opal con firmeza levantándose del escritorio y rodeándolo.

– Oh, no, no, no -dijo Ivan con premura retrocediendo hacia la puerta-. Me encantaría echarte una mano, Opal, de verdad. Ayudar es una de mis actividades favoritas, pero ahora no puedo. He hecho planes y he quedado con mi cliente. No puedo fallar, ya sabes cómo son estas cosas.

Opal se apoyó contra el escritorio, cruzó los brazos y ladeó la cabeza. Pestañeó y sus ojos se cerraron despacio y con cansancio, tardando una eternidad en abrirse de nuevo.

– De modo que ahora es tu cliente, ¿no? -preguntó en tono fatigado. Hoy la rodeaban colores oscuros; Ivan los veía extenderse alrededor de su cuerpo.

– Sí, es mi cliente -contestó con menos confianza-. Y de verdad que no puedo fallarle esta tarde.

– Tarde o temprano tendrás que decirle adiós, Ivan.

Lo dijo con tanta frialdad, sin atenuantes ni ceremonias, que a Ivan se le heló la sangre en las venas. Tragó saliva y apoyó el peso en el otro pie.

– ¿Qué impresión te produce saberlo? -preguntó Opal al ver que no contestaba.

Ivan pensó en ello. El corazón le golpeaba en el pecho y parecía que fuera a subirle por la garganta y salírsele de la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No quiero hacerlo -dijo en voz baja.

Con calma, Opal dejó caer los brazos junto a sus costados.

– ¿Cómo dices? -preguntó con más suavidad.

Ivan pensó en su vida sin Elizabeth y levantó la voz con más confianza.

– No quiero decirle adiós. Quiero quedarme con ella para siempre, Opal. Me hace ser feliz como no lo había sido en mi vida y según dice a ella le ocurre lo mismo conmigo. ¿No sería un craso error abandonar eso?

Desplegó una amplia sonrisa al recordar lo bien que estaba con ella. La expresión severa de Opal se dulcificó.

– Ay, Ivan, sabía que ocurriría. -A Ivan le disgustó el tono compasivo de su voz. Habría preferido su enojo-. Pero creía que tú precisamente habrías tomado la decisión correcta hace mucho tiempo.

– ¿Qué decisión? -A Ivan se le demudó el semblante al pensar que se había decantado por la resolución equivocada-. Te pregunté qué tenía que hacer y no quisiste decírmelo. -Comenzó a entrarle el pánico.

– Deberías haberte alejado de ella hace mucho, Ivan -dijo Opal con tristeza-, pero no podía decirte que lo hicieras. Tenías que darte cuenta por ti mismo.

– Si es que no podía abandonarla. -Ivan se sentó muy lentamente en la silla frente al escritorio de Opal mientras el abatimiento y la conmoción se apoderaban de su ánimo-. No dejaba de verme. -Su voz era casi un susurro- No podía abandonarla hasta que dejara de verme.

– Tú hiciste que te siguiera viendo, Ivan -explicó Opal.

– No, no es verdad.

Ivan se levantó y se alejó del escritorio, un poco enojado ante la insinuación de que su relación no hubiese sido completamente espontánea.

– La seguiste, la observaste durante días, permitiste que floreciera la pequeña afinidad que teníais. Tropezaste con algo extraordinario e hiciste que ella también se diera cuenta de ello.

– No sabes de qué estás hablando -protestó Ivan yendo de un lado a otro de la habitación-. No tienes ni idea de lo que sentimos ninguno de los dos. -Dejó de dar vueltas, se acercó a ella y la miró de hito en hito con el mentón levantado y la cabeza en alto-. Hoy -dijo con perfecta claridad- voy a decirle a Elizabeth Egan que la amo y que quiero pasar el resto de mis días junto a ella. Puedo seguir ayudando a la gente aunque viva con ella.

Opal se tapó la cara con las manos.

– ¡No, Ivan, no puedes! -exclamó.

– Pues tú me dijiste que no había nada que yo no pudiera hacer -rezongó Ivan con los dientes apretados.

– ¡Nadie te verá excepto ella! -exclamó Opal-. Elizabeth no lo comprenderá. No dará resultado.

Estaba claramente consternada por semejante revelación.

– Si lo que dices es cierto y yo hice que Elizabeth me viera -afirmó Ivan-, entonces también podré hacer que me vean todos los demás. Elizabeth lo comprenderá. Me comprende como nadie me había comprendido jamás. ¿Tienes idea de lo que se siente? -preguntó emocionado por esa perspectiva que antes sólo había sido un pensamiento, pero ahora era una posibilidad. Podía hacer que ocurriera. Miró su reloj de pulsera: las siete menos diez. Le quedaban diez minutos-. Tengo que irme -dijo con urgencia-. Tengo que decirle que la amo.

Se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas con confianza y determinación.

De súbito la voz de Opal rompió el silencio.

– Sé cómo te sientes, Ivan.

Ivan se paró en seco, dio media vuelta y negó con la cabeza.

– No puedes saber lo que se siente, Opal, para eso tendrías que haberlo vivido tú misma. Ni siquiera puedes empezar a imaginarlo.

– Lo he vivido -dijo con voz queda e insegura.

– ¿Qué?

Ivan la miró con cautela entrecerrando los ojos.

– Lo he vivido -repitió Opal con voz más segura esta vez, y entrelazó las manos sobre el abdomen-. Me enamoré de un hombre que me veía más de lo que nadie me había visto en toda mi vida.

Se hizo el silencio en el despacho mientras Ivan intentaba digerir la noticia.

– Pues eso debería significar que me comprendes aún mejor. -Dio unos pasos hacia ella, visiblemente emocionado-. Quizá no terminó bien para ti, Opal, pero para mí -sonrió ampliamente-, ¿quién sabe? -Levantó las manos y se encogió de hombros-. ¡Podría ser mi oportunidad!

Los ojos cansados de Opal le devolvieron una mirada apenada.

– No. -Negó con la cabeza y la sonrisa de Ivan se desvaneció levemente-. Deja que te enseñe una cosa, Ivan. Ven conmigo esta tarde. Olvídate del despacho -dijo con un ademán que abarcó toda la oficina-. Ven conmigo y permite que te dé la lección final.

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