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Sonó el teléfono.

– ¿Clio? Soy Fergus. ¿Qué pasa?

Jocasta estaba preparando con bastantes nervios el regreso de Gideon el fin de semana. Se sentía como una esposa americana rica. Había llenado de flores la casa, se había cortado el pelo y se había hecho mechas, y se había comprado un salto de cama de Agent Provocateur. Seguramente lo llevaría puesto poco rato, pero seguía siendo muy bonito. Aunque bonito no era la palabra correcta. Sexy. De satén negro y encaje de color crema, y no mucho de cada. A Gideon le gustaría. Era un poco anticuado en cuestión de ropa íntima. Era bastante anticuado en todo.

También había reservado entradas para un concierto de Mozart en el Wigmore Hall, que sabía que él disfrutaría más que ella, y una mesa en el Caprice para cenar.

Estaba satisfecha consigo misma. Eso le gustaría a Gideon, le demostraría que era una mujer madura, una esposa adecuada para él, no una jovencita egoísta e inmadura. Como su dichosa hija. Miró el reloj y suspiró. Aún le faltaba media tarde del miércoles por pasar. ¿Qué podía hacer? Más compras, quizá. No, iría a correr por el parque.

De repente, tuvo una visión de Nick saliendo a correr de su casa un domingo por la mañana, su cuerpo largo y atlético moviéndose ágilmente y con seguridad por la calle, el cabello castaño al aire, saludándola sin darse la vuelta. Y luego volviendo a casa y preparando café, intentando descongelar el zumo de naranja que ella había dejado demasiado tiempo en el congelador y apartando las pilas de periódicos que tapaban la cama. A menudo hacían el amor los domingos por la mañana, con agradable lentitud, perezosamente. Ella nunca llegó a comprender cómo podía salir a correr después de eso.

¡Basta, Jocasta! Todo eso estuvo muy bien, os lo pasabais en grande y el sexo era fantástico, pero no te quería. Al menos, no lo suficiente. Gideon sí te quiere. Y es maravilloso.

Fergus había dicho que recogería a Clio en Vauxhall.

– Puedo cruzar Londres rápido, por Vauxhall Bridge, luego Park Lane, y estoy allí en un abrir y cerrar de ojos. No te preocupes.

Clio había protestado, le había dicho que seguro que tenía otras cosas que hacer, como trabajar, pero…

– Tonterías -dijo Fergus-. Esta tarde soy libre como un pájaro. Tenía una cita movida con una inspectora de Hacienda, pero se ha presentado esta mañana. ¿Necesitas algo más?

– Bueno… -Clio dudó-. La verdad, Fergus, no sé si podrás…

Tenía que gustarle. A la fuerza.

El tren entró en la estación de Vauxhall a las 3:35 y él estaba esperándola fuera, sonriendo y con una bolsa de productos de maquillaje en la mano.

– Detrás tienes una chaqueta. Creo que es de tu talla. No está mal, es bastante bonita. Una chica con quien salía se la dejó en casa. Es de Jigsaw, talla doce.

– ¡Oh, Fergus! -exclamó Clio, y sin pensar que podía avergonzarlo, le dio un beso-. Eres un ángel.

– No tanto, y ella seguro que no está de acuerdo, pero… sube, sube al coche. Puedes arreglarte por el camino.

Incluso le había traído pañuelos de papel.

A las cuatro menos cinco estaban en un extremo del aparcamiento de Park Lane.

– Clio, hola. -Era la secretaria de Donald-. ¿Estás en el hospital?

– No -gimió Clio-. Estoy en Park Lane. ¡En un atasco! ¿No van con retraso, por casualidad?

– Me temo que no. El doctor Sabelotodo, y no te lo he dicho yo, tu único rival de verdad, está dentro. Saldrá de un momento a otro. ¿Qué hago, Clio? ¿Les digo que llegarás tarde?

– Será lo mejor -respondió Clio.

A las cuatro y cuarto se acercaban a Sussex Gardens. El tráfico seguía avanzando a paso de tortuga.

– Creo que llegarías antes andando desde aquí -dijo Fergus-. Yo aparcaré e iré a buscarte. Buena suerte. Estaré esperándote.

