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– Para uno normal, no. Pero ¿recuerdas lo que hizo el SDP?

– Sí, claro. Lo del tren.

– Fue una gran idea, un golpe de relaciones públicas. Creo que deberíamos hacer algo parecido.

– Fue genial -dijo él-, pero Janet, ya se burlan bastante de nosotros por copiarles.

– Soy consciente de ello. Pero podríamos volverlo a nuestro favor. Salir con las manos en alto, diciendo sí, sabemos que no ha sido idea nuestra, pero somos lo bastante mayores para reconocerlo. Sería barato, sería una gran publicidad, y es justo lo que podemos permitirnos. Por favor, piénsalo, al menos.

– Lo pensaré -dijo él, lentamente.

– O podemos adaptarlo. Llamémoslo un show en la carretera, mantenemos la idea del tren, pero bajamos de él en todas las ciudades importantes, conectamos con los personajes locales, la prensa, los trabajadores de la circunscripción y todo eso. Aunque eso no es muy diferente de los autobuses en las elecciones. Y tú sabes, Jack, que nosotros recordamos esas cosas, pero los votantes no. Estoy segura de que ni una de cada cien sabe lo que hizo el SDP.

– Me lo pensaré. Gracias. Y esta encuesta… nunca se ha hecho.

– Nunca.

Él le sonrió un poco cansado.

– Al menos puedo confiar en ti, Janet.

– Por supuesto que puedes confiar en mí -dijo Janet.

Nicholas Marshall caminaba a menudo de Hampstead hasta St. John's Wood antes de subir al metro. O bajaba del metro en Baker Street y caminaba el resto del trayecto hasta la Cámara. Era la mejor manera de ver Londres, y se veían cosas que no verías en un taxi, y mucho menos en el metro. Como aquel viernes, cuando en el camino a Carlos Place desde Grosvenor Square, sobre las tres, vio a Janet Frean saliendo del Connaught y subiendo a un taxi, y poco después, a Michael Fitzroy, diputado conservador de Birmingham oeste, subiendo a otro. Caramba. ¿Quién lo habría dicho? Janet Frean no era trigo limpio. Todo ese rollo de la importancia de la familia y su imagen de supermujer, y se lo montaba con alguien en un hotel caro a la hora del almuerzo. No era tan honesta como quería parecer. Si un día se aburría, le tomaría el pelo con eso. Últimamente se aburría mucho. Se aburría y se sentía solo.

Nick estaba en lo cierto al decir que Janet no era trigo limpio, pero se equivocaba con respecto a sus motivos. En cuanto a Michael Fitzroy, cuando volvió a la Cámara llamó al director de política del Daily News y le dijo que tenía una historia interesante. ¿Cuándo podían quedar? Se trataba del Partido Progresista de Centro y de una encuesta.

Ed sencillamente no desaparecía. La llamaba y le mandaba mensajes sin cesar. Estaba esperándola en Wesley el día que Martha llegó. Fue paciente, razonable, nada agresivo, nada difícil. Le dijo que no quería agobiarla, ni acosarla, que sólo quería saber que estaba bien.

La llamaba cada dos días al móvil y muchas veces más a su casa. Se mostraba sorprendentemente alegre, tranquilo, y le preguntaba cómo estaba. Y ella le decía que estaba perfectamente, que no pasaba nada, que tenía que olvidarse de ella, y él decía que eso era imposible, hasta que supiera la razón. Era todo muy cordial, en realidad, sólo que le dolía más de lo que podía haber imaginado.

Le echaba de menos, con desesperación.

Pero sobrevivía. Todo parecía ir bien. Y una vida monótona y sin sexo parecía un precio bajo a cambio.

– ¿Qué te parece?

Kate entró en el salón, donde Nat estaba esperándola. Llevaba un vestido muy corto de lentejuelas plateadas, casi sin espalda, con una banda de chiffon plateado en la cintura baja. Las medias eran blancas, y los zapatos también eran plateados, de tacón alto, con una tira en el tobillo. Se había recogido el pelo en una trenza suelta, caída sobre el hombro derecho. Llevaba una cinta plateada en la cabeza, unos pendientes brillantes y largos y un brazalete en forma de serpiente a la altura del antebrazo. Se había maquillado mucho los enormes ojos oscuros, llevaba pestañas postizas largas, y la boca pintada de un carmín muy intenso en contraste con la piel blanca. Llevaba una gran estola de piel blanca colgando de un brazo. Hubo un momento de silencio y después él dijo:

– Estás preciosa, una pasada de guapa.

