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Ivan bostezó. Sin lugar a dudas, Elizabeth era una adirruba. No tenía ninguna foto de parientes o amigos, ningún juguete de peluche sentado encima del ordenador, e Ivan no vio ni rastro del dibujo que Luke había hecho para ella durante el fin de semana. Elizabeth había dicho que lo pondría en su despacho. Lo único interesante era una colección de tazones de Joe's alineada en el alféizar de la ventana. Apostó a que Joe no estaría nada contento con aquello.

Se inclinó hacia delante, apoyó los codos encima del escritorio y pegó su rostro al de ella. La expresión de Elizabeth era de pura concentración, tenía la frente lisa y ni una sola arruga le surcaba la piel, como normalmente le ocurría. Sus labios brillantes, que a Ivan le olían a fresa, se fruncían y alisaban delicadamente mientras Elizabeth tarareaba para sí quedamente.

En ese instante su opinión acerca de ella cambió otra vez. Ya no era la directora de colegio que parecía cuando estaba con otras personas; ahora se la veía tranquila, serena y relajada, muy distinta de como solía estar cuando pensaba a solas. Ivan supuso que se debía a que por una vez no estaba preocupada. Tras observarla un rato, los ojos de Ivan bajaron al trozo de papel sobre el que estaba trabajando. Entre los dedos Elizabeth sostenía un lápiz de color marrón con el que sombreaba el dibujo de un dormitorio.

Los ojos de Ivan se iluminaron. Colorear era con mucho su pasatiempo favorito. Se levantó de la silla y se puso detrás de ella para ver mejor lo que estaba haciendo y averiguar si tenía la habilidad de no salirse de las rayas. Era zurda. Ivan se inclinó sobre su hombro y apoyó un brazo encima del escritorio para no perder el equilibrio. Estaba tan cerca de ella que olía el aroma a coco de sus cabellos. Inspiró profundamente y unos pelos le hicieron cosquillas en la nariz.

Elizabeth paró de colorear un momento, cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, relajó los hombros, inspiró profundamente y esbozó una sonrisa para sí misma. Ivan hizo lo mismo y notó que la piel de Elizabeth le rozaba la mejilla. Se estremeció. Fue una sensación agradablemente extraña. Como la de cuando le daban un caluroso abrazo, y eso estaba bien porque abrazar era con mucho lo que más le gustaba de este mundo. Se sintió aturdido y un poco mareado, pero no como cuando se mareaba dando vueltas en la silla. Esta sensación era mucho mejor. Prolongó la sensación unos instantes hasta que por fin ambos abrieron los ojos al mismo tiempo y bajaron la vista al dibujo del dormitorio. Elizabeth acercó la mano al lápiz marrón como si titubeara entre cogerlo o no.

Ivan gimió quedamente.

– No escojas el marrón otra vez, Elizabeth. Venga, decídete por otro color, como ese verde lima -le susurró al oído a sabiendas de que no podía oírle.

La mano de Elizabeth se quedó suspendida en el aire como si una fuerza magnética le impidiera tocarlo. La apartó poco a poco del lápiz marrón chocolate y la dirigió hacia el verde lima. Esbozó una sonrisa como si le divirtiera su elección y con suma cautela tomó el instrumento con la mano como si fuese la primera vez que lo hacía. Lo hizo girar entre los dedos como si sostenerlo le produjera una sensación desconocida. Lentamente comenzó a colorear los cojines esparcidos por la cama y finalmente la tumbona que había en un rincón de la habitación.

– Mucho mejor -susurró Ivan sintiéndose orgulloso.

Elizabeth sonrió y cerró los ojos de nuevo respirando lenta y profundamente.

De repente llamaron a la puerta.

– ¿Puedo pasar? -canturreó Poppy.

Elizabeth abrió los ojos como si los moviera un resorte y dejó caer de la mano el controvertido lápiz verde como si se tratara de un arma peligrosa.

– Sí -contestó levantando la voz y retrepándose en el sillón, de modo que rozó un instante el pecho de Ivan con el hombro. Elizabeth miró detrás de ella, se tocó el hombro con la mano como si lo limpiara y se volvió hacia Poppy, que entraba danzando en la habitación con los ojos brillantes de entusiasmo.

– Vamos a ver, Becca acaba de decirme que tienes otra reunión con la gente del hotel del amor.

