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Capítulo 36

– Opal -avisé sin levantar la voz desde el umbral de su despacho. Parecía tan frágil que me daba miedo que cualquier ruido la hiciera añicos.

– Ivan.

Opal sonrió cansada y se apartó las trenzas de rastafari de la cara prendiéndolas con un pasador.

Me vi en sus ojos brillantes al entrar en la habitación.

– Estamos muy preocupados por ti. ¿Hay algo que podamos hacer para echarte una mano?

– Gracias, Ivan, pero aparte de vigilar que todo vaya bien por aquí, la verdad es que nadie puede hacer nada. Estoy tremendamente cansada. He pasado las últimas noches en el hospital obligándome a no dormir. Sólo le quedan unos pocos días, ahora; quiero estar a su lado cuando… -Apartó la vista de Ivan y la dirigió a la foto enmarcada que tenía en el escritorio, y cuando al poco volvió a hablar lo hizo con voz temblorosa-. Ojalá existiera una manera de despedirme de él, de hacerle saber que no está solo, que estoy a su lado.

Se le saltaron las lágrimas. Fui junto a ella y la consolé pese a sentirme impotente y saber que por una vez no cabía hacer absolutamente nada para ayudar a aquella amiga. ¿O acaso sí?

– Espera un momento, Opal. Quizás haya una manera de hacerlo. Tengo una idea.

Y dicho esto salí corriendo.

Elizabeth había organizado a última hora que Luke se quedara a dormir en casa de Sam. Sabía que necesitaba estar a solas aquella noche. Percibía que se estaba operando un cambio en su fuero interno; el frío se había adueñado de su cuerpo y se resistía a marcharse. Estaba acurrucada en la cama con un jersey que le iba grande y una manta, tratando desesperadamente de entrar en calor.

La luna al otro lado de la ventana reparó en que algo iba mal y la resguardó protegiéndola de la oscuridad. La idea de lo que le esperaba le daba a Elizabeth retortijones en el estómago. Las cosas que Ivan y Luke habían dicho hoy habían hecho girar una llave en su mente abriendo un baúl de recuerdos tan aterradores que Elizabeth tenía miedo de cerrar los ojos.

Miró la luna a través de las cortinas descorridas de la ventana y al cabo se dejó llevar a la deriva…

Tenía doce años. Hacía dos semanas que su madre la había llevado de picnic al campo, dos semanas desde que le dijera que iba a marcharse; y la niña llevaba dos semanas aguardando su regreso. Fuera del dormitorio de Elizabeth su padre acunaba en sus brazos a una chillona Saoirse de un mes tratando de consolarla y calmarla.

– Ea, ea, pequeña, no llores más…

A veces decía esas tiernas palabras en tono más alto y luego bajaba la voz mientras caminaba de un lado al otro de la casa en la noche avanzada. En el exterior el viento aullaba y se colaba silbando por las rendijas de las ventanas y las cerraduras de las puertas. Una vez dentro, corría y bailaba por las habitaciones mofándose de Elizabeth, fastidiándola y haciéndole cosquillas sin tener en cuenta que estaba tumbada en la cama con las manos en los oídos y las mejillas cubiertas de lágrimas.

Los lloros de Saoirse se hicieron más agudos, las súplicas de Brendan más apuradas y Elizabeth se tapó la cabeza con la almohada.

– Por favor, Saoirse, deja ya de llorar-rogó su padre, que trató de entonar la nana que la madre de Elizabeth siempre les cantaba a sus hijas. Elizabeth se apretó más las orejas con las manos, pero aun así siguió oyendo los chillidos de Saoirse y la desafinada melodía que cantaba su padre.

– ¿Quieres un biberón? -preguntó su padre con ternura al bebé que no dejaba de chillar-. ¿No? Dime, cariño, ¿qué te pasa? -preguntó con voz apenada-. Yo también la extraño, cariño, yo también la extraño. -Y él también se echó a llorar.

Saoirse, Brendan y Elizabeth lloraron juntos por Gránnie, pero los tres se sentían muy solos en la casa azotada por el viento.

De repente unos faros surgieron al final del camino. Elizabeth se destapó y se sentó en el borde de la cama, temblorosa de emoción. Era su madre. Tenía que serlo. ¿Quién más iba a ir hasta allí a las diez de la noche? Elizabeth se puso a saltar en la cama presa de una inmensa alegría.

El coche se detuvo delante de la casa, la portezuela se abrió y Elizabeth vio bajar a Kathleen, la hermana de Gránnie. Dejando la portezuela abierta, los faros encendidos y los limpiaparabrisas en marcha, Kathleen se dirigió con paso decidido a la verja, la abrió haciéndola chirriar y llamó aporreando la puerta.

Brendan la acogió en el umbral con la llorosa Saoirse en sus brazos. Elizabeth corrió a la puerta de su habitación y por el ojo de la cerradura espió lo que ocurría en la entrada.

– ¿Está aquí? -inquirió Kathleen a bocajarro sin saludar.

– Chisss -dijo Brendan-, vas a despertar a Elizabeth.

