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– ¿Por qué no ha venido ella? -pregunto Kate.

Estaba pálida y muy trastornada, sentada muy cerca de su madre, con Nat al otro lado, cogiéndole la mano.

– Yo… Nosotros…

– ¿Quiénes son nosotros?

– Clio, Martha y yo pensamos que sería mejor que te lo dijera yo -dijo Jocasta-. Me conoces, puedes ponerte furiosa, no me importa. Pensamos que era más prudente.

Kate asintió.

– Entonces, ¿ella quiere verme?

– Kate, por supuesto que quiere -dijo Jocasta, rezando para que fuera cierto-. Pero prefiere que te acostumbres a la idea. Es una total desconocida para ti.

– Sí… Sí, lo es. -Se quedó un momento callada y después dijo-: ¿Cómo es, Jocasta? ¿Qué clase de persona es?

– Bueno, yo tampoco la conozco mucho. Cuando teníamos tu edad, bueno, un par de años más, coincidimos viajando, y creo que pasamos una semana juntas. Desde entonces han pasado dieciséis años y nos hemos encontrado dos veces. Muy brevemente.

– Pero ¿te gusta?

– Sí…, creo que sí.

– Y nunca se lo ha dicho a nadie.

– A nadie. Excepto a esa loca, y fue el día de la fiesta.

– Pero ¿me había visto en el periódico?

– Sí…, sí.

– ¿Y por qué coño no vino a verme entonces? -Estaba furiosa.

– Kate, no hay necesidad de hablar así -dijo Jim.

– ¡Sí la hay! Es una imbécil, una estúpida. ¡La odio! No me gustó en la fiesta, me pareció una estirada, y ahora me gusta mucho menos. A mí me parece que la única razón de que quiera verme es que no tiene más remedio, porque le aterroriza que salga en los periódicos, no porque yo le importe una mierda, no porque quiera verme. ¡Imbécil! -Se soltó de la mano de Nat y cruzó los brazos-. Ya puedes decirle que no quiero verla. Nunca. Que la odio.

– Kate -dijo Nat bajito, con expresión preocupada-. Kate, no puedes odiar a alguien que no conoces.

– No necesito conocerla. ¡La odio! Odio lo que me hizo… ¿Por qué tiene que ser ella?

Se echó a llorar. Nat la rodeó con el brazo, pero ella se soltó.

– Lo siento, Kate -dijo Jocasta suavemente-, lo siento mucho. Qué te parece si me voy ahora, y así podéis hablar. Tienes mi teléfono. Si cambias de opinión, Kate, si decides que quieres hablar con Martha, creo que te sentirás diferente.

– No quiero hablar con ella. No querré nunca. Estúpida. Estúpida de mierda. ¡Dios!

Se levantó y se puso a pasear arriba y abajo. Nat se puso de pie y le cogió una mano.

– Venga, Kate -dijo-, vamos a dar una vuelta con el coche. ¿Le parece bien, señora Tarrant? Creo que la ayudará a tranquilizarse.

Helen asintió y todos miraron cómo la sacaba de la habitación, sonriéndole para calmarla y diciendo:

– Venga, no pasa nada, todo se arreglará.

Como si fuera una niña pequeña en su primer día de escuela o en el dentista.

Finalmente Helen dijo:

– Ese chico es un tesoro.

– Sí lo es -dijo Jocasta-. ¿Estás bien, Helen?

– Sí, estoy bien, gracias. Estoy bien.

– Una cosa -comentó Ed, mientras paseaban por la calle-, ¿él… él lo sabe?

– No -contestó Martha-. No, no tiene ni idea. Nunca le he dicho… nada.

– Pero ¿sabes quién es?

– Ed…

– Oye -dijo Ed, y por primera vez mostró una actitud impaciente-, oye, hasta ahora me he portado bien. Te he apoyado en todo. Creo que tengo derecho a hacer algunas preguntas, ¿no?

– Por supuesto que sí. Pero esa pregunta no puedo contestártela. Lo siento.

– ¿Es que no sabes quién es?

– Sé quién es. Sí. Pero no pienso hablar de eso…, de él. Nunca.

Hubo un largo silencio, y después:

– A mí me parece que no confías en mí. A menos que sigas enamorada de él, claro.

– No estoy enamorada de él. Nunca estuve enamorada de él. Fue algo… algo que pasó. Cuando me enteré de que estaba embarazada, no tenía ni idea de dónde estaba.

– Pero ¿ahora lo sabes?

Martha no contestó.

