Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Me encantaría -Jocasta le sonrió-, pero comprendo que no es muy práctico. Tal vez más tarde.

– Puedo asegurarle que no podrá verla en ningún momento, ni antes ni después.

– Eso deberá decidirlo ella, ¿no lo cree? ¿Quién estaba de guardia anoche?

– No tengo que responder a esa pregunta.

– No, por supuesto que no. Bien, muchas gracias, me ha sido muy útil.

Echó un vistazo a su alrededor: una chica muy joven estaba haciendo una cama en uno de los cubículos. Parecía mucho más prometedora. Jocasta esperó a que desapareciera el médico dentro de otro cubículo, y entonces se acercó a la enfermera.

Fue muy complaciente. Sí, habían traído a la señora Bradford alrededor de las nueve.

– Pobrecilla. Vino con su nieta. Sufría muchos dolores, estaba empapada por la lluvia. Enseguida la vio un médico. Y después la mandaron a rayos X. No se olvidaron de ella ni nada de eso.

– Por supuesto que no. Tiene que ser muy complicado, sobre todo los sábados por la noche. Con tantos borrachos y todo eso, me imagino. Y encima no te dan ni las gracias. Después de que la viera el médico, ¿qué pasó?

– No sabría decirle. Estuve muy ocupada. Una chica tuvo un aborto y fue espantoso. Todos iban de cabeza. Salí de trabajar a la hora de desayunar. Pero parece que la nieta llamó a la médico de familia de la señora Bradford y ella vino a ver si podía ayudar. Eso hizo saltar las alarmas. No les gusta nada, y ya puede imaginarse por qué.

– Claro, pero fue un detalle por su parte venir. ¿Sabe cómo se llama?

– ¿Quién? ¿La doctora? No, lo siento. Pero bajó a rayos X, ellos lo sabrán.

– Muchas gracias… -Miró la placa de la enfermera-. Gracias, Sue. Ha sido muy amable.

Hacía tiempo que Jocasta había aprendido que puedes entrar en muchos sitios donde no deberías, siempre que te comportes con decisión y seguridad, sonrías a todos los que te encuentres y lleves una carpeta en la mano. Se quitó la chaqueta, descolgó una carpeta marrón de una camilla (primero la vació de papeles por si acaso eran cuestión de vida y muerte), metió dentro el Sunday Times y siguió las señales hasta rayos X.

El departamento de rayos X parecía una escena de un documental sobre la crisis de la seguridad social. Roñoso, mal iluminado, y con varias personas que miraban apáticamente al frente.

Jocasta se acercó a la mesa.

– Hola, quería hacer una consulta. Anoche pasó por aquí una tal señora Bradford que se había roto la pelvis. Su médico de familia estuvo con ella y necesito su nombre.

La mujer daba la impresión de estar a punto de perecer de aburrimiento, pero hojeó unos papeles.

– ¿Quién pregunta? ¿Administración?

– Sí, eso.

– Señora Julian Bradford, el médico de familia es la doctora Scott.

– ¿Tiene su teléfono?

– Sólo el de la consulta. Está en Guildford. -Observó a Jocasta-. Creía que era de Administración. Ellos tienen todos los teléfonos de las consultas.

– Ya, pero está cerrado. Estoy haciendo horas extra, para poner al día los expedientes.

– Ah, bueno. Pues es Guildford 78640. -Volvió a mirar a Jocasta-. ¿No serás de la prensa?

– Ojalá. Mi vida sería más divertida.

– Es que nos han dicho que no habláramos con la prensa. Ordenes de arriba. Y tenía algo que ver con la tal señora Bradford.

– ¿En serio? ¿Por qué?

– Alguien metió la pata, creo. La dejaron demasiado tiempo en la camilla y se le formó un coágulo en la pierna. Esta mañana la han bajado otra vez para hacerle una venografía.

– ¿Y tú la has visto?

– No sabría decirte, a estas horas ya lo veo todo borroso. Cada paciente es igual que el anterior.

Cuando Jocasta volvió, Derek Bateson seguía en Urgencias.

– ¿Ha vuelto la nieta?

– Todavía no. Pero tengo su número de móvil. ¿Lo quieres?

– ¡Oh, sí, por favor!

Menuda lumbrera. ¿No podría habérselo dicho antes y ahorrarle toda la comedia en rayos X? Al menos había conseguido una buena cita.

– ¿Hola? ¿Quién es?

Era una voz joven y cautelosa.

– Oh, hola. Supongo que eres Kate. Soy Jocasta Forbes, del periódico Sketch. Siento mucho lo de tu abuela…

– ¿Hay alguna novedad?

