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Elizabeth contemplaba el pueblo con asombro. Los tenderos habían salido a la puerta y observaban el alboroto que se había armado delante de Joe's. Los vecinos abrían las ventanas y asomaban la cabeza. Los coches aminoraban la marcha para echar un vistazo, provocando que los conductores que los seguían tocaran contrariados la bocina. En cuestión de instantes la aletargada localidad se había despertado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Ivan secándose las lágrimas de risa de los ojos-. ¿Por qué has dejado de reír?

– ¿Es que para ti no existen los sueños, Ivan? ¿No puedes hacer que ciertas cosas permanezcan sólo en tu cabeza?

Que ella supiera, Ivan era capaz de hacer que cualquier cosa ocurriera. Bueno, casi cualquier cosa. Levantó la vista a sus ojos azules y se le disparó el corazón.

Ivan le devolvió la mirada y se arrimó un paso más. Parecía muy serio y mayor de lo que hasta entonces se había mostrado, como si acabara de ver y aprender algo nuevo pocos segundos antes. Tocó suavemente la mejilla de Elizabeth y adelantó la cabeza despacio hacia su rostro.

– No -susurró, y la besó en la boca con tanta ternura que faltó poco para que a Elizabeth le fallaran las piernas-, todo debe hacerse realidad.

Joe miró por la ventana y rió al ver a los turistas bailando y derramando café delante de su local. Entrevió a Elizabeth al otro lado de la calle y se acercó a la ventana para verla mejor. Tenía la cabeza levantada y los ojos cerrados con una expresión de perfecta dicha. El pelo, de ordinario recogido en la nuca, lo llevaba suelto y ondeaba en la ligera brisa matutina. Parecía deleitarse con el brillo del sol que le bañaba la cara.

Joe habría jurado que el rostro de Elizabeth era el vivo retrato del de su fogosa madre.


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