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Capítulo 34

Elizabeth estaba sentada con las piernas cruzadas encima de la sábana blanca que cubría el polvoriento suelo de cemento del edificio en construcción; tenía los ojos cerrados.

– Así que aquí es donde te metes cada día cuando desapareces -dijo una voz.

Elizabeth no abrió los ojos.

– ¿Cómo lo haces, Ivan?

– ¿Hacer qué?

– Aparecer de repente justo cuando estoy pensando en ti.

Le oyó reír, pero él no contestó a la pregunta.

– ¿Por qué esta habitación es la única que no se ha terminado? ¿O empezado, a juzgar por su aspecto? -dijo Ivan situándose detrás de ella.

– Porque necesito ayuda. Estoy atascada.

– Bien, si una cosa sabes hacer, Elizabeth Egan, es pedir ayuda.

Se hizo el silencio hasta que Ivan comenzó a tararear una melodía conocida que Elizabeth no había logrado quitarse de la cabeza en los dos últimos meses y que estaba dejándola casi en bancarrota por culpa del cerdito que Poppy y Becca habían llevado a la oficina. Abrió los párpados de golpe.

– ¿Qué estás tarareando?

– La canción del tarareo.

– ¿Te la ha enseñado Luke?

– No, fui yo quien se la enseñó a él, si no te importa.

– ¿En serio? -rezongó Elizabeth-. Pensaba que se la había inventado su amigo invisible. -Rió para sus adentros y luego le miró.

Ivan no reía. Al cabo de un momento, dijo:

– ¿Por qué hablas como si tuvieras la boca llena de calcetines? ¿Qué llevas en la cara? ¿Un bozal? -Rió a carcajadas.

Elizabeth se puso roja.

– No es un bozal -replicó-. No te figuras qué cantidad de polvo y bacterias hay en este edificio. Por cierto, deberías llevar casco -señaló golpeándose el suyo-. Dios quiera que no se nos caiga encima.

– ¿Qué más llevas? -Ivan hizo caso omiso de su mal humor y la repasó con la vista de la cabeza a los pies-. ¿Guantes?

– Para que no se me ensucien las manos -dijo Elizabeth con un mohín infantil.

– Ay, Elizabeth -Ivan sacudió la cabeza en un gesto reprobador y caminó cómicamente a su alrededor-, con todo lo que te he enseñado y sigues preocupándote de ir limpia y arreglada.

Cogió una brocha que había al lado de un bote abierto de pintura y la mojó.

– Ivan -dijo Elizabeth, nerviosa, sin quitarle ojo-, ¿qué te propones hacer?

– Acabas de decir que necesitas ayuda.

Le dedicó una ancha sonrisa. Elizabeth se puso de pie lentamente.

– Sí, necesito ayuda para pintar la pared -advirtió ella señalando el muro.

– Vaya, por desgracia, no has concretado qué clase de ayuda querías, así que me temo que eso no cuenta. -Empapó la brocha de pintura roja, apretó los pelos con la mano y los soltó hacia Elizabeth como una catapulta. La pintura le salpicó la cara-. ¡Uy, lástima que no llevaras equipo de protección en el resto de la cara! -bromeó Ivan viendo sus ojos desmesuradamente abiertos a causa del enojo y la estupefacción-. Aunque esto tan sólo demuestra que por más que uno se envuelva en algodones está expuesto a hacerse daño.

– Ivan -dijo ella con auténtico odio-, tirarme al lago es una cosa, pero esto es ridículo -chilló-. Se trata de mi trabajo. Hablo en serio, no quiero volver a tener que ver absolutamente nada más contigo, Ivan, Ivan… Ni siquiera sé tu apellido -barbotó. -Me llamo Elbisivni -explicó Ivan con calma.

– ¿Qué eres, ruso? -gritó Elizabeth al borde de un ataque de nervios-. ¿Y lo de Aisatnaf también es ruso o es que ni siquiera existe? -preguntó a voz en cuello y casi sin aliento.

– Lo siento mucho -dijo Ivan seriamente dejando de sonreír-. Me doy cuenta de que estás enfadada. Volveré a dejar esto en su sitio. -Lentamente metió la brocha en el bote y volvió a dejarlo en el sitio exacto en que lo había encontrado, delante de los demás-. Me he pasado de la raya. Perdón.

El enojo de Elizabeth comenzó a disiparse.

– El rojo quizá sea un color demasiado colérico para ti -prosiguió Ivan-. Yo debería haber sido más sutil. -De repente otra brocha apareció ante el rostro de Elizabeth, que abrió mucho los ojos-. ¿Blanco, tal vez? -Con una alegre mueca volvió a salpicarla de pintura.

– ¡Ivan! -medio gritó medio rió Elizabeth-. ¡De acuerdo! -se abalanzó sobre los botes de pintura-, ¿quieres jugar? Yo también. Ahora llevar colores es tu pasatiempo favorito, ¿no es eso? -rezongó para sí. Mojó una brocha en el bote y persiguió a Ivan por la habitación-. ¿El azul es tu color favorito, señor Elbisivni?

Pintó una raya azul en el pelo y el rostro de Ivan y lanzó una carcajada maligna.

– ¿Crees que eso ha tenido gracia? -exclamó él. Elizabeth asintió con la cabeza desternillándose de risa.

– Bien -aprobó Ivan con regocijo. Agarrándola por la cintura, la tendió en el suelo y sujetándola con destreza le pintó la cara mientras ella chillaba y se retorcía intentando zafarse-. Si no dejas de gritar, Elizabeth, acabarás con la lengua verde -advirtió.

