– Poppy, ¿me has llamado? -preguntó Elizabeth un rato después desde detrás del montón de muestras de alfombras apiladas en su escritorio.
– La respuesta vuelve a ser no -dijo la voz hastiada de Poppy-. Y, por favor, procura no distraerme mientras estoy encargando dos mil botes de pintura magnolia para proyectos futuros. Quizá deberíamos ser previsoras y planear las compras de los próximos veinte años -refunfuñó para sí, y acto seguido rezongó en voz más alta para que la oyera Elizabeth-, pues nada indica que vayamos a cambiar nuestras ideas en un futuro inmediato.
– Vale, vale. -Elizabeth sonrió dándose por vencida-. Puedes encargar otro color también.
Poppy por poco se cae de la silla de tanto entusiasmo.
– Encarga también unos cuantos cientos de botes de beis, ya que estás en ello. Se llama «Cebada».
– Ja, ja -dijo Poppy secamente.
Ivan enarcó las cejas mirando a Elizabeth.
– Elizabeth, Elizabeth -canturreó-, ¿acabas de hacer un chiste? Me parece que sí.
La miró fijamente con los codos apoyados en el escritorio. Suspiró y los mechones del pelo de Elizabeth volvieron a revolotear.
Elizabeth se quedó paralizada, miró a izquierda y derecha con recelo y siguió trabajando.
– Oh, ¿veis cómo me trata? -dijo Ivan histriónicamente llevándose la mano a la frente y fingiendo que se desvanecía sobre una poltrona de cuero negro que había en un rincón-. Es como si ni siquiera estuviera aquí -declaró. Puso los pies encima del asiento y miró al techo-. Esto no es como estar en el despacho de un director de colegio, es como estar en la consulta de un loquero. -Fijó la vista en las grietas del techo y habló con acento americano-. Verá, doctor, todo comenzó cuando Elizabeth decidió no tenerme en cuenta -dijo levantando la voz-. Hizo que sintiera que nadie me quería, que me sintiera terriblemente solo. Como si no existiera. Como si no fuese nada -exageró-. Mi vida es un desastre. -Fingió llorar-. Todo es culpa de Elizabeth. -Se interrumpió y la contempló un rato mientras ella combinaba alfombras con tejidos y cartas de colores, y cuando volvió a hablar lo hizo recobrando su tono normal y dijo en voz baja-: Pero es culpa suya que no pueda verme porque le da demasiado miedo creer. ¿No es cierto, Elizabeth?
– ¿Qué? -gritó Elizabeth otra vez.
– ¿Qué quieres decir con «qué»? -contestó a gritos una irritada Poppy-. ¡Yo no he dicho nada!
– Me has llamado.
– No, no te he llamado, estás oyendo voces otra vez. ¡Y, por favor, deja ya de tararear esa maldita canción! -chilló Poppy.
– ¿Qué canción? -Elizabeth frunció el ceño.
– Esa que llevas tarareando toda la santa mañana. Me está volviendo loca.
– ¡Muchas gracias! -intervino Ivan levantándose y haciendo una exagerada reverencia antes de desplomar su cuerpo otra vez sobre la poltrona- Esa canción me la he inventado yo. Muérete de envidia, Andrew Lloyd Webber.
Elizabeth siguió trabajando. Se puso a tararear de nuevo y se interrumpió de inmediato.
– ¿Sabes una cosa, Poppy? -gritó Ivan a la otra habitación-. Me parece que Elizabeth puede oírme. -Entrelazó las manos encima del pecho e hizo girar los pulgares-. Me parece que puede oírme muy bien. ¿No es cierto, Elizabeth?
– ¡Santo cielo! -Elizabeth dejó caer las muestras encima del escritorio-. Becca, ¿eres tú quien está diciendo mi nombre?
– No -contestó Becca con voz apenas audible.
