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Jocasta se echó a llorar de inmediato. Gideon se inclinó y le secó las lágrimas con ternura con los dedos.

– Ella es así -dijo-, terriblemente previsible.

Estalló un rugido de carcajadas. Cuando se apagó, Gideon dijo:

– El siguiente punto del programa es la búsqueda del tesoro. Cada mesa tiene una lista de pistas. El primero que vuelva aquí gana. Os esperaré pacientemente. Buena suerte.

– Voy a ver a los Tarrant a su mesa -susurró Fergus al oído de Clio-. Pero volveré, lo prometo. No te vayas a buscar tesoros sin mí.

– No me iré -dijo Clio riendo, y después se volvió a mirar a Johnny Hadley, que estaba contándole otra anécdota procaz sobre Carlos y Camilla. Él no podía creer en la suerte que había tenido encontrando a una mujer bonita que no había oído ninguno de sus trillados chismes, y en lugar de mofarse de él, como hacían las periodistas, abría mucho los ojos con cada historia.

Ahora a Clio le costaba creer que no hubiera querido ir a esa fiesta. Se lo había pasado en grande. Fergus no sólo era encantador y divertido, sino que hacía sentir así a los demás. Casi por primera vez en toda su vida, Clio estaba experimentando la embriagadora experiencia de hacer reír a alguien. Y aunque de vez en cuando desaparecía, al ver a alguna celebridad, siempre volvía con ella.

Ojalá se dedicara a otra cosa para ganarse la vida, pensó, y después se preguntó qué le importaba eso a ella.

– Martha, ¿verdad?

– Sí, soy yo. Hola, Josh.

– Hola. Me alegro de verte.

– Y yo a ti.

– ¿Quién habría pensado que nos encontraríamos de nuevo en una juerga como ésta?

– ¡Increíble!

– ¿A qué te dedicas ahora? Eres abogada, ¿verdad?

– Al derecho, sí. Y hago pinitos en política. ¿Y tú?

– Yo trabajo en la empresa de la familia. ¿Estás casada o algo?

– No, nada. ¿Y tú?

– Estoy casado. Sí. Muy casado. Tengo dos hijos. Dos niñas. Son un encanto.

– ¿Está aquí tu mujer?

– Sí, está por ahí. Bueno, parece que haya pasado mucho tiempo, ¿verdad?

– Mucho. Como en otra vida… En fin, debo volver a mi mesa. Me alegra verte, Josh.

– Lo mismo digo. Un vestido precioso -añadió.

– Gracias.

No había estado mal. Ninguna pregunta incómoda. Todavía estaba bien, un poco más gordo, quizá, y posiblemente con menos pelo, pero seguía siendo el mismo niño mimado.

Sí, había ido bien. No debería haberse preocupado tanto.

– ¿Quién era ese amigo tan guapo? -Era la voz de Bob Frean. Janet había resultado ser una entusiasta buscadora de tesoros y llevaba horas desaparecida.

– Es el hermano de Jocasta, Josh -dijo Martha con cautela.

– No sabía que les conocieras tan bien.

– La verdad es que no tanto. Nos conocimos de jóvenes.

Empezaba a sentir un poco de pánico. Respiro hondo y sonrió tímidamente.

– ¿Te apetece ir al casino? ¿O bailar?

– Me gustaría ir al casino -dijo Martha. Sabía por experiencia que cuando se sentía así el truco era no parar de moverse.

– Vamos, entonces.

Le cogió la mano y tiró de ella.

– ¿Quieres llevarte una copa?

– No, no, estoy bien. ¿Janet no se preguntará dónde te has metido?

– Me extrañaría mucho -dijo, y sonrió un brevísimo momento demasiado tarde.

Ah, pensó Martha, no son la pareja perfecta al fin y al cabo.

Se alejaron lentamente de la mesa y Martha se sintió mejor.

– ¡Clio! Aquí estás, querida. Te he estado buscando por todas partes. Ven, el club nocturno nos espera.

Clio volvía del servicio cuando le vio hablando animadamente con Jocasta. Probablemente ella le había pedido que cuidara de ella esa noche, pensó, menos segura de sí misma de repente.

– Fergus, seguro que tienes un montón de gente que saludar -dijo intentando parecer distante.

– Ni una. Vamos a bailar.

– No tienes por qué hacerlo.

