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– Está claro que no y haces bien teniéndolo en cuenta. Seguro que es una gran tienda. Si puedo la mencionaré en el artículo.

– ¿Con el nombre? -preguntó Jilly. Pensó en lo mucho que la había inquietado la tienda en su ausencia y la diferencia que podía representar esa publicidad, aunque fuera en la página dieciséis de un periódico de Guildford.

– Claro. ¿Si no qué sentido tiene? Todo le añade interés al artículo. De hecho es un toque interesante, como si hubiera heredado su sentido de la moda de ti, como está claro que ha sido.

– Sí, es posible -dijo Jilly. No era el momento de explicar los orígenes de Kate-. Carla, te llamaré en cuanto sepa algo.

– Gracias, Jilly. Tiene que ser mañana como muy tarde. Lo siento. Para una editora de moda es maravilloso descubrir una modelo. Es muy emocionante. Tengo muchas esperanzas puestas en Kate.

Carla sonrió mirando el teléfono mientras colgaba. Todo iría bien. No había nada como meterle prisa a la gente para ponerlos nerviosos y hacer que aceptaran lo que querías. Tenía que cerrarlo todo antes de que volviera Jocasta. Era demasiado protectora con Kate…

Jilly llamó al hotel. Una voz malhumorada en francés le dijo que los señores Tarrant habían salido y que podía dejar un mensaje si quería.

Helen llamó por la noche: estaban pasándolo muy bien, el hotel era bonito, el tiempo era maravilloso y Jim iba a invitarla a cenar.

– He pasado toda la tarde tirada en la piscina, me he relajado como nunca. Y, mira, ya toso mucho menos.

– Me alegro mucho, cariño. ¿No te han dado mi mensaje?

– No -dijo Helen-, no son muy eficientes con estas cosas. ¿Ha pasado algo?

– No, no -dijo Jilly apresuradamente-. Nada. No, sólo quería…, bueno, que me alegro mucho, cariño. No debes preocuparte por nosotras, estamos bien y Kate está estudiando mucho.

– No me preocupo, mamá, ni lo más mínimo. Estoy de maravilla. Pero me alegro de que Kate estudie. ¿Se portan bien, las dos?

– Son un encanto. Helen, quería…

– Vaya, Jim está poniendo caras, dice que nos quedaremos sin reserva. Te llamaré dentro de un par de días.

– Sí, pero…

– Mamá, tengo que irme. Lo siento. Un beso para las chicas.

En fin, pensó Jilly, lo había intentado. No era culpa suya si Helen no tenía tiempo para hablar con ella.

Llamó a Carla Giannini y le dijo que no había podido hablar con su hija sobre Kate.

– Pero yo no veo ningún problema.

– Bien. Estoy encantada. ¿Te apetece venir de compras con nosotras mañana?

– No, mejor que no -dijo Jilly-. Me canso enseguida. Os divertiréis más sin mí.

– No estoy muy segura de eso. Hasta el martes, entonces.

Chris Pollock se había quedado a trabajar hasta tarde el domingo por la noche cuando le llegó la llamada.

– Hola, Chris. Soy yo, Jocasta.

– Jocasta, ¿dónde te habías metido? ¿A qué te crees que estás jugando? ¿Dónde está el maldito artículo?

– He estado aquí. En Irlanda. En la casa de Gideon.

– ¿En la casa de Gideon? Por Dios, Jocasta, eso es todo un artículo. ¿Has estado allí todo el tiempo?

– Sí. Lo siento mucho, Chris, pero no habrá artículo. Al menos yo no lo escribiré. Puedes decir que está sana y salva en casa, pero nada más. Y otra cosa, Chris, lo siento en el alma, pero presento mi dimisión.

Aquella primera noche había pasado mucho miedo, esperando y esperando a que transcurriera el tiempo: había sido más aterrador que ninguno de los trabajos que recordaba.

Había tomado una taza de té que le había traído la señora Mitchell y devorado unas galletas que lo acompañaban en la bandeja. Echó un vistazo a los libros que forraban las paredes, algunos de ellos maravillosos, primeras ediciones, y entre ellos, con total despreocupación por su valor, ediciones de bolsillo a centenares. A Gideon le gustaban todos los autores populares: Grisham, Patricia Cornwell, Stephen King, Maeve Binchy y Jilly Cooper. Pasó a los estantes de cedes. Su gusto musical era muy católico: desde la música religiosa coral, pasando por Mozart y Mahler, hasta el jazz, el swing y después hasta la actualidad, a Bruce Springsteen, Bob Dylan y «no puede ser, Leonard Cohen», exclamó en voz alta.