– ¡Lo sabes! Por el amor de Dios, Martha, ¿no crees que deberías decírselo? ¿No crees que querría saberlo?

– ¿Quién?

– ¿Quién? Kate. Tu hija. ¡Por Dios! Esto está empezando a afectarme, Martha. ¿No crees que esa pobre niña tiene derecho a saber quién es su padre?

– No lo sé -dijo Martha-. ¿Tú crees?

– Por el amor de Dios -dijo él-. Oye, tengo que estar un rato a solas. De repente, todo esto me sobrepasa. Nos veremos más tarde. Te llamaré, ¿vale?

– Vale.

Martha le miró alejarse con los ojos empañados por las lágrimas.

Y deseó poder decírselo.

Había pasado el viaje medio dormida en el barco de regreso de Koh Tao a Koh Samui. El barco era raquítico, incluso para los criterios tailandeses, muy básico, sin servicios a bordo. Tiró su mochila en la pila con las demás, encontró un rincón tranquilo y se puso a leer.

El viaje era bastante largo, unas tres horas, y se levantó viento. Martha, que era buena marinera, se había adormilado. Se despertó y vio que su mochila caía sobre los sacos de correo, en la cubierta inferior. Se inclinó e intentó cogerla, pero no llegaba, y volvió a su rincón. Faltaba media hora para llegar al puerto de Hat Bophut, cuando oyó su voz.

– ¡Hola, Martha! Acabo de darme cuenta de que eres tú. Tienes el pelo diferente.

Martha se sentó y le vio, sonriéndole desde arriba.

– ¡Hola! Ah, las trenzas. Sí, me las hicieron en la playa. ¿Has estado en Koh Tao?

No le sorprendió en absoluto encontrarlo. Ésa era la gracia del viaje. La gente entraba en tu vida, te relacionabas con ellos, después te despedías, y volvías a encontrarlos unos meses después, en un lugar completamente diferente.

– Sí. Haciendo buceo. ¿Y tú?

– No, sólo bañándome. Nada del otro mundo. Pero ha sido estupendo.

– A que sí. ¿Adónde vas ahora?

– Vuelvo a Big Buddha unos días y después he quedado con una chica en que iríamos juntas a Phuket.

– Es muy bonito. Y Krabi. El mar es verde en lugar de azul. ¿Ya has ido al norte?

– Sí, fue alucinante.

– Sí, es increíble. ¿Puedo sentarme contigo?

Ella asintió. Él sonrió, tiró su mochila encima de la de Martha y las sacas de correo y le ofreció un cigarrillo. Martha negó con la cabeza.

– ¿Y tú adónde vas?

– A Bangkok, unos días. Oye, Martha, ¿no hueles a quemado?

– Sólo tu cigarrillo.

– No, no es eso. Estoy seguro de que… ¡Dios mío! ¡Mira, mira cuánto humo!

Ella miró. De la sala de motores salía una gruesa columna de humo gris. El chico que guiaba el barco sonreía con determinación y cualquier cosa que pudiera considerarse tripulación brillaba por su ausencia. El humo se hizo más espeso.

– ¡Mierda! -dijo él-. Esto no me gusta. ¡Dios mío, mira, ahora salen llamas!

De repente Martha se asustó mucho.

Miró hacia tierra, y la consoladora curva blanca de la playa y la imponente figura de Big Buddha, y se sintió mejor. Estaban lo bastante cerca para nadar hasta la costa si fuera necesario. Así lo dijo.

– No, Martha, no, al menos hay un kilómetro de distancia y esto está infestado de tiburones. ¡Mierda, mierda, mierda!

Todo el mundo estaba muy asustado, señalando las llamas y gritando al capitán, que seguía guiando el barco obstinadamente hacia tierra y sonriendo con determinación.

– ¿Qué hacemos? -preguntó alguien.

– Saltar -dijo otro.

– No, estamos demasiado lejos -se oyó.

– ¡Tiburones! -dijo alguien, con voz temblorosa.

Era evidente que el fuego ya estaba descontrolado.

Una chica se puso a gritar y después otra. Una anciana tailandesa empezó a murmurar una plegaria.

Y entonces…

– Dunquerque -dijo Martha señalando-. ¡Mira!

Una pequeña armada de barcas alargadas, con los ensordecedores motores diesel a todo trapo, se acercaba desde la costa. Un piloto por barca con dos niños colgados en la popa de cada una.

«Habrán visto el fuego -pensó Martha- en cuanto ha empezado y han salido a la mar.» Ningún rescate oficial podría haberlo hecho mejor.

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