– Escucha, Clio -dijo-, escucha, tienes que superar ese absurdo complejo de inferioridad. Eres una mujer muy sexy y atractiva. Y además muy simpática e interesante. Todos estarían encantados de bailar contigo, de hablar contigo. He visto cómo babeaba Johnny Hadley por ti durante la cena. Venga, te he visto en la escuela de Charleston. Eras la alumna estrella. Yo no puedo decir lo mismo. Podrías enseñarme algún truquillo.

– Pues…

– Oh, déjate de tanta indecisión -dijo-, o acabaré buscando a alguien a quien saludar. Pero no me da la gana. ¿Cómo puedo hacer que te entre eso en esa cabecita tan bonita, pero tan dura?

Le tendió la mano. Clio la cogió y le siguió sumisa al club nocturno.

– Ah, esto es una pasada.

Kate estaba sobreexcitada, ebria no sólo de champán, sino también de ruido, de música, de saber que grandes personas la observaban, la admiraban, la señalaban.

– ¿Lo estás pasando bien, Nat?

– Sí. Lástima de la música.

– Es una fiesta de mayores, ¿qué esperabas? Pero es divertido, vamos a bailar. ¿Vienes, Bernie?

– No, ahora mismo no. Cal no se encuentra bien.

– ¿Dónde está?

Bernie señaló los matorrales.

– Le he dicho que iría con él, le aguantaría la cabeza y eso, pero me ha dicho que le dejara en paz. Ah, ya vuelve. ¿Te encuentras mejor, Cal?

– Sí, mejor. -Tenía la cara verdosa. Se sentó, inseguro-. Me iría bien un poco de agua. Dentro de un rato.

Volvió a desaparecer entre los matorrales.

– Entonces, mi ex periodista estrella, ¿cómo te trata la vida de casada? ¿Seguro que es mejor que el Sketch?

Chris Pollock había invitado a Jocasta a bailar. Iban hacia la discoteca.

– Es estupendo -dijo Jocasta-. En serio.

– ¿No lo echas de menos?

– Ni pizca. Lo juro.

De repente se calló y le miró, y por un momento supo que sí lo echaba de menos, y mucho. Echaba de menos la emoción, la investigación, el pánico desatado, echaba de menos la charla informal de la reunión matinal, que derivaba con el ritmo imparable de la jornada en el periódico, hasta la tensión de la vespertina. Echaba de menos las habladurías, los rumores sin sentido, echaba de menos la rivalidad, echaba de menos las risas.

– Bueno, un poquito sí -dijo por fin.

– Me lo imaginaba. Nick te echa de menos. Eso seguro. Le has roto el corazón.

– Si no tuviera esa fobia al compromiso, a lo mejor no tendría que habérselo roto.

– ¿Me estás diciendo que te has casado con Gideon de rebote? -dijo Chris con malicia en los ojos.

– Por supuesto que no. No te inventes cosas.

– Lo siento, querida. Bromeaba. Sé reconocer el amor.

– ¿Tú? ¿Desde cuándo?

– Sí, señora. No hay nada más sentimental que un director de periódico. Ya deberías saberlo.

– ¡Martha! ¿Eres tú, verdad? ¡Qué ilusión! -Una chica se había parado frente a ella; una chica bajita y delgada, cogida de la mano de un hombre bastante guapo con los cabellos grises muy cortos-. Soy Clio. Esperaba encontrarte.

No la habría reconocido nunca: la rechoncha y tímida Clio transformada en aquella mujer bonita y chispeante con diamantes en el pelo. Logró sonreír.

– Sí, sí, soy yo. Hola, Clio, ya había pensado que estarías. Te presento a Bob Frean. Bob, Clio Scott. Nos conocimos cuando éramos más jóvenes.

– Viajamos juntas -dijo Clio, sonriendo-. Antes de empezar la universidad. Estoy muy impresionada con todo lo que he leído sobre ti, Martha. Sobre todo lo de la política. ¿Tú también te dedicas a la política, Bob?

– Por suerte, no. Pero mi esposa sí. -Miró a Fergus indeciso.

– Oh, perdona -dijo Clio-, os presento a Fergus Trehearn.

– Hola -dijo Fergus-. Es una fiesta magnífica, ¿no os parece? Y Jocasta está preciosa.

– Desde luego.

Hubo un silencio y después Clio dijo:

– ¿Adónde ibais? ¿Al cine? ¿A la disco?

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