Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– De hecho, Chad, en fin, me preguntaba si…

Dilo, Martha, acaba de una vez, es sólo una frase, unas palabras, y volverás a estar a salvo.

– Martha, ¿qué pasa? Tengo mucho trabajo.

– … si podía cambiar de idea.

La voz de Chad fue profundamente incrédula.

– ¿Cambiar de idea? ¿Cómo? ¿Retirarte?

– Eso… sí.

– Martha, ¿qué coño te pasa? ¿Es que no te das cuenta de todo el esfuerzo que te hemos dedicado? ¿Que el propio Jack Kirkland ha escrito al partido local? ¿Que yo he perdido mucho tiempo por tu culpa? ¿Que Norman Brampton ha trabajado como un mulo, llamando a todo el mundo, y probablemente arriesgándose a sufrir otro infarto? ¿Que hemos convencido a los miembros del partido local contra una oposición considerable, no sólo de que nos apoyen, sino de que tú les representes? ¿Te das cuenta del valor que eso exige por su parte? ¡Cómo te atreves a jugar con nosotros, como una niña pija y tonta! Empiezo a pensar que hemos cometido un craso error.

Martha no dijo nada, preguntándose si debía seguir adelante, sopesando qué miedo era peor.

– Mira -dijo-, tengo que irme. Será mejor que te aclares, Martha, y que lo hagas rápido. Decídete, en un sentido u otro.

– Chad…

Pero había colgado.

Poco después su teléfono volvió a sonar. Era Janet Frean.

– Hola, Martha. Te llamaba para felicitarte. Lo has hecho de maravilla. Ya cuesta bastante cuando llevas años en el gremio. Te lo digo yo.

– Gracias, Janet. Oye…

– Te necesitamos, ya lo sabes. Necesitamos gente como tú. Me han dicho que te sientes indecisa. Es muy natural, a todos nos pasa. Yo recuerdo haber sufrido ese megapánico más de una vez. Es bastante aterrador. Pero pronto te sentirás mejor. En serio. Y no permitas que Chad te apabulle. Si te preocupa algo, cuéntamelo a mí. ¿De acuerdo?

Como si fuera posible, Janet, como si fuera posible.

Y después le llegó un correo electrónico. Era de Jack Kirkland.

«Hola, Martha. Sólo quería felicitarte. Muy bien hecho. Sabía que lo harías bien. Sólo necesitamos cien más como tú. No nos falles ahora. Te necesitamos. Jack.»

– Por Dios -exclamó Martha, y enterró la cabeza en las manos.

Y entonces volvió a llamar Chad.

– Siento haberte echado la bronca. Es natural que estés asustada. Es totalmente natural. Pero lo estás haciendo muy bien y todos te apoyamos. ¿De acuerdo?

– Sí, Chad.

– Buena chica. ¿Llamarás a Jocasta? En cuanto puedas.

Vaya, pensó Martha, cansada, éste tiene un pellejo más duro que una manada de rinocerontes.

– Sí, Chad -repitió.

La tenían atrapada, no podría quitárselos de encima así como así.

Cuando volvió a su piso por la noche, su padre le había enviado una carta. Reconoció su hermosa letra. Se quedó de pie, leyendo, con lágrimas en los ojos.

«… no cesa de venir gente para decir cuánto desean que salgas elegida, y lo orgullosos que debemos estar de ti. Y lo estamos, cariño, lo estamos. Y seguimos siendo muy discretos. Los dos te mandamos todo nuestro amor. Nos vemos dentro de un par de días.»

¿Cómo podía volverle la espalda a esto y decirles que no lo haría?

De hecho, pensó, ahora que el pánico había cedido un poco, ¿por qué no habría de hacerlo? Tenía una gran oportunidad de hacer algo que había deseado mucho. No podía tirarlo por la borda. Ahora no.

Millones de chicas, millones de chicas…

Jack Kirkland sonrió a Janet, al otro extremo de la mesa, y le indicó que se sentara.

– Gracias por encontrar un momento. Sólo quería comentarte algo. Creo que tenemos a Eliot Griers a bordo.

– ¿Ah, en serio?

Eliot Griers era el diputado conservador por el norte de Surrey. Su tono suave engañaba, era brutal en el debate, y le habían prometido un puesto en el gabinete en la sombra de Iain Duncan Smith, que nunca se había materializado.