– Todavía no. Tengo mucho interés en hablar con su médico de familia, la que ha ido hoy a verla. Derek, el chico con quien has hablado antes, me ha dicho que tú tenías su teléfono.

– Sí, lo tengo. Pero… Mamá, por favor, sólo es una periodista que… -Una pausa y después continuó, obviamente enfadada-: Mi madre quiere hablar contigo.

Una mujer de voz agradable, aunque angustiada, se puso al teléfono.

– Hola. Mire, no se moleste, pero preferimos no tener nada que ver con la prensa. Lo siento.

– No se preocupe. Me imagino que lo está pasando mal. Siento mucho lo de su madre.

– Sí, la verdad es que ha sido un día espantoso. Ahora estábamos a punto de salir para el hospital.

– Claro. Bien, no quiero entretenerlas más. Pero pensaba que…

– Lo siento -dijo Helen-. Prefiero no hablar de esto.

Clio estaba intentando concentrarse en un documental sobre naturaleza cuando sonó el teléfono.

– ¿Diga?

– ¿La doctora Scott, por favor?

– Yo misma.

– Hola, doctora Scott, siento mucho importunarla en casa. Me llamo Jocasta Forbes, escribo para el Sketch…

Era en momentos como ése, pensó Clio, cuando la Tierra se movía realmente.

– ¿Has dicho Jocasta? -dijo por fin, sintiendo su propia voz temblorosa y rara-. ¿Jocasta Forbes?

– Sí, eso he dicho. ¿Por qué?

– ¡Dios santo! -exclamó Clio, y de repente tuvo que sentarse-. No es posible. Jocasta. Así que lo has conseguido, lo que dijiste que harías.

– Perdone, pero… ¿nos conocemos?

– Jocasta, soy Clio. Clio Scott. Bueno, Clio Graves, de hecho. Tailandia, hace dieciocho años. Es asombroso. Esto es totalmente asombroso.

– ¡Clio! ¡Dios mío! ¿Cómo estás? Esto es extraordinario…

– Absolutamente extraordinario. Qué raro. Pero ¿por qué me llamas ahora? ¿De dónde has sacado mi número?

– Estoy escribiendo un artículo sobre una de tus pacientes, la señora Bradford.

– ¿Un artículo? ¿Por qué un artículo?

– Según tengo entendido, estuvo en una camilla demasiado tiempo y ahora está bastante enferma. En la UCI. A la prensa le chiflan estas historias. He estado en el hospital, pero su nieta…

– ¿Kate Tarrant?

– Sí. No la conozco todavía, pero me ha dado tu teléfono. Parece una chica de armas tomar. Bueno, eso no importa. ¡Oh, Clio, me encantaría verte! ¿Por qué no hicimos lo que habíamos prometido y nos vimos cuando volvimos a casa, hace tantos años? ¿Puedo ir a verte?

– Espera un momento, Jocasta, por favor. Acaba de llegar mi marido.

– ¡Tu marido! Qué maduro suena eso. Oye, llámame dentro de cinco minutos. ¿Tienes un lápiz? Apunta.

Entró Jeremy, cansado e irritable.

– Había un caos brutal, una mujer ha sufrido una embolia pulmonar, se supone que por haber estado demasiado tiempo en una camilla, ha venido la prensa, un jaleo de lo más estúpido.

– ¿Y cómo está ella?

– Y yo qué sé, Clio. ¿Podemos comer la sopa?

– Sí, sí, claro. Se está calentando. Lo siento, Jeremy, de verdad, pero tendré que volver a salir. El niño con meningitis de esta mañana, su madre sigue muy angustiada, y…

– Dios, cómo me alegraré cuando acabes con esta ridiculez. De acuerdo. No tardes mucho, ¿vale? He tenido un domingo espantoso.

Clio salió de casa discretamente, recorrió unos metros con el coche, paró y llamó a Jocasta.

– Hola. Soy yo. Oye, prefiero no ir al hospital. Cuestiones médicas de protocolo y cosas así. ¿Quedamos en el pub que hay en la calle del hospital? Se llama Dog and Fox.

– Claro. Estoy impaciente.

Clio reconoció a Jocasta de inmediato cuando entró apresuradamente en el pub. Estaba sentada en una mesa junto a la ventana, fumando y leyendo algo. Tenía una botella de vino y dos copas delante. Levantó la cabeza, la vio y sonrió. Se puso de pie, se apartó la melena y fue hacia ella, y en ese preciso momento Clio supo exactamente a quién le había recordado Kate Tarrant.

33
{"b":"115155","o":1}