Sus palabras fluyeron enlazadas de sus labios como si estuviera cantando una canción.

Ivan se sentó en el alféizar a espaldas de Elizabeth y estiró las piernas. Ambos cruzaron los brazos sobre el pecho a la vez. Ivan sonrió.

– Poppy, por favor, no lo llames el hotel del amor. -Elizabeth se restregó los ojos cansinamente.

Ivan se decepcionó. Allí estaba otra vez aquella voz adirruba.

– Muy bien, pues el hotel a secas, entonces -replicó Poppy remarcando las palabras-. Tengo algunas ideas. Me imagino camas de agua con forma de corazón, baños calientes, copas de champaña que salen de las mesillas de noche. -Bajó la voz hasta un excitado susurro-. Me imagino una fusión de la era Romántica con el art d é co. Caspar David Friedrich se encuentra con Jean Dunard. Será una explosión de intensos rojos, borgoñas y granates que te harán sentir arropado por el tapizado aterciopelado de un útero. Velas por doquier. El tocador francés se funde con…

– Las Vegas -concluyó Elizabeth secamente.

Poppy salió de su trance con un gesto de decepción.

– Poppy -suspiró Elizabeth-, ya lo hemos discutido. Creo que por esta vez deberías ceñirte a la reseña del proyecto.

– Bah -se dejó caer en la silla como si le hubiesen golpeado el pecho-, pero esa reseña es muy aburrida.

– ¡Eso, eso! -Ivan se puso de pie y aplaudió-. Adirruba -dijo a Elizabeth al oído en voz alta.

Elizabeth hizo una mueca y se frotó la oreja.

– Lamento que lo sientas así, Poppy, pero por desgracia lo que tú consideras aburrido es lo que otras personas eligen para decorar su casa. Entornos habitables, cómodos y relajantes. La gente no quiere regresar a su hogar después de una jornada de trabajo y encontrarse con una casa que les envía vibraciones dramáticas desde cada viga ni colores que les dan dolor de cabeza. Después del estrés de los lugares de trabajo, las personas sólo piden hogares manejables, relajantes y serenos. -Era el discurso que largaba a todos sus clientes-. Y esto es un hotel, Poppy. Tenemos que agradar a toda clase de personas y no sólo a los pocos, los escasísimos, en realidad, que disfrutarían residiendo en un útero tapizado de terciopelo -agregó sin mover un solo músculo del rostro.

– Bueno, no conozco a muchas personas que no hayan residido al menos una vez en úteros tapizados de terciopelo. ¿Tú sí? Creo que nadie se ha librado de eso, al menos en este planeta. -Siguió intentándolo-. Podría despertar reconfortantes recuerdos en la gente.

Elizabeth pareció asqueada.

– Elizabeth. -Poppy gimoteó su nombre y se desplomó dramáticamente en la silla frente a ella-. Tiene que haber algo en lo que me dejes poner mi sello. Me siento muy constreñida aquí, es como si mis fluidos creativos no pudieran discurrir y… ¡Oh, eso está muy bien! -dijo súbitamente alegre inclinándose para mirar el boceto que Elizabeth tenía delante-. Los colores chocolate y lima juntos crean un efecto magnífico. ¿Cómo se explica que precisamente tú los hayas elegido?

Ivan volvió a acercarse a Elizabeth y se puso en cuclillas para verle la cara. Elizabeth contempló el bosquejo que tenía delante como si lo viera por primera vez. Frunció el ceño y acto seguido se relajó.

– No lo sé, la verdad. Simplemente… -Cerró los ojos un instante, respiró profundamente y recordó la sensación-. Fue simplemente como si… como si de repente llegara flotando a mi mente.

Poppy sonrió y asintió entusiasmada con la cabeza.

– ¿Lo ves? Ahora entenderás lo que me ocurre a mí. No puedo reprimir mi creatividad, ¿entiendes? Sé exactamente lo que quieres decir. Es algo natural e instintivo -los ojos le brillaban y bajó la voz hasta un susurro-, como el amor.

– Eso, eso -repitió Ivan observando a Elizabeth tan de cerca que casi le tocaba la mejilla con la nariz, aunque esta vez fue un leve susurro el que hizo revoletear los cabellos sueltos de Elizabeth alrededor de su oreja.


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