El tiempo cambió de la noche a la mañana. La última semana de junio el sol había abrasado la hierba, secado el suelo y traído avispas a miles, que pululaban por todas partes molestando a todo quisqui. La noche del sábado todo eso cambió. El cielo se oscureció dando paso a las nubes. Pero eso era típico del clima irlandés: pasar sin solución de continuidad de una ola de calor a un vendaval tormentoso. Era predeciblemente impredecible.
Elizabeth temblaba en la cama y se subió el edredón hasta la barbilla. No había puesto la calefacción y pese a que la necesitara se negaba a ponerla durante los meses de verano por una cuestión de principios. Fuera los grandes árboles temblaban también; el viento agitaba sus hojas. Proyectaban sombras fabulosas en las paredes del dormitorio. Las fortísimas rachas que soplaban sonaban como olas gigantes estrellándose contra los acantilados. Dentro, las puertas vibraban. El balancín del jardín oscilaba adelante y atrás chirriando. Todo se movía súbita y violentamente, sin ningún ritmo ni coherencia.
Elizabeth pensaba en Ivan. Se preguntaba por qué se sentía atraída hacia él y por qué cada vez que abría la boca soltaba sin tapujos los secretos mejor guardados del mundo. Se preguntaba por qué le había hecho un sitio en su casa y en su cabeza. A Elizabeth le encantaba estar sola, no ansiaba compañía, pero ansiaba la compañía de Ivan. Se preguntaba si debería retirarse un poco, habida cuenta de que Fiona vivía a un tiro de piedra de su casa. ¿Acaso su proximidad con Ivan, aunque sólo fuesen amigos, podría ser perturbadora para Sam y Fiona? Elizabeth siempre había confiado en Fiona para que ésta cuidara de Luke casi sin aviso previo.
Como de costumbre, Elizabeth intentó hacer caso omiso de tales pensamientos. Intentó fingir que todo seguía siendo como siempre, que nada había cambiado en su fuero interno, que sus murallas no se estaban desmoronando, franqueando el paso a invitados inoportunos. No quería que eso sucediera, no sabría enfrentarse a un cambio.
Finalmente se centró en lo único que permanecía constante e inalterable en las enérgicas rachas. Y a cambio de eso la luna no le quitó el ojo de encima cuando por fin se sumió en un sueño intranquilo.
– ¡Quiquiriquí!
Elizabeth abrió un ojo, confundida por el ruido. La habitación estaba llena de luz. Poco a poco abrió el otro ojo y vio que el sol había vuelto y se estaba encaramando en un cielo azul y sin nubes, aunque los árboles seguían bailando como posesos en la discoteca improvisada del jardín trasero.
– ¡ Quiquiriquí!
Ahí estaba otra vez. Atontada por el sueño, logró levantarse de la cama y acercarse a la ventana. En medio del jardín estaba Ivan haciendo bocina con las manos alrededor de la boca y gritando:
– ¡Quiquiriquí!
Elizabeth se tapó la boca, riendo, y abrió la ventana. El viento entró en el dormitorio.
– ¡Ivan! ¿Qué estás haciendo?
– ¡Es hora de levantarse! -gritó Ivan. El viento le arrebató el final de la frase y se la llevó hacia el norte.
– ¡Estás loco! -chilló Elizabeth.
Luke se asomó asustado a la puerta del dormitorio.
– ¿Qué está pasando?
Elizabeth hizo señas a Luke para que se acercara a la ventana y éste se tranquilizó en cuanto vio a Ivan.
– ¡Hola, Ivan! -gritó Luke.
Éste levantó la vista y sonrió, y después alzó la mano con la que se sujetaba la gorra para saludar a Luke. La gorra desapareció de su cabeza, arrebatada por una súbita racha fortísima. El niño y Elizabeth estuvieron observando, muertos de risa, cómo Ivan daba caza a la gorra por todo el jardín, corriendo de aquí para allá a tenor de los caprichosos cambios de dirección del viento. Finalmente se sirvió de una rama rota para hacerla caer del árbol donde quedó atrapada.
– ¿Qué haces ahí fuera, Ivan? -chilló Luke.
– ¡Es el día de Jinny Joe! -anunció Ivan extendiendo los brazos para indicar cuanto le rodeaba.
– ¿Y eso qué es? -preguntó Luke mirando confundido a Elizabeth.
– No tengo ni idea -contestó ella encogiéndose de hombros.
– ¿Qué es el día de Jinny Joe, Ivan? -chilló Luke.
– ¡Si bajáis os lo enseñaré a los dos! -contestó Ivan. Su ropa holgada ondeaba y se pegaba a su cuerpo.
– ¡No vamos vestidos! ¡Estamos en pijama! -exclamó Luke riendo.
– ¿Pues a qué esperáis? ¡Poneos cualquier cosa, son las seis de la mañana, no nos verá nadie!
– ¡Vamos! -exclamó Luke entusiasmado a Elizabeth al tiempo que saltaba del alféizar de la ventana. Salió corriendo de la habitación y regresó minutos después con una pierna en los pantalones del chándal, un suéter puesto del revés y las zapatillas cambiadas de pie.
Elizabeth se echó a reír.
– ¡Venga, date prisa! -instó Luke respirando entre jadeos.
– Cálmate, Luke.
– No. -Luke abrió de golpe el armario ropero de Elizabeth-. ¡Vístete, es el día de Jinny Joe! -gritó con una radiante sonrisa desdentada.
– Pero, Luke -rezongó Elizabeth, incómoda-, ¿adonde se supone que vamos?
Estaba buscando seguridad en un niño de seis años.
Luke se encogió de hombros.
– ¿A un sitio divertido? -apuntó.
