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Elizabeth le devolvió la sonrisa. Su padre no sabría qué era una aceituna aunque ésta se le aproximara caminando y se presentara a sí misma. No sentía ninguna inclinación especial por los alimentos «novedosos»; lo más exótico que comía era arroz y en tales ocasiones se quejaba de que los granos eran demasiado pequeños y que mejor le iría dar cuenta de «una patata desmenuzada».

Elizabeth suspiró mientras tiraba los restos de comida de su plato a la basura, no sin antes haber revuelto los desperdicios para ver si Luke había tirado la pizza y las aceitunas. Ni rastro. Luke solía tener más bien poco apetito y se las veía y deseaba para terminarse un trozo grande de pizza, no digamos ya dos. Elizabeth supuso que la encontraría enmohecida al cabo de unas semanas, escondida en la parte trasera de algún armario. Pero si se la había comido toda él, seguro que se pasaría la noche vomitando y Elizabeth tendría que limpiar el desaguisado. Otra vez.

– Gracias, Elizabeth.

– No hay de qué, Luke.

– ¿Eh? -dijo Luke asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

– Luke, te lo he repetido mil veces, se dice perdón, no eh.

– ¿Perdón?

– He dicho «no hay de qué».

– Pero si todavía no te he dado las gracias.

Elizabeth metió los platos en el lavavajillas y estiró la espalda. Se frotó la parte baja de su dolorida columna vertebral.

– Sí que lo has hecho. Has dicho «gracias, Elizabeth».

– No lo he hecho -insistió Luke torciendo el gesto.

Elizabeth no quería perder los estribos.

– Luke, ya basta de jueguecitos, ¿de acuerdo? Hemos tenido un almuerzo la mar de divertido, ahora mejor dejas de fingir. ¿Vale?

– No. Ha sido Ivan quien te ha dado las gracias -replicó Luke enojado.

Elizabeth sintió un escalofrío. Aquello no le estaba haciendo ninguna gracia. Cerró con un sonoro golpe la puerta del lavavajillas, demasiado disgustada hasta para contestar a su sobrino. ¿Por qué no podía ponérselo fácil, aunque sólo fuese por una vez?

Elizabeth pasó presurosa junto a Ivan con una taza de expreso en la mano y el olor a perfume y café llenó la nariz del chico. Se sentó a la mesa de la cocina con los hombros caídos y apoyó la cabeza en las manos.

– ¡Ven ya, Ivan! -llamó Luke desde el cuarto de jugar-. ¡Esta vez te dejaré ser La Roca!

Elizabeth gimió quedamente para sus adentros.

Pero Ivan no se podía mover. Sus zapatillas Converse azules estaban pegadas al mármol del suelo de la cocina.

Elizabeth le había oído decir gracias. Lo sabía.

Ivan fue paseando lentamente ante ella para ver si advertía algún indicio de reacción ante su presencia. Chascó los dedos junto a la oreja de Elizabeth, dio un paso atrás y la observó. Nada. Dio palmas y pateó el suelo. El ruido resonaba muy alto en la gran cocina, pero Elizabeth siguió sentada en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Ninguna reacción.

Pero ella había dicho «no hay de qué». Después de todos sus esfuerzos por hacer ruido a su alrededor, Ivan se quedó confundido al ver cuánto le desilusionaba que no notara su presencia. Al fin y al cabo, ella era un «padre» y ¿a quién le importaba lo que pensaran los padres? Se plantó detrás de ella y le miró la coronilla preguntándose qué ruido podría hacer a continuación. Suspiró profundamente y soltó un bufido al exhalar el aire.

De repente Elizabeth se irguió en la silla, se estremeció y se subió más la cremallera del chándal.

Y entonces Ivan supo que ella había sentido su aliento.


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