Elizabeth se sonrojó con expresión atornillada, avergonzada de parecer tonta delante de sus empleadas. Con la intención de hacer valer de nuevo su autoridad, levantó la voz severamente.
– Becca, ¿puedes ir a buscarme un café a Joe's?
– Oh, por cierto -canturreó Ivan pasándolo en grande-, no olvides decirle que se lleve unos de esos tazones. Joe lo agradecerá.
– Oh -Elizabeth chasqueó los dedos como si acabara de recordar algo- aprovecha para llevarte unos de estos tazones contigo. -Tendió a Becca un tazón de café-. Creo que Joe -hizo una pausa y se mostró confundida- lo agradecerá.
– Vaya, está claro que puede oírme -rió Ivan-. Sólo es que se niega a admitirlo. Esa imperiosa mentalidad que tiene no se lo permitirá. Todo es blanco o negro para ella. -Y enseguida agregó-: O beis. Pero voy a airear un poco las cosas por aquí y nos vamos a divertir. ¿Lo has hecho alguna vez, Elizabeth? ¿Te has divertido?
Sus ojos bailaron traviesos. Bajó las piernas de la poltrona y se levantó de un salto. Se sentó en el borde del escritorio de Elizabeth y miró las páginas impresas de información online sobre amigos imaginarios. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación y negó con la cabeza.
– No me digas que te has tragado toda esa jerigonza, Lizzie. ¿Puedo llamarte Lizzie?
Elizabeth arrugó el semblante.
– Vaya -dijo Ivan con ternura-, no te gusta que te llamen Lizzie, ¿verdad?
Elizabeth carraspeó.
Ivan se tumbó en el escritorio encima de las muestras de alfombras y apoyó la cabeza en una mano.
– Bueno, tengo noticias para ti. -Bajó la voz hasta un susurro-. Soy real. Y no pienso marcharme hasta que abras bien los ojos y me veas.
Elizabeth dejó de toquetear las cartas de pintura y levantó los ojos lentamente. Recorrió el despacho con la vista y luego se quedó mirando fijamente al frente. Por alguna razón se sentía calmada, más calmada de lo que había estado en mucho tiempo. Estaba en trance, mirando al vacío pero incapaz de pestañear o apartar la vista, sintiéndose inmersa en una cálida seguridad.
De repente la puerta del despacho se abrió de golpe, tan deprisa y bruscamente que el picaporte se estrelló contra la pared. Elizabeth e Ivan se llevaron un buen susto.
– Uuuuuy, mis disculpas por interrumpir a los tortolitos -rió socarronamente Saoirse desde la puerta.
Ivan saltó del escritorio.
Elizabeth, perpleja, empezó a ordenar el escritorio enseguida, un acto reflejo natural en ella ante el pánico de la inesperada aparición de su hermana menor. Se alisó la chaqueta y se atusó el pelo.
– Deja, deja, por mí no te molestes en ordenar. -Saoirse hizo un ademán desdeñoso con la mano sin dejar de mascar chicle a toda velocidad-. Te preocupas demasiado por todo, ¿sabes? Baja tus revoluciones. -Sus ojos fueron de arriba abajo al examinar con recelo el espacio al lado del escritorio de Elizabeth-. ¿No piensas presentarme?
Elizabeth miró a su hermana entrecerrando los ojos. Saoirse la ponía nerviosa con su comportamiento neurótico y sus esporádicas rabietas. Con alcohol o sin él, Saoirse siempre había sido igual: difícil. En realidad Elizabeth casi nunca sabía a ciencia cierta si estaba bebida o sobria. Saoirse no se había encontrado a sí misma; no había crecido desarrollando una personalidad y por tanto no había averiguado quién era, qué quería, qué la hacía feliz ni adonde esperaba llegar en la vida. Seguía sin saberlo. Era un combinado de personalidades que no había tenido ocasión de desarrollarse. Elizabeth se preguntaba cómo sería su hermana si alguna vez consiguiera dejar de beber, aunque mucho se temía que eso sólo supondría eliminar un problema de una lista muy larga.