Cuando ambos estuvieron cubiertos de pintura de la cabeza a los pies y Elizabeth se reía tanto que no le quedaban fuerzas para presentar batalla, Ivan volvió su atención a la pared.

– Lo que esta pared necesita ahora es un poco de pintura.

Elizabeth se quitó la mascarilla y procuró recobrar el aliento, dejando a la vista el único trozo de piel de color normal que le quedaba en el rostro.

– Bueno, al menos ese bozal te ha sido útil -señaló Ivan antes de volverse otra vez de cara a la pared-. Un pajarito me ha dicho que tuviste una cita con Benjamin West -dijo mojando un pincel nuevo en el bote de pintura roja.

– Fue una cena, no una cita. Y debería añadir que salí con él la noche que me diste plantón.

Ivan no hizo ningún comentario, sino que preguntó:

– ¿Te cae bien?

– Es muy majo -contestó Elizabeth sin darse la vuelta.

– ¿Quieres pasar más tiempo con él?

Elizabeth comenzó a recoger del suelo la sábana salpicada de pintura.

– Quiero pasar más tiempo contigo -afirmó.

– ¿Y si no pudieras?

Elizabeth se quedó inmóvil.

– En ese caso te preguntaría por qué.

Ivan eludió la pregunta.

– ¿Y si yo no existiera y no me conocieras, querrías pasar más tiempo con Benjamín entonces?

Elizabeth tragó saliva, metió el papel y los lápices en el bolso y lo cerró con la cremallera. Estaba cansada de jugar a acertijos con él y aquella conversación la ponía nerviosa. Tenían que hablar de ese asunto como era debido. Se levantó y se volvió hacia él. En la pared Ivan había pintado «Elizabeth X Benjamín» con grandes trazos rojos.

– ¡Ivan! -Elizabeth rió nerviosa-. No seas tan niño. ¡Figúrate si alguien viera eso!

Se precipitó a arrebatarle la brocha. Ivan no la soltó y se miraron a los ojos.

– No puedo darte lo que tú quieres, Elizabeth -dijo él en voz baja.

Una tos en el umbral hizo que ambos se sobresaltaran.

– Hola, Elizabeth. -Benjamín la observaba entre curioso y divertido. Echó un vistazo a la pared de detrás de ella y sonrió-. Un tema muy interesante.

Tras una pausa elocuente, Elizabeth miró a su derecha.

– Ha sido Ivan -acusó con voz infantil.

Benjamín emitió una risita irónica.

– Otra vez él.

La joven asintió y Benjamin se fijó en que de la brocha que ella sostenía se desprendían una gotas rojas que le manchaban los vaqueros. Un rostro salpicado de rojo, azul, morado, verde y blanco se puso colorado.

– Se diría que es a ti a quien han pillado pintarrajeando a lo loco -dijo Benjamin disponiéndose a entrar en la habitación.

– ¡Benjamin!

Él se detuvo con el pie en el aire y una mueca de fastidio al oír la voz imperiosa de Vincent.

– Será mejor que vaya -sonrió-. Ya hablaremos -y salió en dirección a los gritos de Vincent-. Por cierto -agregó levantando la voz-, gracias por invitarme a la fiesta.

Una Elizabeth exasperada hizo caso omiso de las carcajadas y jadeos de Ivan. Mojó la brocha en el bote blanco y borró lo que había escrito Ivan al tiempo que intentaba borrar de su memoria aquel momento tan embarazoso.

– Buenas tardes, señor O'Callaghan; hola, Maureen; hola, Fidelma; hola, Connor; padre Murphy…

Elizabeth iba saludando a sus vecinos mientras atravesaba el pueblo a pie camino de la oficina. Las mangas le chorreaban pintura roja, hebras de pintura azul le colgaban del pelo y sus vaqueros parecían la paleta de Monet. Atónitas y silenciosas miradas la seguían mientras las gotas de pintura que caían de su ropa iban dejando un rastro multicolor a su espalda.

– ¿Por qué siempre haces esto? -preguntó Ivan apretando el paso para seguir el ritmo de su avance implacable a través del pueblo.

– ¿Hacer qué? Buenas tardes, Sheila.

– Siempre cruzas la calle antes de llegar al pub Flanagan's, caminas un trecho por la acera de enfrente y vuelves a cruzar a la altura de Joe's.

– No es verdad. -Sonrió a otro papamoscas.

– ¡Eso sí que es decorar el pueblo, Elizabeth! -le gritó Joe, encantado de ver las huellas rojas que iba dejando detrás de ella al atravesar la calzada.

– ¡Fíjate, acabas de hacerlo! -señaló Ivan.

Elizabeth se detuvo y volvió la cabeza para observar el rastro que formaban tras ella las gotas de pintura. Era bien cierto que había cruzado la calle antes de llegar al pub Flanagan's, caminado un trecho por la otra acera y vuelto a cruzar para entrar en la oficina. Había dado un rodeo en vez de seguir por la misma acera. Nunca había reparado en ello. Miró hacia el pub Flanagan's. El señor Flanagan fumaba un cigarrillo en la puerta. Cosa extraña, éste la saludó inclinando la cabeza y se mostró sorprendido de que ella le sostuviera la mirada. Elizabeth frunció el ceño y tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta al contemplar el edificio del pub.

– ¿Todo va bien, Elizabeth? -preguntó Ivan irrumpiendo en sus pensamientos.

– Sí. -Su voz apenas fue un susurro. Carraspeó, miró confundida a Ivan y de modo poco convincente repitió-: Sí, estoy bien.


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