– Sí. Está seguro de que puede convencer a la sección local del partido. ¿A ti qué te parece? A mí personalmente me encantaría. Es muy conocido y muy inteligente, justo lo que necesitamos.

– Es evidente que me gustaría mucho. Es muy inteligente. De eso no hay duda. Pero me sorprende. La última vez que hablé con él, no paró de decir que éramos muy valientes, no parecía plantearse en absoluto unirse a nosotros.

– Eso era antes de que no le dieran el puesto en el gobierno en la sombra. Le ha amargado mucho. Por supuesto querrá un asiento bien situado, por decirlo de algún modo. Nos sería muy útil en este momento. Un portavoz para el partido a lo grande. Podríamos hacer mucho ruido.

Hubo una pausa casi inapreciable. Después:

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Bueno, sería muy visible. No me gustaría que te sintieras apartada.

Janet se puso de pie y apartó la silla con bastante vehemencia.

– Jack, me gustaría pensar que estoy por encima de esas cosas. Lo que me importa, por encima de todo, es el partido y que tenga éxito. No estoy en esto por ambición personal. Sabes que no es el caso de las mujeres en general. Tenemos otras inquietudes.

– Eso es lo que decís todas. Yo me reservo el derecho a dudarlo. Siempre te he considerado una persona muy ambiciosa, Janet.

– Sí, claro que soy ambiciosa. Pero si crees que aspiro a un cargo alto en el partido, te equivocas. Tengo otra vida, ya lo sabes. No me he casado con Westminster.

Eso era un golpe bajo, teniendo en cuenta el fracaso del matrimonio de Kirkland, que se ruborizó.

– Bien -comentó-. Bien, mientras no tengas ningún problema con Griers. Sólo quería despejar dudas, por decirlo de algún modo.

– Sí, y te lo agradezco. Lo siento, Jack. No, no hay problema, Griers sólo puede sernos útil. -Dudó y después dijo-: ¿Su matrimonio va bien, verdad?

– ¿Lo dices por aquello de hace años? Chismes, Janet, nada más. He hablado con Caroline, que es encantadora, y le apoya en todo. Y como tú, tiene una familia muy atractiva, que siempre ayuda.

– Bien, parece perfecto -dijo Janet-. Gracias, Jack. Te agradezco que seas tan… considerado. Estaré muy contenta de tener a Eliot Griers a bordo.

Varias personas que trabajaban en la Comisión Conjunta de Derechos Humanos con Janet Frean aquel día observaron que no parecía estar de muy buen humor.

– Eres una estrella -dijo Ed-, una auténtica estrella. Estoy orgulloso de ti.

Martha tenía miedo de verle después del fin de semana, tenía miedo de que notara que le pasaba algo, que algo la angustiaba. La conocía demasiado bien.

– Ed, no. Me falta mucho camino. Puede que no lleguen a elegirme…

– Ya lo sé -repuso Ed- pero estoy orgulloso de ti por intentarlo.

– No lo habría hecho sin ti -dijo Martha-. Aún estaría dudando.

Era una tarde de mayo perfecta; la luz era brillante, el aire era fresco y claro, humedecido por un chubasco reciente. Estaban sentados en la terraza de Martha, bebiendo champán que Ed había traído.

– ¿Estás bien? -preguntó Ed-. Pareces un poco tensa.

– No, estoy bien. Estaba un poco preocupada por algo.

– ¿Ya no?

– No, creo que ya no -dijo, medio sorprendida.

– Eso es gracias a mí. Soy la cura de tus preocupaciones. Dame un beso. Y ahora, mira: el arco iris.

Allí estaba, brillando en un cielo que acababa de oscurecerse, sobre los relucientes edificios del otro lado del río.

– Si yo no te curo, eso seguro que sí. Funde los problemas como los polvos de frutas o como se llamen.

– Sal de frutas. Oh, Ed, ¿cómo me las arreglaba sin ti?

– No tengo ni idea -dijo él encantado-. ¿Sabes en lo que estoy pensando?

– No.

– Nunca me he acostado con un político. ¿Podrías ponerlo en tu programa? ¿Sexo para las masas?

– Ni hablar -dijo-, sólo para los elegidos.

– Pues aquí está el primero. Y está a punto.

Martha cogió la mano que él le tendía y le siguió dentro, riendo, y pensó que él tampoco aceptaría que dejara la política.

43
{"b":"115155","o":1}