Era de lo más inusual que Elizabeth lograra estar a solas con Saoirse en una habitación para hablar con ella; por lo general se sentía como una niña sola en pleno campo tratando de atrapar una mariposa con un tarro de cristal. Las mariposas eran muy bonitas, iluminaban una habitación, pero nunca reposaban suficiente tiempo en un mismo sitio para dejarse atrapar. Elizabeth le daba caza sin tregua y, en las raras ocasiones en que conseguía atrapar a su hermana, Saoirse no paraba de aletear presa del pánico, deseosa de escapar.
Cuando estaba en compañía de Saoirse se esforzaba por ser comprensiva, por tratarla con la compasión y la empatía que merecía. Se lo habían explicado todo cuando buscó ayuda profesional. Deseaba consejo de tantas fuentes como fuese posible para estar en condiciones de ayudar a su hermana. Necesitaba saber las esquivas palabras mágicas que debía decir a Saoirse las contadas veces en que iba a visitarla. De modo que aunque Saoirse maltratara a Elizabeth, ésta seguía brindándole apoyo y comprensión porque temía perderla para siempre, temía que aún la alejara más la espiral de descontrol en que estaba sumida. Además, consideraba su deber velar por ella. Aunque sobre todo era porque estaba cansada de ver cómo escapaban de su vida todas las hermosas mariposas.
– ¿Presentarte a quién? -contestó Elizabeth amablemente.
– Venga, corta ya con ese tono condescendiente. Si no quieres presentarme no pasa nada. -Se sentó y se volvió hacia la silla vacía-. Se avergüenza de mí, ¿sabes? Cree que hago quedar mal su «buen nombre». Ya sabes cuánto les gusta hablar a los vecinos -rió amargamente-. O quizá tenga miedo de que te ahuyente a ti. Fue lo que pasó con el otro, ¿sabes? El muy…
– Ya basta, Saoirse -cortó Elizabeth interrumpiendo su actuación-. Oye, me alegra que te hayas dejado caer por aquí porque quería hablar contigo.
Saoirse agitaba arriba y abajo una rodilla y mascaba el chicle con furia.
– Colm me devolvió el coche el viernes y me dijo que te habían arrestado. Esto es serio, Saoirse. Debes tener sumo cuidado entre ahora y la celebración de la vista. Será dentro de unas pocas semanas y si haces algo… más, bueno, afectará a tu sentencia.
Saoirse puso los ojos en blanco.
– ¡Cálmate, Elizabeth! ¿Qué van a hacer? ¿Encerrarme durante años por haber conducido dos minutos el coche de mi propia hermana? No pueden retirarme el carné porque no tengo y si me impiden que me lo saque me importa un bledo porque no lo quiero para nada. Lo único que harán será endilgarme unas cuantas semanas de algún trabajo de mierda para la comunidad, seguramente ayudando a unas cuantas ancianas a cruzar la calle o algo por el estilo. No será nada.
Hizo un globo de chicle que explotó en sus labios agrietados. Elizabeth abrió los ojos, incrédula.
– Saoirse, no tomaste prestado mi coche. Lo cogiste sin permiso y no tienes carné. Venga -se le quebró la voz-, no eres idiota, sabes de sobra que eso está mal.
Elizabeth hizo una pausa y procuró recobrar la compostura. Esta vez conseguiría hacerla entrar en razón. Pero, aunque se repitiera la misma situación cada vez, Saoirse seguía negándola. Elizabeth tragó saliva.
– Mira -dijo Saoirse enojándose-, tengo veintidós años y estoy haciendo lo mismo que todas las personas de mi edad: salir y pasarlo bien. -Su tono se hizo desagradable-. Que tú no hayas tenido vida propia a mi edad no significa que yo no pueda tenerla.