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– Mami, no sé si hacemos bien -dijo Helen.

Su voz evidenciaba el mismo cansancio que su aspecto. En cambio, Jilly, que estaba recostada en las almohadas, retocándose el pelo y contemplándose en un espejito, tenía la tez sonrosada y le brillaban los ojos. Cualquiera que las viera diría que era Helen la que había estado a punto de morir hacía cuatro días.

– ¿No sabes qué, hija?

– Volviendo a ver a esa chica. No nos ha traído más que problemas.

– A mí no -dijo Jilly secamente-. De no ser por ella, la otra noche no te habría visto. Ni a Kate. Además, poder contarle con detalle esta experiencia horrible y leerlo al día siguiente, bueno, ha sido como una especie de venganza. Por todos esos estúpidos de urgencias, y por esa enfermera horrible que tienen aquí. Tan pagados de sí mismos, tan poco preocupados por el sufrimiento de los demás. Y no está nada mal que me hayan puesto en esta habitación, ¿verdad? ¡Qué considerados!

Helen no dijo nada. Habían puesto a su madre en una habitación aparte siguiendo instrucciones precisas de uno de los especialistas jefes, el doctor Graves, el médico que la atendía, que se había puesto incandescente de rabia con el artículo del Sketch del lunes y la llegada de una docena más de periodistas y fotógrafos a lo que denominaba su hospital. Ése había sido un error que había dado pie a un titular en el Sun que decía: «De hecho, son nuestros hospitales doctor Graves».

Jocasta había visitado a Jilly, que se sentía frágil pero animada, en su habitación a mediodía del lunes. El resto de la prensa no había podido llegar tan lejos. Ella, como nueva amiga íntima de la nieta de Jilly Bradford, había escapado al control, y de todos modos, con la melena oculta bajo una gorra de béisbol, nadie la reconoció como la joven que se había hecho pasar por doctora y había causado tantos problemas la noche anterior, había entrado en la UCI para comprobar cómo estaba la señora Bradford y, después de asegurarse de que estaba bien, le había dicho a la enfermera de guardia que creía que le haría bien que permitieran que su hija y su nieta la visitaran un rato.

Poco después había llegado un médico de verdad y habían echado a Jocasta y la enfermera había recibido una severa reprimenda, pero se había defendido diciendo que no podían esperar que conociera a todos los internos del hospital, y que por mucho que fuera un hospital de la seguridad social inglesa, deseaba volver a su propio hospital en Suráfrica.

Eso había llegado a oídos de Jocasta, que lo había transmitido a sus lectores, junto con la cita de la chica del departamento de rayos X de que todos los pacientes le parecían iguales, y otra de una enfermera de Urgencias, de que era imposible atender a todo el mundo como es debido, por la escasez de personal, y que no era justo.

«¿Cuánto tiempo deberemos soportar esto? -era el emotivo final de su artículo-. ¿Cuántos pacientes más van a morir, cuántas ancianas tendrán que sentirse abandonadas y solas, y en el caso de Jilly Bradford, aguantar empapadas hasta los huesos después de permanecer varias horas bajo la lluvia esperando a la ambulancia? ¿Por qué después le niegan la comodidad de una cama caliente y una taza de té? ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que alguien tome las riendas de la seguridad social?»

Aparte de ser descrita como una anciana Jilly quedó encantada con el artículo y con su papel estelar en él.

El lunes por la mañana, Clio salió temprano de casa para comprar el Sketch, y se quedó horrorizada con cada palabra. Jocasta había cumplido su promesa, no se mencionaba su nombre, ni siquiera se refería a ella como el médico de familia de la señora Bradford, pero el oprobio que había lanzado sobre el hospital y las citas fuera de contexto de los distintos departamentos la pusieron enferma.

El martes, el tema salía en todos los periódicos, pero el Sketch seguía ganando la carrera por una cabeza con una breve entrevista personal concedida por la señora Bradford, «en un débil susurro», a Jocasta Forbes, contando lo que había pasado, y agradeciendo a su nieta, Kate, que hubiera batallado tan valerosamente por ella y, por supuesto, también a la señorita Forbes, que había ayudado a su hija para que pudiera visitarla en la UCI cuando necesitaba más que nunca el consuelo del contacto personal.

