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Capítulo 39

Cada paso que daba me parecía un kilómetro: notaba bajo las suelas cada piedra y cada guijarro, y sentía cómo transcurría cada segundo. Por fin llegué al hospital, agotado y exhausto. Aún había una amiga que me necesitaba.

Sin duda Olivia y Opal leyeron mi estado de ánimo en mi rostro cuando entré en la habitación; percibieron los colores oscuros que emanaban de mi cuerpo, el gesto decaído de mis hombros, que revelaba que todo el peso de cuanto flotaba en el ambiente de súbito había decidido instalarse sobre ellos. Supe por la mirada de sus ojos cansados que ambas lo sabían. Por supuesto que lo sabían: eso formaba parte de nuestro trabajo. Al menos dos veces al año todos nosotros entrábamos en relación con personas especiales que consumían nuestros días y nuestras noches y todos nuestros pensamientos, y cada vez teníamos que pasar por el proceso de perder a cada una de esas personas. A Opal le gustaba decirnos que no era que nosotros las perdiéramos, sino que ellas salían adelante. Aunque nada me convencía de que no estuviera perdiendo a Elizabeth. Como yo no ejercía ningún control, no era capaz de hacer que se aferrara a mí, que me siguiera viendo, ella se me escurría entre los dedos. ¿Qué ganaba yo? ¿Qué conseguía? Cada vez que me separaba de un amigo me quedaba tan solo como el día antes de conocerle y, en el caso de Elizabeth, más solo todavía, porque sabía que me estaba perdiendo la posibilidad de algo mucho más completo. Y he aquí la pregunta de los sesenta y cuatro millones de dólares: ¿qué obtienen nuestros amigos con ello?

¿Un final feliz?

¿Cabía considerar un final feliz la situación en que se encontraba Elizabeth? ¿Responsable por obligación de un niño de seis años, preocupada por su hermana desaparecida, por una madre que la había abandonado y un padre complicado? ¿Acaso su vida no era exactamente igual que cuando yo aparecí?

Aunque me figuro que aquél no era el final de Elizabeth. «Recuerda los detalles», me dice siempre Opal. Supongo que lo que había cambiado en la vida de Elizabeth era su mente, su manera de pensar. Lo único que había hecho yo era plantar la semilla de la esperanza; ella sola se bastaba para ayudarla a crecer. Y puesto que estaba comenzando a perderme de vista, quizá la semilla estuviera recibiendo sus cuidados.

Me senté en un rincón de la habitación del hospital mirando a Opal aferrada a las manos de Geoffrey como si estuviera colgada al borde de un precipicio. Quizá lo estuviera. Su rostro reflejaba que estaba intentando, por la mera fuerza de su voluntad, que todo fuera como había sido antaño; apuesto a que allí mismo habría vendido su alma al diablo con tal de recuperar a su amado. En ese momento habría ido y vuelto del infierno sólo por él, se habría enfrentado a todos y cada uno de sus propios temores.

Las cosas que hacemos para retroceder en el tiempo.

Las cosas que no hacemos cuando se presenta la ocasión de hacerlas.

Era Olivia la que pronunciaba las palabras de Opal. Geoffrey ya no podía hablar. A Opal le temblaba el labio inferior y sus lágrimas resbalaban por su rostro hasta caer en las manos de Geoffrey. No estaba dispuesta a dejar que se fuera. Nunca se había desprendido de él y ahora era demasiado tarde, se estaba marchando sin brindarle una segunda oportunidad.

Lo estaba perdiendo.

En ese momento la vida me pareció tenebrosa. Tan deprimente como la pintura azul cuarteada en las paredes construidas para sostener un edificio.

Geoffrey levantó despacio una mano; saltaba a la vista que estaba haciendo acopio de todas sus fuerzas. Ese movimiento nos sorprendió a todos, puesto que llevaba días sin hablar ni reaccionar a ningún estímulo. Nadie estaba tan asombrado como Opal, quien de repente sintió el roce de su mano en el rostro mientras él le enjugaba las lágrimas. Un contacto después de veinte años. Por fin podía verla. Opal besó aquella mano de grandes dimensiones que abarcó la carita de ella para confortarla en aquel trance hecho de conmoción, alivio y pesar.

Geoffrey emitió el suspiro final, su pecho se hinchó por última vez y se hundió; la mano cayó sobre el lecho.

Opal lo había perdido y me pregunté si ella todavía se diría a sí misma que Geoffrey simplemente había salido adelante.

Justo entonces decidí que debía controlar mi momento final. Tenía que decirle adiós a Elizabeth como era debido, contarle la verdad sobre mí para que no pensara que había huido abandonándola a su suerte. No, eso le habría facilitado demasiado las cosas a Elizabeth; le habría proporcionado una excusa para no volver a amar nunca más. Y ella deseaba amar otra vez. Yo no quería que ella, igual que Geoffrey, aguardara para siempre mi regreso para terminar muriendo como una anciana solitaria.

