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Capítulo 10

Unas horas después Elizabeth apagó el ordenador, ordenó el escritorio por vigésima vez y se marchó de la oficina dando por concluida la jornada. Becca y Poppy estaban juntas de pie con la mirada perdida. Elizabeth se volvió para ver qué atraía su atención.

– Está haciéndolo otra vez -canturreó Poppy nerviosamente.

Las tres observaron la silla dar vueltas por sí misma.

– ¿Creéis que es el señor Bracken? -preguntó Becca en voz muy baja.

Poppy imitó la voz de la señora Bracken.

– Dar vueltas en una silla no es algo que el señor Bracken habría querido.

– No os preocupéis, chicas -dijo Elizabeth aguantándose la risa-. Haré que Harry venga mañana mismo a arreglarlo. Ahora marchaos a casa.

Una vez se hubieron despedido Elizabeth continuó mirando la silla dar vueltas en silencio. Se acercó a ella despacio, centímetro a centímetro. Cuando ya estaba muy cerca la silla dejó de dar vueltas.

– Gallina -murmuró Elizabeth.

Miró en derredor para asegurarse de que estaba sola y lentamente agarró los brazos de la silla y se sentó. No ocurrió nada. Dio unos cuantos botes, inspeccionó los lados y la parte de debajo del asiento y siguió sin ocurrir nada. Justo cuando iba a levantarse para irse la silla comenzó a moverse. Primero giró despacio, pero luego poco a poco fue cogiendo velocidad. Nerviosa, Elizabeth consideró la posibilidad de bajarse de un salto, pero a medida que giraba cada vez más rápido comenzó a reír tontamente. Cuanto más deprisa giraba la silla, con más ganas se reía Elizabeth. Le dolían los costados. No recordaba la última vez que se había sentido tan joven, las piernas en posición horizontal, los pies extendidos, el pelo revuelto por la brisa. Finalmente, al cabo de un rato la silla perdió impulso y se detuvo, y Elizabeth recobró el aliento.

Su sonrisa se fue desvaneciendo despacio y la risa infantil que resonaba en su cabeza comenzó a apagarse. Lo único que le quedó fue un silencio absoluto en la oficina desierta. Se puso a tararear y sus ojos inspeccionaron el desorganizado escritorio de Poppy lleno de muestrarios de telas, tarros de pintura, bocetos y revistas de interiorismo. Le llamó la atención una foto con un marco dorado. En ella aparecían Poppy, sus dos hermanas, tres hermanos y padres, todos apretujados en un sofá como si fuesen un equipo de fútbol. El parecido entre ellos era obvio. Tenían la nariz chata y pequeña y ojos verdes que se achinaban cuando reían. En un rincón del marco había una tira de fotos de pasaporte de Poppy y su novio, ambos haciendo muecas a la cámara en las tres primeras. Pero en la cuarta se miraban amorosamente a los ojos.

Elizabeth dejó de tararear y tragó saliva. Una vez había conocido aquella mirada.

Siguió contemplando el marco, procurando no recordar aquella época, pero, una vez más, perdió la batalla y se ahogó en el mar de recuerdos que inundó su mente.

Comenzó a sollozar. Quejidos apenas audibles al principio que no tardaron en salirle de la boca como lamentos surgidos de lo más hondo de su corazón. Podía oír su propio dolor. Cada lágrima era una llamada de auxilio que jamás había sido atendida y que ya no contaba con que lo fuera algún día. Y eso la hizo llorar aún más.

Elizabeth tachó otro día del calendario con un bolígrafo rojo. Esta vez su madre llevaba fuera tres semanas justas. No se trataba de la ausencia más prolongada hasta la fecha, pero sí lo suficientemente larga para Elizabeth. Escondió el calendario debajo de la cama y se acostó. Su padre la había enviado a su cuarto hacía tres horas cuando se hartó de verla excitada dando vueltas delante de la ventana de la sala de estar. Desde entonces había estado luchando para mantener los ojos abiertos. Tenía que combatir el sueño para no perderse el regreso de su madre. Esos eran los mejores momentos, porque su madre estaría de buen humor, contenta de estar en casa, le diría a Elizabeth lo mucho que la había extrañado y la cubriría de abrazos y besos hasta tal punto que Elizabeth olvidaría haber estado triste alguna vez.

Su madre flotaría por las habitaciones de la casa casi como si no tocara el suelo con los pies. Sus palabras serían grandes susurros entusiastas, el murmullo de su voz haría que Elizabeth sintiera que cada palabra que su madre pronunciaba era un gran secreto entre las dos. Sus ojos brillarían y bailarían de alegría mientras refiriera a su hija sus aventuras y le contara a quién había conocido por el camino. Elizabeth desde luego no quería perderse todo aquello por haberse quedado dormida.