«Creo que fue en ese momento cuando empecé a mejorar.»

Todos los periodistas estaban desesperados por hablar con Kate, que se había convertido en la heroína del momento, y ella estaba desesperada por hablar con ellos, pero Helen se negó de forma rotunda.

El miércoles, el tema estaba moribundo, aparte de un párrafo en la columna de Lynda Lee-Potter en el Daily Mail, que achacaba la situación a la eliminación de la figura de la supervisora y a que ya no se formara a las enfermeras en el propio hospital.

– Bien, esto es para el periódico de mañana -dijo Jocasta-. Te prometo que después de esto te dejaré en paz.

– No, por favor -dijo Kate-. Te echaré mucho de menos. Me ha encantado.

– No sé por qué -dijo Helen con sequedad.

La adoración de Kate por Jocasta le resultaba irritante y fuera de lugar. Desde su punto de vista, Jocasta no había hecho más que causarles problemas. Aquel fin de semana darían el alta a Jilly, pero no podría volver a su casa, sino que tendría que instalarse en la de Helen un par de semanas, aunque fuera de mala gana. Kate estaba feliz.

– Lo pasaremos en grande. Seré la enfermera jefe, te traeré todo el champán que quieras, y montones de vídeos y cosas.

– Oh, Kate -dijo Jilly, acariciándole la mano y mirándola cariñosamente-, ¿qué habría hecho sin ti? Me habría muerto, creo. Bien, Jocasta, he hecho lo que he podido con mis cabellos y Kate me ha traído esta mañanita tan bonita, ¿qué te parece?

– Es preciosa -dijo Jocasta, y lo era de verdad, rosa pálido y con un reborde de muletón.

Kate miró a Jocasta y sonrió.

– ¿Puedo salir yo en una foto?

– Bueno…

– ¡Kate! -dijo Helen-. Ni hablar.

– ¿Por qué? La abuela ha dicho que le he salvado la vida. No sé por qué no puedo salir. Sería genial. A lo mejor me descubre una agencia de modelos.

Ésa era su ambición del momento: ser una supermodelo. Se lo había confiado a Jocasta, que para sus adentros pensó que podía ser muy factible, pero no se lo dijo. Conocía demasiado bien el mundo oscuro, alimentado por las drogas, de la industria de la moda, y no habría animado a Kate a entrar en él por nada del mundo.

– No sé por qué no puede salir en las fotos -dijo Jilly-. Me gustaría mucho. Jocasta, ¿tú qué crees?

– Creo que sería bonito -contestó Jocasta con cautela-. Esa chica tan guapa, que ha batallado por su abuela, daría mucho más interés a las fotos para los lectores.

El fotógrafo preparó la cámara.

– Será una gran foto -dijo a Jocasta, mientras Jilly se arreglaba el pelo por enésima vez y Kate se sentaba en la cama a su lado, rodeando a su abuela con un brazo-. La pondrán en primera página.

– Eso espero. Pero sé rápido, a la madre no le hace gracia y no quiero que se enfade.

– La niña es una preciosidad. ¿Sabes que se parece un poco a ti?

– Ojalá -dijo Jocasta-. Quedarán de maravilla -añadió, cuando salió el fotógrafo-. Las dos estabais impresionantes.

– Muchas gracias -dijo Jilly-, pero lo dudo. Es cuando no estás bien cuando se nota la edad.

– Le prometo que no se notará. Y las arrugas de Kate tampoco saldrán. Las dos estaban muy guapas. Se parece mucho a usted.

– Me encantaría creerlo -dijo Jilly-, pero por desgracia eso es imposible.

– ¿En serio? ¿Por qué?

– Pues verás…

– Mamá -dijo Helen, en un tono de voz muy frío-, ahora no.

Kate estaba mirando a su madre, y después miró a Jocasta y sonrió inmediatamente.

– Te acompaño fuera.

– Bien -dijo Jocasta-. Adiós, señora Bradford, me alegro de que se esté recuperando tan bien.

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