Elizabeth lo meditó, vio el entusiasmo en los ojos de Luke, se sintió invadida por la curiosidad, supo que cometía un error, pero se endosó un chándal y salió corriendo con Luke.
Al salir, el viento cálido le dio de pleno y la dejó sin aliento.
– ¡Al Batmóvil! -anunció Ivan reuniéndose con ellos junto a la puerta principal.
Luke soltó una risita alborozada.
Elizabeth se quedó paralizada.
– ¿Adonde?
– Al coche -explicó Luke.
– ¿Adonde vamos?
– Tú conduce que yo ya te avisaré cuando lleguemos. Es una sorpresa.
– No -repuso Elizabeth como si fuese lo más absurdo que hubiese oído en la vida-. Nunca me subo a un coche sin saber exactamente adonde voy -declaró con altanería.
– Lo haces cada mañana -observó Ivan con ternura.
Elizabeth no le hizo caso.
Luke sostuvo la portezuela abierta para que subiera Ivan, y una vez todos a bordo, Elizabeth emprendió muy contra su voluntad aquel viaje hacia un destino desconocido, deseosa de dar media vuelta en cada curva y preguntándose por qué no lo hacía.
Tras conducir durante veinte minutos por carreteras sinuosas, una nerviosa Elizabeth obedeció la última indicación de Ivan y detuvo el coche junto a un campo que, para ella, era igual a todos los demás que habían dejando atrás por el camino. Sólo que aquél tenía vistas sobre el resplandeciente océano Atlántico. Desentendiéndose del panorama miró por el retrovisor lateral y dio un bufido al ver el barro que salpicaba el reluciente costado del coche.
– ¡Uau! ¿Qué son? -Luke se puso de un salto entre los dos asientos delanteros y señaló hacia el parabrisas.
– Amigo Luke -anunció Ivan con alegría-, son lo que la gente llama Jinny Joes.
Elizabeth levantó la vista. Delante de ella cientos de semillas de diente de león revoloteaban en el aire; la luz del sol se reflejaba en sus suaves y esponjosos hilos blancos y flotaban como sueños hacia los tres ocupantes del coche.
– Parecen hadas -dijo atónito Luke.
Elizabeth puso los ojos en blanco.
– ¡Hadas! -Chasqueó la lengua en señal de desaprobación-. ¿Qué clase de libros has estado leyendo? Son semillas de diente de león, Luke.
Ivan la miró con expresión frustrada.
– ¿Por qué sabía que dirías eso? Bueno, por lo menos te he traído aquí. Algo es algo.
Elizabeth le miró sorprendida. Nunca hasta entonces se había dirigido a ella con semejante brusquedad.
– Luke -Ivan se volvió hacia él-, también se conocen como la Margarita Irlandesa pero no son sólo semillas de diente de león, son lo que la mayoría de la gente normal -miró con reproche a Elizabeth- llama Jinny Joes. Se encargan de llevar deseos en el viento y la cosa está en atraparlos con la mano, pedir un deseo y luego soltarlos para que puedan entregarlos.
Elizabeth resopló.
– ¿De veras? -dijo susurrando Luke-. Pero ¿por qué hace eso la gente?
Elizabeth soltó una carcajada.
– ¡Este es mi chico!
Ivan hizo caso omiso de ella.
– Hace cientos de años la gente comía las hojas verdes del diente de león porque contienen muchas vitaminas -explicó-, lo cual justifica su nombre en latín, que se traduce como la «cura oficial de todos los males». Por eso la gente cree que traen buena suerte y piden deseos a las semillas.
– ¿Y los deseos se cumplen? -preguntó Luke esperanzado.
Elizabeth miró a Ivan, enojada al verle llenar la cabeza de su sobrino con falsas esperanzas.
– Sólo los que se entregan en condiciones, así que, ¿quién sabe? Recuerda que a veces hasta el correo se pierde, Luke.
Luke asintió con la cabeza; lo había entendido.
– Vale. Muy bien. ¡Pues vayamos a atraparlos!
– Id vosotros dos. Yo esperaré en el coche -dijo Elizabeth con la mirada clavada al frente.
Ivan suspiró.
– Eliza…
– Esperaré aquí -repitió con firmeza. Encendió la radio y se acomodó para dejarles claro que no iba a cambiar de opinión.
Luke bajó del coche y ella se volvió hacia Ivan.
– Me parece ridículo que le llenes la cabeza con esa sarta de mentiras -le soltó muy enfadada-. ¿Qué piensas decirle cuando ninguno de sus deseos se haga realidad?
– ¿Cómo sabes que no se harán realidad?
– Tengo sentido común. Algo de lo que por lo visto tú careces.
– Tienes razón, no tengo sentido común. No quiero creer lo mismo que creen todos los demás. Tengo mis propios pensamientos, cosas que nadie me ha enseñado y que tampoco he leído en ningún libro. Aprendo de la experiencia, en cambio tú… A ti te da miedo experimentar lo que sea y por eso siempre tendrás tu sentido común y nada más que tu sentido común.
Elizabeth miró por la ventanilla y contó hasta diez para no explotar. Detestaba toda aquella verborrea new age ; contrariamente a lo que él decía, estaba convencida de que aquéllas eran la clase de cosas que sólo podían aprenderse en los libros. Libros escritos y leídos por personas que se pasaban la vida buscando algo, cualquier cosa, con tal de abstraerse del aburrimiento de su vida real. Personas que necesitaban creer que siempre y para todo existía otro motivo además del más evidente.
– ¿Sabes una cosa, Elizabeth? El diente de león también se conoce como filtro de amor. Hay quien dice que si soplas las semillas al viento éstas llevarán tu amor a tu amado. Si soplas la delicada bola blanca mientras pides un deseo y consigues arrancar todas las semillas tu deseo se hará realidad.