– ¡Nat! Me ha llevado tres horas ponerme así. Tienes que hacerlo mejor.

– Ah, bueno. Estás fabulosa.

– Eso está mejor. Tú tampoco estás mal.

– ¿Estoy bien, no? -dijo Nat nervioso-. ¿No parezco un gilipollas?

– Ni mucho menos. ¿Ya tenías ese traje?

– Por supuesto que no. Lo he comprado. ¿Qué iba a hacer yo con un traje?

Kate pensó en la vida que llevaba Nat y entendió que no necesitaba un traje.

– Pues te queda bien. Estás muy sexy, de verdad.

– ¿Sí? -Nat se miró con atención en el pequeño espejo ovalado que había sobre la chimenea-. ¿De dónde has sacado este vestido, Kate? Es muy bonito.

– De un tienda de disfraces a la que me llevó Fergus.

– ¿Ah, sí? ¿Y el pelo qué? Eso no lo habrá hecho Fergus.

– No seas tonto, Nat. No es peluquero. No, me ha peinado la abuela.

– ¿Ah, sí? Tu abuela es enrollada. ¿Va a venir?

– Por supuesto. Irá en el otro coche con mis padres y un tipo viejo que ella dice que es su novio. Está encantada. Mis padres no lo están tanto -añadió-. Mi padre está amargado.

– Ya se le pasará -dijo Nat tan tranquilo-. Puede pegarse a mí.

Había que atribuir a los poderes de persuasión de Fergus que Kate fuera a la fiesta, por no hablar de sus padres. Se habían quedado petrificados al recibir las invitaciones, una para Kate y pareja, una para los señores Tarrant. Jim le había dicho a Helen que tirara la suya a la basura, que Kate sólo iría sobre su cadáver y que ni una cuadriga podría arrastrarlo hasta allí.

– Pues tendrás que morirte -dijo Kate con calma-, porque pienso ir. No me lo perdería por nada del mundo.

Finalmente, en vista de que Kate estaba decidida a ir, irían todos. No podía ir sola, con Nat, Sarah y Bernie, pensó Helen, y sería pedir demasiado que Fergus la vigilara. Jim no quería ni plantearse confiar en Jilly.

– La vendería a una red de tráfico de blancas antes de acabar la noche -dijo.

Con el tiempo, a Helen le empezó a apetecer ir a la fiesta. Fergus la había ayudado a alquilar un vestido, uno plateado muy bonito, y su madre había propuesto que se recogiera el pelo en un moño suelto, se pusiera pendientes largos brillantes y llevara una boquilla larga.

Jilly estaba fuera de sí de emoción, se probaba vestidos y los descartaba, discutía el peinado con Laura de Hair and Now, en Guildford, con ejemplares antiguos de Vogue, y practicaba el charlestón en su salón. La invitación decía, por supuesto, «Señora Jillian Bradford y pareja» y se había vuelto loca para decidir con quién ir. Al final se decidió por Martin Bruce, que había sido el padrino en su boda y acababa de enviudar.

Sarah y Bernie y dos de los chicos más de fiar con los que salían, todos invitados por Kate, fingieron al principio que estaban por encima de esas cosas, pero con el paso de los días y los comentarios de los periódicos sobre la fiesta, se rindieron y se emocionaron. El rumor de que Westlife actuaría los llevó al frenesí. Sin duda eran unos horteras, pero vaya, era Westlife. Allí. En carne y hueso. Para bailar. No estaba nada mal.

Clio todavía estaba batallando con su pelo cuando entraron los primeros coches en la avenida. Le invadió un deseo irrefrenable de salir huyendo. Jocasta ya no la echaría de menos, estaba en la escalera de la casa en un estado de gran excitación, saludando, besando, riendo, abrazando. Clio pensó que por lo menos había cumplido con su deber: se había dedicado todo el día a tranquilizarla, escapándose sólo de vez en cuando para pasear por el jardín, maravillándose con lo que podía lograr la imaginación combinada con el dinero. A Jay Gatsby le habría complacido el lugar.

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