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Sus alas se agitaban alocadamente como si estuviera atrapada en un tarro y comenzara a faltarle el aire.

«Eso fue porque estaba ocupada criándote a ti», pensó Elizabeth enojada. Y para colmo de desdichas saltaba a la vista que lo había hecho muy mal.

– ¿Vas a quedarte ahí sentado escuchando toda nuestra conversación o qué? -soltó groseramente Saoirse a la poltrona.

Elizabeth frunció el ceño y carraspeó.

– ¿Y qué pasa con lo que dijo Paddy? Que tú pienses que no hiciste nada malo no tiene la menor importancia. Los garda í piensan que sí lo hiciste.

Saoirse siguió mascando chicle y fulminó a su hermana con sus fríos ojos azules.

– Paddy es un negado, no da pie con bola. Le faltan motivos para acusarme de nada. A no ser que pasarlo bien de repente sea ilegal.

Aleteo, aleteo.

– Por favor, Saoirse -dijo Elizabeth en voz baja-, escúchame, ¿quieres? Esta vez van en serio. Tú sólo… afloja un poco con el, eh, con la bebida, ¿vale?

– Bah, ahora no me vengas con ésas. -Saoirse torció el gesto-. Corta el rollo, hermanita, estoy harta de escucharte. -Se levantó-. No tengo ningún problema con la bebida. Eres tú quien tiene un problema al pensar que eres puñeteramente perfecta y al creerte doña perfecta. -Abrió la puerta y gritó para que todo el mundo la oyera-. Ah, y en cuanto a ti -señaló la poltrona con el mentón-, no creo que vayas a durar mucho. Al final todos se marchan, ¿no es cierto, Lizzie?

Pronunció el diminutivo como si escupiese. En los ojos de Elizabeth brillaban lágrimas de rabia. Saoirse dio un portazo atronador a sus espaldas. Había logrado abrir la tapa del tarro y era libre de volar a donde le viniera en gana otra vez. El ruido del portazo estremeció todo el cuerpo de Elizabeth. El despacho quedó tan silencioso que hasta la mosca que había estado zumbando por ahí se detuvo y se posó en el interruptor de la luz. Un momento después llamaron bajito a la puerta.

– ¿Qué? -espetó Elizabeth.

– Soy yo, Becca -fue la débil respuesta-. Te traigo el café.

Elizabeth se alisó el pelo y se secó los ojos.

– Adelante.

Cuando Becca salió del despacho Elizabeth vio que Saoirse regresaba con paso decidido.

– Por cierto, se me ha olvidado pedirte un préstamo de unos cuantos pavos.

Su voz era más amable. Siempre lo era cuando quería algo. A Elizabeth le cayó el alma a los pies.

– ¿Cuánto?

Saoirse se encogió de hombros.

– Cincuenta.

Elizabeth rebuscó en su bolso.

– ¿Sigues viviendo en la misma pensión?

Saoirse asintió con la cabeza.

Elizabeth sacó cincuenta euros y esperó antes de dárselos.

– ¿Para qué son?

– Drogas, Elizabeth, montones de drogas -respondió Saoirse con descaro.

Elizabeth dejó caer los hombros.

– Sólo quería decir…

– Provisiones. Ya sabes: pan, leche, papel higiénico. Esa clase de cosas. -De un zarpazo alcanzó el billete nuevo de la mano de Elizabeth-. No todos nos limpiamos el culo con seda, enterada.

Cogió una muestra de tela del escritorio y se la tiró a la cara. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas y Elizabeth se quedó plantada en medio del despacho observando cómo el trozo de seda negra caía flotando sin esfuerzo hasta la alfombra blanca. Sabía lo que se sentía al caer.


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