– ¿Y qué es tan sorprendente? -Jocasta oyó la voz de Gideon y se volvió y le sonrió.

– Me chifla. Es tan… deprimente. No le gusta a mucha gente. Somos una minoría muy pequeña tú y yo.

– ¿Sondheim? -preguntó él.

– Me encanta.

– ¿Ópera?

– No la pillo.

– ¿Bob Marley?

– Por supuesto.

– Bueno -dijo Gideon-, estamos hechos el uno para el otro. Musicalmente, al menos.

Jocasta le miró nerviosa. Gideon no sonreía.

– He venido a ver si querías pasar la noche aquí. Tenemos camas de sobra.

– Bueno, estoy cansada. Pero ¿cuál es la alternativa?

– No hay alternativa -dijo-. Todavía no pienso dejarte marchar.

– No te preocupes. Entiendo que no puedas.

Jocasta aceptó con total ecuanimidad la mala opinión que él tenía de ella. Se había metido en su casa a hurtadillas, para robarle algo de infinita importancia y delicadeza, su relación con su hija fugitiva, y no tenía derecho a sentirse indignada, ni remotamente.

– Muy bien, entonces. Y por la mañana, tal vez podamos ponernos de acuerdo en alguna estrategia. Pero ahora no. La situación es demasiado delicada. Le diré a la señora Mitchell que te acompañe a tu habitación. Buenas noches, Jocasta. Espero que duermas bien. Y espero que me perdones, he desconectado los teléfonos fijos. De modo que no vale la pena que intentes llamar.

– De acuerdo -dijo.

La habitación estaba en el segundo piso, tenía el techo alto, las cortinas echadas y estaba muy fría. Había una chimenea exquisita (sin fuego) y una cama sorprendentemente alta y dura. Jocasta se desnudó a toda prisa, se metió en la cama y se durmió enseguida.

Se despertó literalmente temblando. Eran las seis de la mañana. Saltó de la cama, apartó las cortinas y se dio cuenta de por qué hacía frío: las ventanas estaban abiertas de par en par. Las cerró, se vistió sin arriesgarse a entrar en el baño congelador y salió al pasillo, bajó la escalera y encontró el camino a la cocina. No había nadie, ni siquiera los perros.

La cocina era enorme, y estaba más caliente que el resto de la casa, gracias a una cocina enorme de varios hornos. Llenó el hervidor que estaba sobre la cocina, encontró una taza un poco desconchada, cogió leche de la nevera años cincuenta y fue a la sala de juegos. Allí también hacía frío. ¡Y estaban en mayo! No era de extrañar que Aisling Keeble se hubiera buscado un amante en climas más cálidos.

Un teléfono sonaba con bastante persistencia. ¿Quería eso decir que habían vuelto a conectar la línea? Valía la pena investigarlo. Al menos podría hacer una llamada rápida a Chris. Salió de la sala de juegos y siguió el sonido por el pasillo. Pasó por delante de tres puertas antes de localizarlo. Por supuesto: era su estudio. Entró y cerró la puerta. Qué raro, en su habitación tenía que tener un supletorio junto a la cama. ¿Era posible que no oyera el teléfono? Esperó cuatro timbres más y entonces descolgó y esperó. Silencio.

– Diga -dijo cautelosamente, y después-: Residencia del señor Keeble.

– ¿Quién es? -Era una voz joven, aguda y cauta-. ¿Mamá? Soy Fionnuala.

Fionnuala. Jocasta Forbes, ésta es la exclusiva de tu vida.

– No. ¿Quieres que la llame?

– ¿Quién es?

– Una amiga de… de tu padre. ¿Quieres que le llame?

– No gracias.

Una voz, la voz de Gideon, la interrumpió, diciendo:

– ¿Diga? ¿Diga?

Después se cortó la línea.

Jocasta se quedó quieta, con el receptor en la mano, sintiéndose extrañamente aterrada. Estaba colgando el teléfono cuando se abrió la puerta y entró Gideon, vistiendo sólo un albornoz blanco encima. Iba descalzo, tenía el pelo alborotado, la cara blanca, los ojos oscuros de furia.

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