Olivia me miró con un gesto alentador cuando me levanté y besé a Opal en lo alto de la cabeza. Esta seguía sentada con el rostro hundido en la cama; todavía asía la mano de Geoffrey y gemía tan alto que supe que era el sonido de su corazón al romperse. Hasta que salí al aire frío de la calle no me di cuenta de que estaba llorando a lágrima viva.

Eché a correr.

Elizabeth estaba soñando. Se hallaba en una habitación blanca y vacía por la que bailaba mientras iba rociando y salpicando pintura de diferentes colores a su alrededor. Cantaba la canción que no había sido capaz de quitarse de la cabeza durante los dos últimos meses y se sentía dichosa y libre al brincar por la sala y observar cómo la pintura espesa y pastosa se estrellaba contra las paredes con sonoros plafs.

– Elizabeth -susurró una voz.

Ella siguió dando vueltas por la habitación. Allí no había nadie más.

– Elizabeth -susurró la voz y ella comenzó a mecerse suavemente al bailar.

– ¿Mmm? -contestó de lo más contenta.

– Despierta, Elizabeth. Tengo que hablar contigo -dijo la voz con ternura.

Entreabrió los ojos, vio a su lado el atractivo rostro de Ivan, que parecía preocupado, se frotó la cara con la mano y por un momento ambos se miraron fijamente a los ojos. Ella se deleitó con su mirada, trató de sostenerla, pero perdió la batalla contra el sueño y dejó que los temblorosos párpados se cerraran de nuevo. Estaba soñando, eso lo sabía, pero no podía mantener los ojos abiertos.

– ¿Me oyes?

– Mmm -respondió Elizabeth girando sin cesar.

– Elizabeth, he venido a decirte que tengo que marcharme.

– ¿Por qué? -murmuró un poco adormilada-. Acabas de llegar. Duerme.

– No puedo. Me encantaría, pero no puedo. Debo marcharme. ¿Recuerdas que te dije que esto sucedería?

Sentía el cálido aliento de Ivan en el cuello, olía su piel; fresca y dulce como si se hubiese bañado en arándanos.

– Mmm -contesté-. Aisatnaf -afirmó pintando arándanos en la pared. Después mojó la mano en la pintura y al probarla notó que sabía a zumo de bayas recién exprimidas.

– Algo por el estilo. Tú ya no me necesitas, Elizabeth -dijo Ivan en voz baja-. Ahora vas a dejar de verme. Otra persona va a necesitarme.

Elizabeth le acarició la piel suave y bien rasurada del mentón. Corrió hasta la otra punta de la sala rozando con la mano la pintura roja. Tenía sabor a fresas. Bajó la vista al bote que llevaba en la mano y las vio: un montón de fresas recién recogidas.

– He comprendido una cosa, Elizabeth. He comprendido en qué consiste mi vida y no es tan diferente de la tuya.

– Mmm -respondió Elizabeth sonriendo.

– La vida está hecha de encuentros y separaciones. La gente entra en tu vida a diario, les dices buenos días, les dices buenas noches, algunos se quedan unos minutos, otros se quedan unos meses, algunos un año, otros toda una vida. Pero con todos ocurre lo mismo, os encontráis y os separáis. Estoy muy contento de haberte conocido, Elizabeth Egan; doy las gracias a mi buena estrella por ello. Creo que te he deseado toda mi vida -susurró-. Pero ahora ha llegado el momento de separarnos.

– Mmm -murmuró con voz soñolienta-. No te vayas.

Ahora Ivan estaba con ella en la sala, se perseguían, se arrojaban pintura, se tomaban el pelo. No quería que se marchara; lo estaba pasando en grande.

– Tengo que irme. -Se le quebró la voz-. Compréndelo, por favor.

El tono de su voz hizo que Elizabeth dejara de correr. Dejó caer la brocha, que dejó una mancha roja en la alfombra blanca recién estrenada. Levantó la vista hacia él y vio su rostro transido de pena.

– Te amé en cuanto te vi y siempre te amaré, Elizabeth.

Le dio un beso debajo de la oreja izquierda, tan delicado y sensual que ella deseó que no acabara nunca.

– Yo también te amo -dijo medio dormida.

Pero el beso terminó. Elizabeth miró a su alrededor en la sala salpicada de pintura: Ivan se había esfumado.

Abrió los ojos de golpe al oír su propia voz. ¿Acababa de decir «te amo»? Se apoyó sobre un codo e inspeccionó aturdida el dormitorio.

Pero la habitación estaba vacía. Elizabeth estaba sola. El sol asomaba entre los picos de las montañas, la noche había concluido y empezaba un nuevo día. Cerró los ojos y siguió soñando.


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