Clio abrió la puerta de golpe y echó a correr. Al menos los zapatos viejos servirían para algo. Al llegar a la puerta del Royal Bayswater se dio cuenta de que se había dejado las notas en el coche.

Fergus estaba intentando entrar marcha atrás en un espacio demasiado pequeño, y con rayas amarillas dobles, cuando vio las notas para la presentación de la entrevista en el asiento de atrás. Todas las razones por las que quería el puesto, sobre presupuestos, cómo veía el departamento de geriatría en el marco de la administración del hospital y la política interna. Había estado estudiándolas para no ponerse más nerviosa, por el camino. Evidentemente eran importantes. Pero ya le llevaba cinco minutos de ventaja. Al menos. Y el hospital todavía estaba lejos.

Clio estaba en la recepción, intentaba hacer entender a la recepcionista que no tenía conocimiento de ninguna entrevista de la junta, la urgencia de su caso.

– Llame a la secretaria del profesor Bryan -dijo-. Ella sabrá dónde tengo que ir.

Dios mío. Si al menos tuviera las notas. Si… Estaba desorientada, no podía pensar con claridad.

– ¡Clio! Ven. Te han dejado de margen hasta las cuatro y media. Les he servido un té.

Era la secretaria de Donald. Tendría que mandarle unas flores.

– ¡Clio!

Era Fergus, blandiendo algo en la mano. Sus notas.

– Oh, Dios mío -gritó Clio-. ¿Cómo lo has hecho?

– Una vez gané una medalla en una carrera, el único premio que me dieron en la escuela -dijo-. Toma. Buena suerte. La chaqueta te sienta bien -añadió-. Te sienta mejor a ti que a ella.

– ¿Es tu novio? -preguntó la secretaria de Donald-. Qué cielo.

Todos la miraron con frialdad cuando entró en la sala. Incluido Donald. Eran cinco: algunos conocidos, otros no. El director administrativo del hospital, un asesor externo, el director clínico, uno de los especialistas y Donald.

– Lo siento mucho -dijo, sentándose en la silla que le indicaban-. Puedo explicarlo si lo desean…

– Ahora no -dijo el administrador-. Creo que ya estamos bastante retrasados. Si pudiéramos empezar…

Asombrosamente, una vez comenzó, se sintió cómoda de inmediato. Tenía todas las ideas y teorías ordenadas, la experiencia recuperada, todo en el sitio que le correspondía. Respondió a todas sus preguntas con claridad y sin dificultades, expresó su punto de vista de que para la geriatría era tan importante la medicina como el aspecto social, la importancia de permitir que los ancianos formaran parte de la sociedad, para lo cual debía supervisarse cuidadosamente el tratamiento farmacológico y el apoyo de los servicios sociales. Había investigado por su cuenta la diabetes de aparición tardía y los infartos cerebrales, estaba al día del tratamiento, tanto en el Remo Unido como en Estados Unidos. Se dio cuenta de que les había causado una muy buena impresión. Habló de los días que había pasado visitando los otros hospitales, dijo que le había impresionado favorablemente la atención domiciliaria del Highbury y su política de independencia de los pacientes. Y finalmente, expresó su punto de vista personal sobre las frustraciones de los cuidadores, que no podían administrar fármacos por culpa de regulaciones sin sentido.

– Sé que eso es más política que medicina -dijo-, pero es muy importante. Creo que podríamos tener consultas menos llenas, que se necesitarían menos camas, y habría menos presión en las residencias si pudiéramos superar estas dificultades.

Y entonces se horrorizó al darse cuenta de que le temblaba la voz, y los ojos le escocían, pensando con un terrible dolor que los Morris podrían estar tranquilamente en su casa, juntos, si hubiera podido asegurarse de que tomaban su dosis de medicación correcta y a las horas debidas todos los días.

– Discúlpenme -dijo, viendo que la miraban con curiosidad-, he tenido un día pésimo, por un paciente. Por eso he llegado tarde.

– Tal vez ahora, doctora Scott, sería un buen momento para que nos lo contara -intervino Donald amablemente, viendo la oportunidad de echarle una mano.

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