Elizabeth volvió a saltar de la cama y se refrescó el rostro con agua helada en el lavamanos que había en el dormitorio. «Quédate despierta, Elizabeth, quédate despierta», se decía a sí misma. Apoyó las almohadas contra la pared y se sentó bien erguida en la cama desde donde, a través de las cortinas descorridas, veía la carretera oscura que conducía a la negrura. No abrigaba la menor duda de que su madre regresaría aquella noche, porque se lo había prometido. Y por fuerza tendría que cumplir su promesa ya que el día siguiente era el décimo cumpleaños de Elizabeth y ella no querría perdérselo. Hacía sólo unas semanas le había prometido que comerían pasteles, bollos y todas las golosinas que quisieran. Y habría globos de todos los colores favoritos de Elizabeth, y se los llevarían al campo, los soltarían y los verían subir volando hasta las nubes. Elizabeth no había dejado de pensar en ello desde que su madre se marchó. La boca se le hacía agua con los pastelillos de fantasía con su lindo glaseado de color rosa, y soñaba con globos rosas atados con cintas blancas flotando en lo alto del cielo azul. ¡Y ese día casi había llegado, se acabó la espera!

Cogió Las telara ñ as de Carlota, un libro que había estado leyendo por las noches para mantenerse despierta, y encendió la linterna porque su padre no le permitía tener las luces encendidas después de las ocho. Al cabo de unas pocas páginas los párpados le pesaron y le comenzaron a caer. Poco a poco fue cerrando los ojos con la única intención de descansar un poco la vista. Cada noche combatía el sueño, porque siempre era el sueño el que permitía que su madre se escapara a la noche y el que hacía que ella se perdiera sus majestuosas llegadas. Lo combatía incluso cuando su madre estaba en casa, prefiriendo montar guardia ante su puerta, unas veces velando su sueño, otras protegiéndola e impidiendo que ella se marchara. Incluso en las contadas ocasiones en que se quedaba dormida, sus sueños le gritaban que se despertara como si estuviera obrando mal. La gente siempre comentaba a su padre que era demasiado joven para tener las ojeras que le ensombrecían la mirada.

El libro cayó de las manos de Elizabeth y ésta se sumió en el mundo de los sueños.

La verja chirrió.

Los ojos de Elizabeth se abrieron de golpe a la luminosidad de la primera hora de la mañana y el corazón le latió alocadamente. El crujido de unos pasos en la gravilla se aproximaba a la puerta principal. El corazón de Elizabeth daba volteretas dentro de su pecho rebosante de alegría. Su madre no se había olvidado de ella; Elizabeth sabía que no se habría perdido el cumpleaños de su hija por nada del mundo.

Saltó de la cama y comenzó a dar brincos por la habitación dudando entre correr a abrir la puerta a su madre o dejar que efectuara la entrada triunfal que tanto le gustaba hacer. Fue hasta el recibidor en camisón. Vio la imagen borrosa de un cuerpo a través del cristal esmerilado de la puerta principal. Saltaba de un pie al otro con nerviosismo y excitación.

La puerta del dormitorio de su padre se abrió. Elizabeth se volvió hacia él sonriendo de oreja a oreja. Él le dedicó una breve sonrisa y se apoyó en el marco de la puerta con la vista clavada en la puerta principal. Elizabeth se volvió de nuevo hacia la puerta principal retorciendo el dobladillo del camisón con las manitas. La ranura del buzón se abrió. Dos sobres blancos se deslizaron por ella y cayeron al suelo de piedra. La figura del otro lado de la puerta comenzó a desvanecerse de nuevo la verja chirrió y se cerró.

Elizabeth soltó el dobladillo del camisón y dejó de saltar. De repente sintió el frío del suelo de piedra.

Lentamente recogió los sobres. Ambos iban dirigidos a ella y el pulso se le aceleró otra vez. Quizá su madre no se había olvidado, después de todo. Quizás estuviera tan inmersa en una de sus aventuras que le había sido imposible llegar a casa a tiempo y tenía que explicárselo todo por carta. Abrió los sobres poniendo mucho cuidado en no rasgar el papel que podría contener las valiosas palabras de su madre.

Encontró dos tarjetas de felicitación de cumplidores parientes lejanos.

Se le hundieron los hombros y le cayó el alma a los pies. Se volvió de cara a su padre y negó despacio con la cabeza. El rostro de su padre se ensombreció y miró enojado a lo lejos. Volvieron a cruzar sus miradas un momento, un raro momento en el que ambos compartieron el mismo sentimiento y Elizabeth dejó de sentirse sola. Dio un paso al frente para abrazarlo.

Pero él se volvió y cerró la puerta a sus espaldas.

El labio inferior de Elizabeth le temblaba. No hubo pasteles de fantasía ni bollos ese día. Los globos de color rosa flotando hasta las nubes siguieron siendo un sueño. Y Elizabeth aprendió que imaginar y hacerse ilusiones sólo servía para partirle el corazón.


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