– Como si no estuviese despierta con estos berridos. ¿Qué le has hecho a esta pobre criatura? -preguntó con incredulidad.

– La niña echa de menos a su madre -contestó Brendan levantando la voz-. Como todos nosotros -agregó en un tono más amable.

– Dámela -ordenó Kathleen.

– Estás empapada -rezongó Brendan apartándose y estrechando con más fuerza a su hijita.

– ¿Está aquí? -preguntó de nuevo Kathleen con voz todavía enojada. Seguía plantada en el umbral de la puerta principal. No había pedido permiso para entrar ni la habían invitado a hacerlo.

– Claro que no está aquí. -Brendan acunaba a Saoirse procurando calmarla-. Creía que te la habías llevado a ese sitio mágico donde la iban a curar para siempre -dijo con amargura.

– Se suponía que era uno de los mejores sitios, Brendan, mejor que los otros, al menos. -Y añadió entre dientes-: El caso es que se ha ido.

– ¿Ido? ¿Qué significa que se ha ido?

– Esta mañana no estaba en su habitación. Nadie la ha visto marcharse.

– Tu madre tiene la mala costumbre de desaparecer por la noche -dijo Brendan enojado arrullando a Saoirse-. Bueno, si no está donde la enviaste, no tendrás que buscar muy lejos de aquí. ¿Seguro que no está en Flanagan's?

Elizabeth abrió mucho los ojos y ahogó un grito. Su madre estaba allí, en Baile na gCroíthe; no se había marchado después de todo.

En medio de la breve pausa que siguió al amargo diálogo, Saoirse reanudó sus lloros.

– Por todos los santos, Brendan, ¿quieres hacerla callar? -se quejó Kathleen-. Sabes que puedo quedarme con las niñas. Podrían vivir conmigo y con Alan en…

– Son mis hijas y no me las vas a quitar como hiciste con Gránnie -bramó Brendan. Saoirse dejó de llorar.

Se hizo un prolongado silencio.

– Lárgate de aquí-dijo Brendan débilmente, como si su anterior arrebato le hubiera quebrado la voz.

La puerta principal se cerró y Elizabeth miró por la ventana y vio cómo Kathleen cerraba la verja de un portazo y se subía al coche. Este salió disparado y los faros se desvanecieron a lo lejos junto con las esperanzas de Elizabeth de irse con ella a ver a su madre.

Aunque conservó un rayo de esperanza. Su padre había mencionado Flanagan's. Elizabeth sabía dónde estaba, ya que pasaba por delante cada día camino de la escuela. Haría la maleta, encontraría a su madre y viviría con ella lejos de su padre y su hermanita gritona, y juntas saldrían a diario en busca de aventuras.

El picaporte de su puerta giró y Elizabeth se zambulló en la cama y fingió estar dormida. Manteniendo los ojos bien cerrados decidió que en cuanto su padre se fuera a la cama, ella se iría a Flanagan's.

Saldría a hurtadillas por la noche, igual que su madre.

– ¿Seguro que esto va a dar resultado?

Apoyada contra la pared de la sala del hospital, Opal juntaba y separaba las temblorosas manos con que se oprimía el estómago, llena de inquietud. Ivan la miró con incertidumbre.

– Merece la pena intentarlo -dijo.

A través del cristal del pasillo veían a Geoffrey en su habitación individual. Estaba conectado a un respirador artificial, con la boca tapada por una mascarilla de oxígeno, rodeado de artefactos que pitaban y de cables que le salían del cuerpo y que se unían a unas máquinas. En medio de todo aquel ajetreo su cuerpo yacía quieto y en calma mientras el pecho le subía y bajaba rítmicamente. Opal e Ivan estaban inmersos en ese sonido extraño e inquietante que sólo se oía en los hospitales, el sonido de la espera, de estar entre dos lugares fuera del tiempo.

En cuanto las enfermeras que atendían a Geoffrey abrieron la puerta para marcharse, Opal e Ivan entraron en la habitación.

– Ya la tienes aquí -dijo Olivia desde el costado de la cama de Geoffrey al ver entrar a Opal.

Los ojos de Geoffrey se abrieron enseguida y empezaron a mirar en derredor con frenesí por toda la habitación.

– Está a tu izquierda, querido, te sostiene la mano -dijo Olivia con ternura.

Geoffrey intentó hablar, pero la mascarilla le amortiguaba y deformaba la voz. Opal se tapó la boca con la mano, los ojos se le arrasaron de lágrimas y la contracción de su garganta se hizo visible. Sólo Olivia podía entender aquel lenguaje, las palabras de un hombre agonizante.

Olivia asentía con la cabeza mientras él le hablaba. Cuando Geoffrey se detuvo, se le saltaron las lágrimas y se dispuso a trasladar su mensaje. Entonces Ivan se vio incapaz de permanecer en la habitación.

– Me ha dicho que te dijera que el corazón le ha dolido cada momento que habéis estado separados, querida Opal -anunció Olivia.

Ivan salió de la habitación por la puerta abierta y caminó tan deprisa como pudo por el pasillo en dirección a la calle.


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